La hegemonía no era para siempre, Tío Sam

Todos los que nacimos después de la Segunda Guerra Mundial un día en nuestra vida cobramos conciencia de que el mundo era liderado por una gran potencia global: Estados Unidos. Hoy, aunque nos cuesta trabajo creerlo y, sobre todo, entenderlo, ese liderazgo ha retrocedido. Cada vez con mayor frecuencia escuchamos y leemos que otras potencias, en particular una, están tratando de suplantar a la Unión Americana en la cúspide del orden global; es decir, de sustituir su liderazgo. Las imágenes de la caótica y vergonzosa salida de las tropas estadounidenses de Afganistán se han convertido en un poderoso símbolo que refuerza la idea de que los años de gloria de la hegemonía americana han quedado atrás… como ha ocurrido a lo largo de la historia con todas las hegemonías. Pero, ¿a qué nos referimos cuando hablamos de hegemonía?

Hagamos un poco de memoria. Estados Unidos impulsó una serie de instituciones internacionales con el fin de gestionar los problemas del mundo una vez que había concluido el peor conflicto bélico en la historia de la humanidad. Pero, como superpotencia, Estados Unidos no estaba sola. Durante cuatro décadas la Unión Americana tuvo en la Unión Soviética a un poderoso rival geopolítico e ideológico. No obstante, un día de 1991 ese competidor imperial colapsó, y Estados Unidos asumió por primera vez un liderazgo absoluto y sin aparente competencia. El “mundo libre” había triunfado y, con él, el capitalismo y la democracia liberal. Ya no había alternativas al poderío estadounidense. Y el liderazgo del gigante americano no sólo era indiscutible, sino que, a ojos de muchos, deseable.

La hegemonía de Estados Unidos había terminado de implantarse en el orbe. El “american way o life” se volvió el principal producto de exportación cultural, soportado por un aparato industrial, político, financiero y militar de proporciones descomunales. No se trataba de un dominio imperial sino, como he dicho, de una hegemonía. Una hegemonía que hoy ya no existe. No es que Estados Unidos haya dejado de ser una superpotencia, sino que ya no tiene las capacidades para liderar el mundo como lo hizo tras la Segunda Guerra Mundial. Y aunque para muchos quizá esto sea una buena noticia, lo cierto es que la decadencia de la hegemonía americana deja un vacío difícil de llenar en un sistema global que, dada su creciente interdependencia no exenta de focos de conflicto, demanda un liderazgo, como lo demanda todo sistema complejo. Para entender esto, es necesario revisar la historia —o al menos una parte— de las hegemonías.

Definamos primero la palabra hegemonía. Se trata de un término griego que se traduce como jefatura y que tiene relación también con el verbo guiar (hegeomai). La definición actual es la supremacía que un Estado ejerce sobre otros por la superioridad política, económica y militar, además de que genera imitación y propicia un orden del sistema a su imagen y semejanza. De la misma manera que nuestra generación de finales del siglo XX y principios del XXI ha estado marcada por la “jefatura” americana, en siglos pasados otras potencias tuvieron el mismo efecto sobre un sistema internacional que se ha ido expandiendo hasta alcanzar a todo el planeta. Los antiguos griegos, inventores del término, llamaban hegemón a la ciudad-estado que más recursos tenía para ejercer el liderazgo en Grecia. Así, entre los siglos V y IV a. C. se sucedieron varias hegemonías en el mundo helénico: a la democrática Atenas siguió la oligárquica Esparta, que fue sustituida por la democrática Tebas y ésta, a su vez, por la monárquica Macedonia.

Sin embargo, el término es aplicable a liderazgos ejercidos fuera del contexto griego y a épocas anteriores y posteriores. Por ejemplo, en el mismo momento en el que se sucedían las hegemonías dentro de Grecia, en el mundo civilizado integrado, que abarcaba desde el Mediterráneo hasta la India, existía una hegemonía de mayores alcances: el Imperio persa aqueménida. Persia era la superpotencia de la época, con un enorme territorio bajo un solo monarca, una población que sumaba varios millones repartida por territorios distantes y de una gran diversidad cultural, el mayor ejército de la época y una riqueza deslumbrante, pero altamente concentrada. Pero los orígenes de las hegemonías los podemos rastrear hasta el tercer milenio a. C., casi inmediatamente después del surgimiento del Estado, es decir, del poder político centralizado. Y es que estamos en condiciones de decir que la hegemonía es tan antigua como la primera sociedad que se organizó en instituciones estatales y con poder concentrado.

Es en Sumeria en donde encontramos los primeros indicios de hegemonía dentro de un marco internacional. A mediados del tercer milenio, es decir, hace unos 4,500 años, la ciudad de Kish establece un liderazgo referencial sobre las demás ciudades sumerias. Luego se impone Lagash, que logra establecer su hegemonía sobre toda la baja Mesopotamia hasta la irrupción de Umma, cuyos planes hegemónicos se verían truncados por el surgimiento de una potencia del norte: Acad, considerado el primer imperio de la historia. Sargón, el fundador del Imperio acadio, se convertiría en el prototipo de los gobernantes de todo el Antiguo Oriente. Pero más allá de eso, Acad se colocó en el centro de lo que es tal vez el primer sistema de comercio mundial de la historia, con el reino de Egipto, los principados cretenses y las ciudades-estado del Valle del Indo en la periferia.

