El clima polarizado y el estridente choque de los grupos contrarios deja poco espacio para la reflexión sobre la profunda crisis que vive México desde hace años. La polarización y estridencia políticas son, incluso, apenas dos síntomas de dicha crisis. Una crisis que no es pasajera ni tampoco atribuible sólo a circunstancias globales. Se trata de una crisis que pone a prueba la fortaleza del propio Estado y los cimientos de la sociedad mexicana como nación. El abordaje de esta crisis por parte de los distintos grupos político-económicos que se disputan el control de la República ha sido hasta ahora superficial y manipulador. Por una parte, se plantearon una serie de “reformas estructurales” que fueron impulsadas y aplicadas por el PRI y el PAN como una especie de receta recomendada por los organismos globalistas neoliberales para poner a México en “la ruta de la competitividad”. Ya sea por mala adaptación o por tratarse de fórmulas inadecuadas a la realidad nacional, dichas reformas en conjunto provocaron grietas en el aparato estatal, aumentaron la desigualdad y la concentración de la riqueza. Pobreza, inequidad, corrupción e inseguridad se convirtieron en los cuatro jinetes del apocalipsis mexicano reflejado en casi la mitad de la población sumida en la miseria frente a una opulenta clase alta beneficiaria de las reformas y de su cercanía con el poder político; un poder político ensimismado en su propio provecho cuando no constituido en brazo institucional de grupos criminales; unos grupos criminales cada vez con mayor capacidad de fuego y de control de rutas, zonas urbanas y territorios rurales, y que han puesto a México al borde de ser un Estado fallido.
En ese escenario, el lopezobradorismo se erigió como movimiento político electoral con dos objetivos retóricos: primero, derrotar en las urnas a “la mafia del poder”, “conservadora”, “neoliberal” y “prianista”; y segundo, emprender el camino de “la cuarta transformación” del país, “esperanzadora”, “regeneradora” y “heredera” de tres transformaciones históricas: Independencia, Reforma y Revolución. Pero a dos años y medio de iniciado el gobierno, en realidad es poco lo que México se ha transformado, y no siempre para mejorar. La administración federal actual se ha enfocado más en el discurso simbólico que en las acciones sustanciales. Así, por ejemplo, ha cancelado la obra de un aeropuerto para hacer otro y ha organizado la rifa de un avión que prometió vender y no ha vendido. En su ensimismamiento, que recuerda -y a veces rebasa- al de sus adversarios, el presidente ha emprendido una cruzada contra todos aquellos que no comparten su difusa y a veces muy conservadora visión política. Ha atacado desde el púlpito presidencial, como un pastor evangélico despotricando contra los “demonios”, a medios, periodistas, feministas, activistas, organizaciones de la sociedad civil, incluso a personajes y organismos cuyos dichos y hechos fueron aprovechados por el hoy mandatario para construir el discurso que lo llevó al poder. Y en estas “luchas” ha traicionado incluso a la izquierda histórica al dar cabida en su gobierno-movimiento a figuras de la derecha más retrógrada con posiciones totalmente antiprogresistas que defienden, por ejemplo, la desigualdad, el machismo, el militarismo, el paternalismo, las energías sucias y la discriminación hacia inmigrantes e indígenas.
Mientras tanto, para hacer avanzar su agenda -que, hay que decirlo, es todo menos socialista- se ha valido de dos estrategias: el “decreto” presidencial disfrazado de voluntad popular y algunas reformas legislativas, ya sea para dar continuidad a políticas “neoliberales”, como la militarización del Estado, o para echar abajo otras y retroceder a modelos instaurados en la época priista, como la política energética basada en hidrocarburos. Su política social, si bien más efectiva en cuanto a la transferencia directa de dinero a los ciudadanos, no se aleja del modelo clientelar aplicado por los otros grandes partidos, sino que sólo cambia de enfoque al pasar del vínculo partidista al vínculo personalista centrado en la figura del presidente. Hay que decirlo: si el PRI y el PAN fallaron en su oportunidad como gobiernos, la “4T” está dejando mucho a deber en forma y fondo dadas las altas expectativas que el propio lopezobradorismo generó. Y lo más preocupante es que ni oficialistas ni opositores parecen darse cuenta de que su descarnada disputa por el poder está postergando la discusión y solución de los problemas que agravan la crisis de México. Con el afán de propiciar una discusión por encima de los insultos, descalificaciones y simplificaciones que hoy dominan el ambiente político nacional, y mucho más en campañas, propongo cuatro temas a debatir para emprender las auténticas revoluciones que el país necesita para encarar los desafíos del siglo XXI, más allá del reformismo elitista y sectario y de la retórica vacía de la “4T”.
La primera es una revolución política que dé nueva forma al Estado mexicano. No es posible que sigamos organizados como nación bajo un modelo concebido hace casi 100 años en una realidad muy distinta a la actual. La República que surgió de la guerra civil de 1910-1928 estaba basada en tres pilares: partido de Estado, corporativismo y presidencialismo. ¿Responde a las necesidades actuales este modelo? ¿Dónde queda el federalismo y el papel de los estados y municipios? ¿Dónde están los contrapesos reales y los esquemas de rendición de cuentas? ¿Y las instituciones autónomas? ¿La vigilancia de los tres poderes y la relación entre ellos? La segunda revolución es económica: no debemos permitir que desde el extranjero se dicten las reformas a aplicar en este país, pero tampoco una vuelta al pasado. El México de hoy requiere discutir un nuevo modelo económico que ponga en el centro la mejora sustancial de la calidad de vida de los ciudadanos más allá del paradigma del consumismo y la productividad a costa del equilibrio ecológico. ¿Vamos a seguir anclados en la tóxica petrolización? ¿Vamos a seguir relegando el desarrollo tecnológico propio? ¿Queremos continuar siendo uno de los países más desiguales del mundo? ¿Cómo garantizar la participación segura y equitativa de las mujeres en la producción? La tercera es una revolución educativa que redefina la relación entre alumnos, maestros y padres de familia y, sobre todo, replantee el objetivo del proceso enseñanza-aprendizaje en el nuevo contexto social que demanda una formación cívica, ética, financiera y tecnológica, más allá del utilitarismo imperante. ¿Para qué vamos a educar? ¿Qué ciudadanos quiere formar México? Y, por último, una revolución de seguridad y justicia cuyos ejes sean la defensa de los Derechos Humanos y la perspectiva de género. ¿En verdad estamos condenados a la violencia y la militarización? ¿Cómo transitar a una sociedad de paz para hombres y mujeres? Discutamos en el año del Bicentenario.