El repliegue de Estados Unidos como poder hegemónico en el mundo y el avance de potencias occidentales y, sobre todo, no occidentales han abierto una nueva etapa en la historia de la humanidad. Esta nueva etapa está marcada por la competencia y rivalidad entre grandes poderes económicos, tecnológicos, políticos y militares. La superpotencia que hasta hace algunos años ejercía la hegemonía mundial de manera indiscutible y casi omnipotente, ha ido cediendo terreno ahí donde otras potencias consolidadas o emergentes se hacen cada vez más presentes. Y tanto aquélla como éstas se han sumergido en un proceso de revisionismo histórico en busca de un pasado glorioso, ya sea para recuperar los bríos o reclamar el antiguo papel de gran potencia que ejercían. Son varias las naciones que se encuentran en ese camino, incluso desde antes de la gran pandemia, y todas tienen como común denominador el haber ejercido en el pasado un poder imperial o haber sido una potencia imperialista. La observación de sus trayectorias nos lleva a pensar que caminamos hacia una nueva era de los imperios, en donde el poder ya no es unipolar, sino que se distribuye en varios polos, sin que ello implique la disminución del riesgo de una conflagración global, ya sea irregular o regular, sino, más bien al contrario, incrementando la amenaza de una inestabilidad prolongada ante la falta de entendimiento de viejos y nuevos protagonistas de la historia.
Hace cinco décadas, el historiador y jurista belga Jacques Pirenne, hijo del gran historiador Henri Pirenne, desarrolló en su obra enciclopédica Las grandes corrientes de la Historia el concepto “era de los imperios” para definir una época en la que varios poderes imperiales coexistían y ejercían su influencia sobre el territorio más civilizado del mundo. Él identificaba una era de los imperios primigenia en el siglo II d. C., con cuatro potencias dominantes en el orbe conocido, es decir, Eurafrasia: Roma en el Mediterráneo, China en el Extremo Oriente, Partia en Asia Occidental y la India en Asia Meridional y Central. Estos imperios mantenían contacto directo o indirecto gracias a las grandes rutas comerciales que corrían de este a oeste y viceversa, y por las que transitaban mercancías, oro, personas, inventos e ideas religiosas, políticas y filosóficas. La estabilidad alcanzada en ese entonces se debió en buena parte a la lejanía de los imperios, ya que los medios de transporte eran muy limitados: China y Roma estaban demasiado distantes entre sí como para considerarse rivales. La crisis del siglo III (a la que, por cierto, también contribuyó una pandemia) acabó con ese mundo que se reorganizó en una nueva era de imperios, con otros protagonistas, hasta la irrupción en el siglo VII del Islam que conquistó medio mundo en unas cuantas décadas.
Si tomamos el esquema de Pirenne, con todas las reservas y matices que el devenir histórico merece, es posible advertir otras eras imperiales en el siglo XVI, tras la conquista de América por parte de las nacientes naciones europeas; en el siglo XVII, cuando estas mismas naciones apuntaron sus naves hacia Oriente, o a finales del siglo XIX y principios del XX, cuando surgieron varios imperios rivales a la hegemonía británica, situación que desembocaría en la primera y segunda guerras mundiales. Pirenne apunta que tras estas devastadoras conflagraciones existían las condiciones para el establecimiento de una nueva era de imperios, con Estados Unidos y la Unión Soviética como potencias rectoras. No obstante, este equilibrio de poderes no duró tanto ni estuvo exento de sobresaltos, con enfrentamientos indirectos y amenazas terribles en el marco de la Guerra Fría. Pirenne parece no haberse percatado que la única posibilidad de “entendimiento” entre ambos gigantes era que uno de ellos sucumbiera, como terminó por ocurrir con el hundimiento de la URSS a inicios de la última década del siglo XX. Y es que, hay que decirlo, sin bien el mundo había “ampliado” su territorio considerablemente en comparación con el del siglo II d. C., el desarrollo de las telecomunicaciones y los medios de transportes acortó las distancias como nunca antes. El orbe globalizado actual es demasiado “pequeño” para albergar más de un interés geopolítico de gran calado sin generar fricciones e inestabilidades.
Y así llegamos a 2020, año en el que las tendencias del siglo XXI se han acelerado en casi todos los ámbitos, como, por ejemplo, el del resurgimiento de la visión imperial o imperialista de las viejas y nuevas potencias, con ciertas permanencias ancladas en la nostalgia y un nacionalismo populista, y cambios en la forma de concebirla producto de las transformaciones que ha sufrido el mundo en las últimas tres décadas. En la punta de la pirámide de las potencias revisionistas están EUA y China, la primera con apenas 244 años como república independiente y una historia reciente de hegemonía global, hoy en declive, que ha llevado a sus líderes a plantear “hacer grande de nuevo” a la Unión Americana, como ha dicho Trump, o hacer que ésta “sea respetada otra vez en el mundo”, como ahora dice Biden. En el caso del gigante asiático, con una larga trayectoria como estado de 2241 años, el gobierno comunista reclama hoy recuperar el papel protagónico que ocupó China hasta el siglo XVIII y hacerla de nuevo el eje indiscutible de la economía mundial.
Tras ellas están Rusia, que con Putin a la cabeza busca posicionarse otra vez como un actor indispensable en la toma de decisiones globales y garantizar para sí el espacio vital geopolítico que en el pasado tuvieron el Imperio ruso y la URSS; Turquía, que de la mano de Erdogan pretende reconstruir el área de influencia del Imperio otomano en el Mediterráneo oriental y Asia Occidental; Irán, cuyo gobierno teocrático se aleja de las antiguas formas imperiales de los shas, pero que proyecta una estrategia de presencia regional que recuerda el despliegue del viejo Imperio persa, y la India, que hasta antes de la dominación británica ejerció un largo periodo de influencia en Asia producto de poderes imperiales fuertes y una economía diversificada y muy conectada con Oriente y Occidente, y que hoy, bajo el sello nacionalista de Modi, rivaliza con China en la hegemonía asiática. En Europa, la derecha nacionalista del Reino Unido también ha usado el revisionismo para mover conciencias hacia el divorcio con la Unión Europea, apelando a la nostalgia del disminuido Imperio británico; mientras que Francia y Alemania buscan recomponer el esquema de gobernanza continental bajo su liderazgo político y económico, en un eco de sus viejos devenires imperiales. Pero el mundo no parece lo suficientemente grande para soportar tantos intereses geopolíticos encontrados y la nueva era de los imperios que se gesta tiene el sello de la inestabilidad e incertidumbre.