James Bond navega por unas tranquilas aguas del Caribe. El agente en retiro del MI6, el servicio secreto de inteligencia del Reino Unido, pilota el clásico velero de fabricación británica Spirit 46, que porta en la popa el pabellón rojo, la bandera insignia de la marina mercante británica. Se acerca al pequeño muelle de su casa en Port Antonio, Jamaica, una isla paradisíaca que hasta 1962 formó parte del Imperio británico, y hoy es miembro de la Mancomunidad de Naciones, la organización de estados independientes o semidependientes que guardan algún nexo con la Gran Bretaña. Junto con Antigua y Barbuda, Barbados, Dominica, Islas Caimán, Montserrat, Santa Lucía, Islas Turcas y Caicos, Islas Vírgenes Británicas, Anguila, Bahamas, Bermudas, Granada, San Vicente y las Granadinas y Trinidad y Tobago, Jamaica forma parte de los países independientes y territorios de ultramar de la antigua esfera colonial del Imperio británico que actualmente son considerados paraísos fiscales. Bond navega, pues, por aguas conocidas por los ingleses.
El apacible retiro del espía más famoso del cine es interrumpido por Félix Leiter, agente de la CIA, quien le pide ayuda para ubicar al científico ruso reclutado por el MI6, Valdo Obruchev, quien antes de ser secuestrado por la organización criminal Spectre trabajaba en el proyecto secreto Heracles, del gobierno británico. Heracles es un arma secreta que consiste en una serie de nanobots que funcionan como un virus letal codificado para asesinar sólo al objetivo. Bond tendrá que ir a Santiago de Cuba a encontrarse con Paloma, una agente cubana aliada de la CIA, para infiltrarse en una fiesta de Spectre, con la que el líder de la organización, el polaco Ernst Stavro Blofeld, se comunica a distancia y en tiempo real a través de una cámara instalada en un ojo biónico mientras se encuentra recluido en una prisión de máxima seguridad.
Sin la avanzada tecnología en telecomunicaciones ni las facilidades financieras que brindan los paraísos fiscales, la red Spectre no podría operar, como tampoco podría hacerlo la red del terrorista austriaco Lyutsifer Safin, quien emerge como el nuevo temible villano en Sin tiempo para morir, la última película de la saga de James Bond, el héroe de ficción más globalizado del cine. Paraísos, redes y virus (o algo parecido) en la nueva trama del 007, los temas que dominan los titulares e inundan las plataformas digitales en estos días. Temas que, si miramos atentamente, evidencian las consecuencias de una globalización que privilegia al gran capital por encima de la seguridad y el bienestar del ciudadano promedio, y que encuentra en el espectáculo de masas, como el cine, su más amplia sublimación.
El “cielo” llama a los ricos
El fin de semana pasado comenzaron a publicarse los Papeles de Pandora, un trabajo del Consorcio Internacional de Periodistas de Investigación, la más extensa investigación periodística colaborativa de la historia que da a conocer una larga lista de capitalistas, políticos y celebridades que han hecho uso de paraísos fiscales para obtener beneficios extraordinarios. Se entiende por paraíso fiscal un territorio independiente, semiautónomo o subnacional en el que se aplican bajas o nulas tasas impositivas al dinero y los bienes (muebles e inmuebles) radicados en el lugar, pero procedentes del extranjero, y que no comparten datos con entidades externas, lo que hace muy difícil su ubicación. Si bien es cierto que una cuenta, firma o bien en un paraíso fiscal no significa per se un delito, también es cierto que estos territorios y sus laxos esquemas financieros son altamente propicios para la comisión de ilícitos como la evasión fiscal, el lavado de dinero, las transacciones para actos criminales y el saqueo del erario.
