¿Quién merece un monumento?

En septiembre pasado la estatua ecuestre del general confederado Robert E. Lee fue retirada de la Monument Avenue en la ciudad de Richmond, Virginia. Ese mismo mes, fue removida del Paseo de la Reforma en la Ciudad de México el monumento a Cristóbal Colón. No son las únicas. En los últimos años, en varias ciudades de Estados Unidos han sido retiradas las estatuas de otros líderes confederados, así como en distintas ciudades de toda América han sido removidos los monumentos de colonizadores y conquistadores europeos. En algunos casos, han sido las propias autoridades las que han decidido quitar del espacio público las obras; en otros, un sector de la ciudadanía las ha derribado. Existe hoy una álgida discusión sobre estos elementos considerados por el orden actual como patrimonio cultural e histórico de ciudades y naciones. ¿Por qué? ¿Qué hay detrás de esta ola de revisión de la historia y su interpretación en el espacio público? ¿Está bien o mal que se retiren los monumentos? ¿Qué implicaciones tiene? ¿Acaso es porque los “homenajeados” hicieron algo “malo” y, por lo tanto, no merecen una escultura?

                Empecemos por lo básico: ¿qué es un monumento? Más allá de su valor estético, toda estatua concebida para habitar el espacio público es un símbolo. Representa valores, ideologías y visiones que sirven de soporte cultural y discursivo para órdenes sociales y políticos. No se trata del merecimiento, de ensalzar la proeza de una persona, sino de lo que es importante para una comunidad o un orden político respecto de lo hecho por un individuo. Pensar que una estatua se erige sólo porque la persona que representa lo merece, porque tuvo una vida “ejemplar”, es una mirada sesgada de la realidad de los monumentos. Hay hechos que trascienden la propia vida de la persona “inmortalizada” en una escultura pública, y que tienen que ver más con los significados que un régimen u orden social le da a un rasgo específico del hombre o mujer plasmada en piedra, mármol, bronce, etc. Pero los acentos y significados de los monumentos han ido cambiando a lo largo de los siglos.

                Las esculturas de los dioses de la Antigüedad cumplían una función política y religiosa a la vez. Por una parte, le ponían rostro a una creencia común: el Zeus imponente, la grácil Afrodita, el Apolo inteligente, la decidida Atenea… todos estos monumentos de la Grecia arcaica y clásica significaban algo para muchas personas. Traen implícitos códigos religiosos y culturales comprensibles para los habitantes de una región o país. Fungían como recordatorio de pertenencia a una comunidad basada en la creencia en dichos dioses y diosas y en un orden establecido. Las divinidades existen, tienen estas formas, cuentan con poderes, nos vigilan, se inmiscuyen en los asuntos humanos y pueden castigarnos o premiarnos. Este es el discurso que está detrás de los monumentos a los dioses. Una convención que rebasa lo estético y se adentra en el inconsciente colectivo de una sociedad específica. Atentar contra el monumento significaba atentar contra dicha convención. Pero esta convención no es eterna. Una estatua de Apolo significa para nosotros una obra escultórica digna de admiración y, en el caso de los especialistas, de estudio. Pero nada más.

                Lo mismo ocurre con estatuas o bustos de estadistas y emperadores del mundo grecorromano. El emperador Octavio Augusto mandó erigir esculturas de su figura para colocarlas en todas las provincias del imperio. ¿Lo hizo por ególatra? Tal vez lo era, pero no lo hizo por eso. Después de años de guerras civiles, para Octavio era vital mandar un mensaje a todos los rincones del imperio sin tener que viajar: “yo soy quien manda ahora”. Los monumentos se convirtieron en un símbolo del poder y el orden político. Así como una comunidad tenía en las estatuas de dioses el recordatorio de la creencia compartida, con la escultura del gobernante no sólo se enteraba de quién mandaba a la distancia sobre el territorio, observaba la materialización del orden político. Por eso poco importaba que las estatuas de Augusto se parecieran a él. Incluso la alteración servía para resaltar o crear rasgos. Pero esos monumentos podían perder sentido con el cambio de emperador o de régimen, sobre todo cuando las transiciones se daban con el asesinato del mandamás. Y sus estatuas eran derribadas o retiradas, al igual que los monumentos erigidos bajo la orden de él para resaltar cierta divinidad o virtud. El nuevo monarca llegaba con sus propios símbolos.

                Con el tiempo, ya no sólo los monumentos de dioses y gobernantes poblaron el espacio público. Durante la Baja Edad Media y el Renacimiento comenzaron a aparecer en las plazas y calles las figuras de santos, aristócratas, comerciantes, navegantes, conquistadores, fundadores de ciudades, artistas… personalidades cuyos actos reflejaban los valores y la visión que el orden político de una ciudad o un país tenía interés en destacar. Una estatua de un conquistador español en México no es un “homenaje” a su vida y obra; es la materialización de una manera de ver la realidad y la historia: la manera de los que impusieron su civilización sobre la de otros. Los monumentos en honor a Colón refuerzan en el espacio público el discurso de que los europeos “descubrieron” un “nuevo” continente a finales del siglo XV, lo cual, sabemos hoy, no es del todo cierto. Pero esto último no es importante. Lo importante es que, para un sector específico de las sociedades americanas identificado con las élites políticas y económicas, las estatuas de Colón y los conquistadores simbolizan valores y visiones compartidas, como el caso de los blancos conservadores de Virginia que se opusieron al retiro de la escultura de Lee. Si esos valores y visiones pierden vigencia por la irrupción de otros sectores de la sociedad como actores políticos en el espacio público, es natural que se cuestione la permanencia de los símbolos.

                Ocurrió con el derribo de la estatua de Diego de Mazariegos en San Cristóbal de las Casas en 1992. Sucedió con el derribo de los monumentos a Lenin cuando se derrumbó la Unión Soviética. El orden cambió y los antiguos símbolos perdieron sentido. Pero ¿qué hacer entonces? Primero, reconocer que el retiro de un monumento no necesariamente cambia la realidad; la discriminación sigue existiendo en Chiapas como el autoritarismo en países de la antigua esfera soviética. Luego, entender que un monumento no es una oda a la “bondad” de una persona, es un convencionalismo, un símbolo. Después, aprender de lo que han hecho otros: en vez de destruir los monumentos de la época nazi, Alemania los ha retirado de plaza y calles para ponerlos en un museo y observarlos como recordatorios de un pasado atroz que existió. Por último, construir nuevos símbolos, llenar de otros contenidos el espacio público que resignifiquen a la comunidad porque, de no hacerlo, se corre el riesgo de restar sentido a nuestras sociedades.

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Arturo G. González

Soy adicto a saber y descubrir algo nuevo todos los días. Me obsesiono con tratar de entender el mundo y la época que me tocó vivir. No puedo escapar a la necesidad de comprender por qué nuestra civilización es como es, y para ello leo noticias, opiniones, artículos de análisis y libros; escucho música y veo cine. Creo que el pasado vive en el presente, y que el presente es la pieza clave del futuro. Te invito a este viaje de pensamiento y descubrimiento cotidiano. Esta es mi visión del mundo.