En una genealogía no exhaustiva de las hegemonías antiguas podríamos ubicar, después de la caída del Imperio acadio, a Ur, Babilonia, los imperios hitita y egipcio, Asiria, Media, la Persia aqueménida ya mencionada, la Roma de los Antoninos, la China de los Han, la India de los Gupta, el califato islámico y los imperios mongol y turco otomano. Con todas sus evoluciones y peculiaridades, esta sucesión de potencias tiene un común denominador: todo poder hegemónico tuvo sus límites y terminó por desgastarse y sucumbir para dar paso a una nueva hegemonía que tardó más o menos en surgir y en llenar el vacío dejado por la anterior. De igual forma ha ocurrido en el mundo moderno nacido de la expansión capitalista europea.

Si bien el inicio de la era moderna suele ubicarse en el siglo XVI, sus orígenes pueden remontarse dos o tres siglos antes, con el despunte comercial de las ciudades-estado italianas, en una analogía histórica, salvando las distancias, a lo acontecido con las polis griegas. Tras las Cruzadas, Génova y Venecia se disputaron abiertamente la preeminencia en el Mediterráneo en un conflicto que terminaría con el triunfo de la república del Adriático, quien supo aprovechar el sistema internacional creado por los kanes mongoles. Luego de la decadencia de la hegemonía regional veneciana, motivada por varios factores internos y externos, entre ellos, la expansión del Imperio otomano, Portugal se alzó como la dueña de los mares en el siglo XV hasta que la Monarquía hispánica, aliada con el capitalismo genovés, vendría a sustituirla como gran hegemón a través del proceso de conquista y saqueo de riquezas del suelo americano.

La Guerra de los Treinta Años del siglo XVII, que pudiéramos considerar una guerra mundial, no sólo consolidó la independencia de los Países Bajos, sino que marcó el inicio de la hegemonía neerlandesa, la primera asentada en el norte de Europa, y con un carácter evidentemente capitalista y global. En Asia Oriental, el poder de los mongoles fue suplantado por la China de los Ming, centro de la economía mundial hasta mediados del siglo XVII. El siglo XVIII en Europa fue el siglo de Francia, que “impuso” sus formas políticas y su idioma como lengua franca de la diplomacia en Occidente. La revolución de 1789 y otro conflicto mundial, la guerra napoleónica, desencadenó la debacle de la hegemonía francesa que fue reemplazada por la del Imperio británico que llevó el imperialismo colonial, extractivo y capitalista a todos los rincones del planeta.

La primera mitad del siglo XX es la historia del agotamiento del liderazgo británico y del desgaste de las hegemonías asentadas en Europa. La rivalidad imperial de las potencias europeas llevó al mundo a los conflictos más destructivos de la historia que, en conjunto, pudiéramos bien denominar la Guerra de los Treinta Años del siglo XX (1914-1945). Tras esta catástrofe colectiva e internacional, el imperialismo colonialista europeo inició un retroceso que llevó a la multiplicación de los estados nacionales independientes en el mundo. Es ahí donde surge la hegemonía estadounidense ya mencionada arriba. Este repaso histórico nos deja varias lecciones interesantes: 1) no importa lo fuertes que parezcan una potencia y su orden establecido, su hegemonía tarde o temprano caerá; 2) la decadencia y caída de una hegemonía deja un vacío que generalmente redunda en un desorden sistémico (guerras, revoluciones, crisis, etc.) que dura hasta que una nueva potencia cuenta con las capacidades de construir una nueva hegemonía y establecer un nuevo orden; 3) las potencias pueden sobrevivir a la caída de su hegemonía e, incluso, seguir teniendo un peso importante en el sistema mundial, y 4) el sistema mundial, que es producto de la civilización y la organización estatal del poder, se ha ido expandiendo desde el surgimiento de la primera hegemonía en las urbes de Sumeria hace casi 5,000 años hasta alcanzar el orbe entero, con un factor de aceleración desde hace 500 años. ¿Será China la nueva hegemonía? La respuesta es tema de otra reflexión.

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Arturo G. González

Soy adicto a saber y descubrir algo nuevo todos los días. Me obsesiono con tratar de entender el mundo y la época que me tocó vivir. No puedo escapar a la necesidad de comprender por qué nuestra civilización es como es, y para ello leo noticias, opiniones, artículos de análisis y libros; escucho música y veo cine. Creo que el pasado vive en el presente, y que el presente es la pieza clave del futuro. Te invito a este viaje de pensamiento y descubrimiento cotidiano. Esta es mi visión del mundo.