Si infancia es destino para una persona en el freudismo, geografía es mandato para un estado en la geopolítica. Uno de los mejores ejemplos de ello es Turquía, cuyo gobierno actual busca recuperar algo de la influencia otomana del pasado y asumir un papel de potencia regional indiscutible, lo que le ha llevado a involucrarse directa o indirectamente en un número creciente de conflictos y tensiones. El apoyo de Ankara a Azerbaiyán en su nueva escalada bélica con Armenia es apenas la más reciente de una larga lista de injerencias turcas que han generado lo mismo la percepción de ser una potencia necesaria para negociar la estabilidad regional que la desconfianza de socios y aliados y el recelo de viejos rivales.
Turquía se encuentra al noroeste del Pentalaso (cinco mares), la región más estratégica del globo: punto de unión de tres continentes, entre los mares Caspio, Negro, Mediterráneo y Rojo y el golfo Pérsico; zona de encuentro de pueblos, lenguas y religiones con larga historia de civilizaciones, migraciones y conflictos; escala de la vieja y nueva Ruta de la Seda, y región de abundantes recursos energéticos. Esta relevancia geográfica fue determinante para la expansión del Imperio turco otomano desde el siglo XIV, que en la cúspide de su poder dominaba desde el cuerno de África hasta los Balcanes y desde Argelia hasta Mesopotamia. Tras la toma de Constantinopla en 1453 bloqueó a los nacientes estados europeos el paso a Asia y los empujó a buscar nuevas rutas marítimas, lo que desembocaría en la conquista de América. El sultán Mehmed II llegó a reclamar el título de Emperador de Roma (Kayser-i-Rüm, en turco), legado que también disputó Iván III, gran príncipe de Moscú, quien estaba casado con Sofía Paleóloga, sobrina de Constantino XI, último emperador romano de Oriente. Este hecho se encuentra en los orígenes de una prolongada rivalidad entre rusos y turcos que se tradujo en una docena de guerras a lo largo de cuatro siglos.
El Imperio otomano fue una de las potencias perdedoras de la Primera Guerra Mundial, tras la cual terminó por desmembrarse hasta desaparecer en 1922. Un año después nació la Turquía que hoy conocemos y que, con sus cerca de 85 millones de habitantes, posee la decimotercera economía más grande del mundo y la cuarta fuerza armada con mayor capacidad de fuego de la OTAN, lo cual refuerza su papel de potencia emergente y aliado necesario, aunque incómodo. Y es que poco después de su arribo a la presidencia en 2014, tras un decenio como primer ministro, Recep Tayyip Erdogan ha emprendido una agresiva estrategia de reposicionamiento geopolítico basada en tres pilares: nacionalismo turco, religión islámica suní y revisionismo de la pasada influencia otomana.
Su política exterior, que oscila entre la diplomacia y el intervencionismo abierto, ha llevado a Ankara a enfrentar sus intereses con potencias europeas, EEUU y Rusia. A la par, ha desplegado una estrategia de poder blando con la exportación de series y telenovelas a todo el mundo y presencia diplomática en África y América Latina con fines de cooperación e influencia. No obstante, el ánimo que prevalece respecto a Turquía hoy es que “es una de los principales factores de inestabilidad en Asia Occidental y el Mediterráneo Oriental”, como dice Pablo Sapag, profesor e investigador de la Universidad Complutense de Madrid y autor del libro Siria en perspectiva. Y “tiene que ver,” agrega, “con las ambiciones geopolíticas del gobierno de Erdogan e incluso de buena parte de la clase política turca.”
En 15 años, Ankara ha pasado a una política de “cero conflictos” con sus vecinos a estar presente en casi todos los frentes abiertos en su zona de influencia. En Siria ha respaldado a los grupos islamistas que desafían al gobierno de Bashar Al Asad, ayudado a su vez por Rusia e Irán. También en Siria ha emprendido ofensivas contra los kurdos, quienes han sido apoyados por EEUU para hacer frente al Estado Islámico. En Egipto, ha brindado ayuda a la organización islamista Hermanos Musulmanes frente al actual gobierno de Abdelfatah Al Sisi. En Libia, da soporte militar al Gobierno del Acuerdo Nacional contra el Ejército Nacional Libio que comanda Jalifa Hafter, quien ha recibido ayuda de mercenarios de Rusia. En el Mediterráneo Oriental mantiene un pulso con Grecia por tres razones: el apoyo de Ankara a la secesionista República Turca del Norte de Chipre; la movilización de refugiados sirios a las costas griegas (usada como arma política por Erdogan), y el reclamo de Turquía sobre los derechos de explotación de gas natural en el mar Egeo. Además, mantiene una relación ambigua con Israel, que es de tensión por Palestina, y de acercamiento por Siria.
En el Cáucaso es abierto el apoyo que el estado turco brinda a Azerbaiyán (nación de mayoría musulmana y túrquica) para la recuperación de Nagorno-Karabaj, territorio ocupado por armenios, de mayoría cristiana, que han declarado su independencia para unirse a Armenia, que tiene un pacto militar con Rusia. Este conflicto adquiere relevancia debido a que el Cáucaso se encuentra en una importante zona de explotación y distribución de hidrocarburos. Pero, como dice Sapag, no se puede olvidar “el trasfondo histórico del genocidio armenio de hace un siglo. Un hecho reconocido internacionalmente, en el que un millón 300 mil personas murieron y por el que Turquía jamás ha pedido perdón”. Sapag también apunta otro hecho preocupante: el uso de milicianos extremistas —vencidos por el Estado sirio— para respaldar a Azerbaiyán, lo que le permite a Ankara bajar sus costos económicos y políticos en sus distintas incursiones e injerencias. El resurgimiento geopolítico de Turquía debe leerse dentro del contexto de un estancamiento económico que ha obligado a Erdogan a ceder posiciones a facciones nacionalistas e islamistas (no podemos perder de vista la conversión de Santa Sofía en mezquita); la decadencia de la hegemonía estadounidense en el mundo; el rechazo de la Unión Europea de aceptar el ingreso de Turquía; las sacudidas políticas y sociales de la última década en el mundo musulmán, y la creciente influencia de otros actores en la región, como Moscú, con quien Ankara sostiene una extraña relación que va desde las diferencias de visiones estratégicas hasta el pragmatismo militar y energético, a la vez que mantiene sus vínculos con EEUU vía la OTAN. No obstante, plantea Sapag, estas complejas redes de intereses y tensiones a la postre se convierten en los contrapesos para que Turquía “al tiempo que actúa con una aparente irresponsabilidad, sea capaz de llegar a acuerdos”, como se ha visto en Siria, por ejemplo, y que “no termine por convertirse en un agente desestabilizador únicamente”. La pregunta es ¿qué tanto estirará Turquía la liga en sus nuevas ambiciones de potencia?