La tecnología es uno de los dioses de nuestro tiempo. La corriente dominante de pensamiento pone a la tecnología en el centro de las relaciones sociales, políticas y económicas. Esta corriente asume que con tecnología se puede todo. No hay problema que no se resuelva con una nueva aplicación tecnológica. La innovación técnica es el nuevo motor de la historia. Los innovadores son una especie de súperhumanos, revolucionarios, benefactores cuasi todopoderosos. El olimpo de nuestra era está poblado de innovadores. Pero esta tendencia apuesta por una mirada sesgada del fenómeno de la innovación. Se centra en el fetiche de la máquina y el producto tecnológico, deja de lado los factores y relaciones que propician los avances técnicos, asume que el desarrollo tecnológico es exclusivo de la modernidad, que algún día las máquinas superarán al ser humano, que la solución a los problemas del mundo está en la diosa tecnología y que, por lo tanto, todo lo que de ella se deriva es positivo. Son mitos. El culto a la tecnología ha creado una mitología y como todas las mitologías, la tecnológica es rica en imágenes, poderosa en evocaciones, motivadora y aleccionadora, y está basada en un mínimo de realidades… pero no por ello es verdad.
El antropólogo y geógrafo crítico David Harvey dice que “la tecnología no es un deus ex machina que flota libremente y evoluciona de manera arbitraria en medio de las vicisitudes humanas o merced a los esfuerzos singulares de figuras míticas como Prometeo o los emprendedores creativos” (El cosmopolitismo y las geografías de la libertad). La referencia no puede ser más precisa. Los dramaturgos griegos utilizaban el artilugio del deus ex machina para resolver sorpresivamente la trama de sus obras. Un dios que, literalmente, bajaba al escenario colgado de un mecanismo para intervenir en la escena y solucionar el conflicto desarrollado a lo largo de la tragedia. Era una salida artificiosa que tenía la intención de impresionar al público… como muchos de los desarrollos tecnológicos que hoy se venden. Esta forma de intervención divina en el teatro griego estaba desvinculada de la realidad y los procesos de los personajes. Una especie de milagro en el que ninguna causa probada tiene injerencia, como si las cosas ocurrieran porque sí, o porque un dios simplemente así lo quiso. Más allá de la creencia individual de cada quien, la realidad objetiva no funciona de esa manera. Todo en nuestra vida humana tiene causas y genera efectos. Es curioso que, a sabiendas de ello, depositemos en la tecnología las mismas cualidades milagrosas que los antiguos atribuían a los dioses. Por eso, hay que desnudar los mitos.
El desarrollo tecnológico no es un fenómeno exclusivo de nuestra época. La primera máquina de vapor —la eolípila de Herón de Alejandría— se inventó 1,700 años antes que los mecanismos de Savery, Newcomen y Watt. El primer ordenador analógico data del siglo II a. C. —el mecanismo de Anticitera— y calculaba la posición de los astros y los eclipses. La inventiva es una parte inherente a la civilización humana. Prueba de ello son los numerosos inventos que precedieron a la llamada Edad Moderna: la técnica agrícola, el sistema de riego, el barco, la rueda, el carro, la grúa, la imprenta, etc. A lo más, podemos decir que el rasgo característico de nuestro tiempo es la aceleración de la innovación tecnológica, aunque debemos de reconocer que dicho rasgo está presente por lo menos desde el siglo XVIII.
La innovación no es sinónimo de avance tecnológico. La innovación está presente en prácticamente todos los ámbitos de nuestra vida y tiene que ver tanto con los microprocesos como con las macrotendencias. El lenguaje, la escritura, la forma de preparar los alimentos, la organización social y política, el comercio, el concepto del dinero, nuestra manera de resolver ciertos problemas del día a día, la organización de nuestra agenda… todos son productos de nuestra capacidad de invención. No tiene que haber un aparato novedoso para llamarlo innovación.
La tecnología no puede prescindir de la realidad económica, social y política para surgir y desarrollarse. ¿Por qué Herón pudo idear su eolípila pero no insertarla como fuerza productiva? Porque si bien había las condiciones para inventar —Alejandría era la capital intelectual del mundo antiguo—, no existían las condiciones económicas que exigieran aumentar la rentabilidad a partir de dichas innovaciones técnicas, como sí las hubo en los siglos XVIII y XIX en el Imperio británico. La acumulación de capital en Gran Bretaña, producto del saqueo de recursos de sus primeras colonias, permitió invertir dinero en desarrollo tecnológico para resolver la crisis de rentabilidad que ya se manifestaba entonces. Toda época de gran concentración de riqueza va acompañada de la irrupción de fenómenos en donde los capitalistas encuentran salida a las necesidades de reproducción y aumento de valor de su capital. En los siglos XVIII y XIX fue la Revolución Industrial, como fue el arte en el Renacimiento en los siglos XV y XVI o como lo es la Revolución Informática actual.
La tecnología no resuelve todos los problemas, incluso, a veces los aumenta. La aplicación de monocultivos avanzados en África durante el siglo XX como supuesta solución al hambre provocó a la larga la devastación ecológica de amplias regiones, el agotamiento de tierras y, en consecuencia, más hambruna que luego se atribuyó casi exclusivamente a la sequía. Hoy se cree que el calentamiento global antropogénico será resuelto con paneles solares y aerogeneradores, como si el actual modelo de producción y consumo nada tuviera que ver. Si la tecnología no está acompañada de un proceso de transformación social, política y económica, de poco o nada servirá para resolver problemas. Por otra parte, hoy abundan las innovaciones tecnológicas completamente inútiles, como poner luces a unos zapatos, lo cual, siendo críticos, lo único que genera es más basura. Las máquinas no van a superar al ser humano. De la misma manera que el ser humano nunca será un dios ni más que un dios, una máquina nunca será un ser humano ni, por ende, más que éste. Los ordenadores podrán llevar a cabo procesos lógicos de manera independiente y automática de manera inimaginablemente más rápida que una persona, pero nunca podrán tener conciencia ni intuición por la simple razón de que ambas cualidades humanas dependen de un complejo sistema neurológico, psicológico, nervioso y emocional para existir. No es sólo una parte aislada del cerebro y, dicho sea de paso, ni el cerebro ni el cuerpo humano son máquinas. Son organismos vivos. Y tal vez ese sea el principal problema de los fetichistas tecnoidólatras: asumen que nada hay más allá de las máquinas. Pero la realidad es mucho más grande que los circuitos y programas que tanto veneran y tras los cuales, lo admitan o no, siempre hay un ser humano.