Pensemos por un momento fuera de la caja del optimismo: es posible que el tiempo para revertir e incluso frenar el calentamiento global ya haya pasado. Es probable que lo que pudimos haber hecho en el pasado y no hicimos, ya no sirva hoy. Es casi seguro que los estragos del cambio climático antropogénico serán más severos en esta década que en la anterior, que ya es mucho decir. Es un hecho que de continuar usando hidrocarburos y manteniendo la ganadería intensiva a los niveles actuales, el desastre será mucho mayor de lo que imaginamos. Debemos plantearnos con seriedad la posibilidad de que el desastre sea inevitable.
Durante las últimas tres décadas, por lo menos, se ha insistido en la necesidad de disminuir la emisión de gases de efecto invernadero a la atmósfera para frenar el calentamiento global. Los datos recabados y analizados por los científicos del clima en la última década apuntan al fracaso de todas las iniciativas. Las cumbres climáticas —muy publicitadas, pero poco efectivas— han planteado la ruta que debemos seguir, pero en verdad pocos gobiernos terminan haciendo el trabajo. Sólo la pandemia de COVID-19 logró frenar, momentáneamente, la escalada de emisiones debido a la restricción aplicada a la movilidad, la producción y el intercambio de mercancías. Hay que ver la cruel ironía en este fenómeno: es casi un hecho que el surgimiento del brote de coronavirus y su propagación estén vinculados a la depredación del medio ambiente y al progreso económico sin responsabilidad ambiental, y que dicha depredación y progreso irresponsable sólo pudieron ser detenidos por el coronavirus. No obstante, hay que repetirlo, esta situación es pasajera.
Conforme se avance en la vacunación y los contagios de SARS-CoV2 disminuyan, la movilidad, el intercambio y la producción volverán a la realidad de antes de la pandemia. Incluso podrían elevarse por encima de los niveles previos producto de la necesidad urgente de reactivar las economías, expandir el empleo, aumentar el comercio, recuperar algo de lo perdido por la COVID-19. Y sabemos bien en dónde radica el problema: un sistema económico que privilegia las ganancias de corto y mediano plazo por encima del equilibrio ecológico. El surgimiento en los últimos años de programas políticos populistas en Europa y América, ya sea de izquierda o de derechas, ha contribuido a acelerar la depredación a través de políticas económicas retrógradas basadas en la quema de carbón e hidrocarburos y la destrucción de bosques y selvas, lo cual, aunado a la discrecionalidad de poderosos regímenes autoritarios en Oriente, ha ayudado a conformar el cuadro de la catástrofe.
Porque, hay que decirlo, la culpa no es de todos los países por igual. Los estados nacionales más pobres son los que menos contribuyen al calentamiento global, ya que el subdesarrollo económico en el que se encuentran los lleva a no figurar en la lista de los principales emisores de gases de efecto invernadero. Sin embargo, existe otra cruel ironía en ello: las naciones menos desarrolladas son las más vulnerables a los estragos del calentamiento global. Y sabemos muy bien quiénes tienen la mayor responsabilidad en este problema. Casi el 60 % de las emisiones se concentra en China, Estados Unidos, la Unión Europea, Rusia e India, es decir, las economías más grandes del mundo. Y casi el 80% es producido por el llamado G20, es decir, los 20 países con el Producto Interno Bruto más alto del orbe. Entre estos últimos se encuentra México. Si queremos apuntar hacia los principales responsables del calentamiento global, hay que poner la diana en los gobiernos de dichos estados.
En el plano filosófico político, la culpa es de la concepción de una falsa noción de progreso material sin límites promovida por el capitalismo global, el cual, a su vez, es producto de una visión de modernidad que se ha vuelto gradualmente hegemónica y que tiene sus orígenes en el siglo XVIII, aunque pudiéramos rastrear sus antecedentes hasta el siglo XVI, cuando las potencias europeas salieron a la conquista del mundo. Con un marcado acento en los últimos 40 años, la ideología dominante ofreció la posibilidad de que, bajo el modelo económico liberal, tarde o temprano todas las sociedades del planeta podrían tener acceso a beneficios materiales, si no iguales, por lo menos similares a los de las sociedades del llamado primer mundo. Pero esto es una gran mentira, demostrada por dos factores de sentido común: primero, el capitalismo necesita de la desigualdad para existir; y segundo, que los recursos naturales del planeta son limitados. Es imposible que los casi 8,000 millones de personas tengan la capacidad de consumo que tienen hoy los europeos y norteamericanos. No hay planeta suficiente para soportar dicho derrotero sin alterar gravemente el equilibrio ecológico. Pero es justo lo que está ocurriendo con China, por ejemplo. Sin ser una democracia liberal, el gigante asiático ha aprovechado la globalización neoliberal para incrementar el nivel de vida de sus habitantes, con todo lo que ello implica en materia de daño al medio ambiente. Mientras, las sociedades de Europa y Norteamérica siguen devorando recursos para mantener sus propios niveles de vida. Era previsible: la ruta es hacia el colapso.
Y aquí es donde nos encontramos ahora. Frente a esta realidad tenemos dos posiciones ideológicas bien diferenciadas y con amplia difusión. De un lado están quienes se empeñan en negar los hechos y minimizar el impacto provocado por el ser humano en el ecosistema planetario. Del otro lado están quienes reconocen el problema y pugnan porque se apliquen acciones contundentes para corregir el rumbo. Pero si miramos con agudeza, ambas posturas comparten una visión optimista: ya sea porque unos piensen que el daño es mucho menor al que advierten los científicos, o porque otros crean que aún hay tiempo de hacer algo, el planteamiento es que la civilización humana tiene un futuro más o menos viable. Pero hay quienes no piensan así.
En los últimos años ha crecido una corriente de pensamiento crítico que apunta a que hemos cruzado ya todas las líneas y que ya no es posible revertir o frenar la catástrofe. Para los defensores de esta postura, más que intentar hacer algo para evitar el desastre, es necesario comenzar a pensar cómo sobrevivir en un mundo cada vez más hostil, inestable y fracturado. Bajo esta lógica, ser visionarios significaría no intentar resolver un problema que ya no tiene solución, como lo es el calentamiento global, sino enfocar los esfuerzos en construir un nuevo mundo sobre las ruinas del actual. El aumento de la fuerza y capacidad destructiva de los fenómenos climáticos que hemos experimentado en los últimos años, parece dar algo de razón a estos pregoneros de la impotencia ecológica. Por lo que la pregunta que debemos plantearnos ahora es: ¿qué vamos a hacer si, efectivamente, el desastre ya es inevitable?