Las publicaciones en medios y redes se han centrado en exhibir a una clase privilegiada avariciosa e inescrupulosa que esconde su riqueza en estos paraísos. Sin embargo, el meollo del problema no está ahí, sino en la extensa red de territorios que permiten este tipo de prácticas a la sombra de las legislaciones nacionales e internacionales. Son la hipérbole de la globalización al servicio del gran capital en donde la oferta ha creado a la demanda. Es decir, la existencia y disponibilidad de estos paraísos han atraído las riquezas de personas y empresas para su resguardo. Básicamente los únicos requisitos que se necesitan son tener dinero en abundancia y contar con una firma que pueda esconderlo en cuentas o empresas de papel de los paraísos. De los poco más de 50 territorios considerados como “tax heaven” en el mundo, por lo menos la mitad dependen o están vinculados con el Reino Unido y, sobre todo, con la City de Londres, considerada la capital mundial de los paraísos fiscales por su legislación sui generis. En la telaraña de refugios hay países completamente independientes como Jordania, que hasta 1946 fue un protectorado británico; estados independientes pero que tienen a la reina Isabel II como jefa de Estado, tal es el caso de Jamaica; territorios británicos de ultramar, como las Islas Vírgenes Británicas, y dependencias de la Corona Británica, como las Islas de Guernesey y Jersey.
Para conocer cómo se creó esta red de paraísos fiscales recomiendo ver el documental Telaraña: el Segundo Imperio británico, en donde se narra la forma en la que, a la par del proceso de descolonización de los territorios del antiguo Imperio británico, surgieron los esquemas financieros offshore en buena parte de los espacios que estaban cambiando su estatus político después de la Segunda Guerra Mundial. Es fácil imaginar a todos los villanos a los que se enfrenta James Bond utilizando esta telaraña financiera desregulada para mover su dinero por todo el mundo y dar rienda suelta a sus ambiciones. En la vida real, hay oligarcas, mafiosos y jefes de Estado que bien pudieran servir de inspiración para delinear el perfil de un supervillano de la saga del 007: gozan de amplio poder político y/o económico y buscan aumentarlo; actúan con un alto grado de impunidad y muchas veces en las sombras, y frecuentan o tienen intereses en los paraísos que aparecen en las cintas de Bond.
Un ejemplo es el presidente de Rusia, Vladimir Putin, al cual en Occidente se le tiene por un dictador todopoderoso que tiene en su mano el arsenal nuclear más grande y sofisticado del mundo y es poseedor de una riqueza no calculada hasta ahora, y al cual se le vincula con atentados contra enemigos del Kremlin dentro y fuera de Rusia, guerras híbridas para desestabilizar países de la antigua esfera soviética, ataques cibernéticos contra democracias e infraestructuras críticas de Europa Occidental y América del Norte y despliegues de mercenarios en Asia y África para defender sus intereses geopolíticos. El villano perfecto. Este hombre, que ha sido considerado por la revista Time el más poderoso del mundo, aparece en los reportajes de los Papeles de Pandora vinculado a una mujer, presunta antigua amante, que poco antes de dar a luz a una supuesta hija de Putin y de la noche a la mañana, adquirió un departamento de lujo en Mónaco, debajo del legendario casino de Montecarlo, que ha aparecido en la saga bondiana. Ficción y realidad que se entrecruzan en un mundo postmoderno.
Virus “tecnológicos” y tecnologías virales
Las revelaciones de los Papeles de Pandora surgen en medio de la peor pandemia en un siglo. De acuerdo con el consenso científico actual, el coronavirus SARS-CoV2 comenzó su rápida expansión a fines de 2019 desde China hasta alcanzar todo el mundo en la primera mitad de 2020, provocando la Covid-19, una enfermedad de sintomatología variable que interactúa de forma negativa con padecimientos crónico-degenerativos, considerados muchas veces los males de la modernidad. Entre las causas del surgimiento de la pandemia defendidas por expertos están el crecimiento desmedido de las ciudades que han invadido espacios silvestres en donde habitan especies con virus contra los cuales los seres humanos no tienen defensas, y la facilidad y rapidez con la que una parte de los habitantes del mundo pueden desplazarse de un país a otro trasladando consigo los agentes infecciosos. Esta movilidad acelerada, gracias a los aviones, es una de las características de nuestro tiempo y es también uno de los principales ingredientes de la fórmula Bond. El agente 007 puede estar en cualquier parte del orbe en cuestión de horas… como millones de turistas globales, capitalistas y políticos, la élite del sistema mundial.
La Covid-19 ha matado hasta ahora oficialmente a 4.8 millones de personas, aunque se calcula que los decesos podrían ser por lo menos tres veces más. Ha ocasionado, además, una depresión económica debido al paro obligatorio de muchas actividades económicas. A pesar del impacto global de la pandemia, los gobiernos de los países más poderosos, principalmente China y Estados Unidos, no se han puesto de acuerdo para unificar esfuerzos y combatir juntos a la Covid-19. Por el contrario, se han lanzado insidiosas acusaciones responsabilizándose del origen y/o propagación del coronavirus. En medio de la polarización, ha surgido también todo tipo de teorías de la conspiración, entre las que destaca la que apunta, sin sustento alguno, a que el agente infeccioso fue creado en un laboratorio con el fin de desatar un nuevo tipo de guerra mundial. Es decir, un planteamiento que bien pudiera ser el plan perverso de un villano de James Bond. De hecho, algo parecido trama Safin, el malo megalómano de Sin tiempo para morir.
Pero dichas teorías de la conspiración no tendrían tanta difusión sin las plataformas digitales. Las llamadas redes sociales son hoy el principal medio de propagación de noticias, reales o falsas. Como un efecto en cadena, una información sin verificar o francamente engañosa se replica a través de Facebook, Twitter, Instagram, Whatsapp y Telegram, lo que ocasiona la construcción de narrativas sociales tergiversadas de la realidad. Y este es uno de los puntos que ha desatado en estos días el escrutinio desde el gobierno del impacto negativo de las plataformas digitales en los usuarios. El caso de los servicios desarrollados por la empresa del joven multimillonario Mark Zuckerberg es emblemático. En estos días su compañía ha sido señalada en el Senado de los Estados Unidos, a partir del testimonio de una excolaboradora, de haber ignorado los estudios y reportes del daño tóxico que sus redes ocasionan en los adolescentes, la democracia y la confianza pública. A la lista de pecados que se le atribuyen al imperio Facebook se le suma la filtración masiva de datos personales con fines de manipulación electoral, la utilización de la seguridad de los usuarios con fines lucrativos, la propagación de noticias falsas, la discrecionalidad en sus políticas de censura, entre otros.
En la misma semana de este escrutinio, Facebook y sus redes hermanas sufrieron un apagón de casi siete horas causado, según se ha dicho, por una falla en la configuración de los enrutadores troncales, que son los enlaces que permiten el tráfico de la red de un centro de datos a otro. La caída de estas plataformas dejó sin servicio a 3,500 millones de usuarios en todo el mundo y provocó una pérdida económica calculada en más de 1,000 millones de dólares, más los casi 6,000 millones que habría perdido Zuckerberg. El apagón y su impacto vino a recordarnos la alta y peligrosa dependencia a las redes de un gigante tecnológico que ya opera como un monopolio global que hasta hace poco imponía sus reglas prácticamente sin supervisión alguna. Una especie de Estado informal supranacional, sin límites ni controles. En contraste, en China se avanza hacia el endurecimiento de los controles digitales por parte del gobierno que facilitarán la vigilancia política efectiva y casi total sobre los ciudadanos chinos. Un modelo que resulta muy tentador para regímenes autocráticos que buscan alternativas al monopolio/oligopolio tecnológico de Occidente. Si los paraísos fiscales permiten ocultar las riquezas de mafiosos, capitalistas evasores y políticos sin escrúpulos, las redes sociales hoy brindan un poder que cualquier supervillano de la saga del 007 soñaría con poseer.