Por Arturo G. González
“¿A qué esperamos reunidos en el foro? / A los bárbaros que deben llegar hoy… / ¿Por qué esta repentina perplejidad, esta confusión?… / Porque ha caído la noche y los bárbaros no han llegado. / Y algunos de nuestros hombres recién llegados de la frontera dicen que ya no hay bárbaros. / ¿Y ahora qué va a ser de nosotros sin los bárbaros? / Aquellas gentes eran una especie de solución.” Constantino Cavafis nació en Alejandría en la segunda mitad del siglo XIX y murió seis años antes de la Segunda Guerra Mundial. Entre su rica creación poética destaca el poema Esperando a los bárbaros, del cual se extraen los fragmentos que abren este texto. Cavafis recupera en sus versos el pasado mítico e histórico de la civilización grecorromana y le imprime una nueva mirada, una mirada moderna. Esperando a los bárbaros muestra a una Roma en decadencia que aguarda deseosa el arribo de otra oleada de pueblos bárbaros invasores para resolver los problemas que al imperio aquejan. El poeta alejandrino rompe deliberadamente con la visión tradicional historiográfica occidental que coloca a los bárbaros como una de las causas principales de la caída del otrora poderoso Imperio romano. En su lugar, pone a los invasores en la posición de salvadores… hasta que desaparecen. Sin decirlo explícitamente, Cavafis sugiere que todos los bárbaros han sido ya incorporados al imperio. Ya no hay más. Ahora, todos ellos, forman parte del mundo civilizado, o, mejor dicho, son la civilización.
Constantino invierte de forma magistral una de las dicotomías que han marcado la visión de las grandes potencias sobre el pasado y el presente. Es un lugar común en las naciones más desarrolladas del orbe creer que sus sociedades son la antonomasia de la civilización. Fuera de ella, sólo habitan los bárbaros. Los bárbaros que son los “otros”, es decir, aquellos que no son “nosotros”. Que no hablan ni viven como nosotros, ni entienden ni comparten nuestros valores y cultura. Desde una posición de superioridad, cargada de racismo y clasismo, los estados civilizados consideran a los pueblos bárbaros inferiores. Pero no sólo eso. También representan una amenaza. La civilización mira con desconfianza y temor al mundo barbárico porque cree que éste anhela apoderarse de las ventajas de aquella. Es decir, en la mente de un civilizado, los bárbaros quieren alcanzar nuestros privilegios y despojarnos así de lo que nos diferencia de ellos. Pero Cavafis desnuda sutilmente en sus versos la trampa de este pensamiento, evidencia su hipocresía: los bárbaros siempre cruzan las fronteras, porque los civilizados los necesitan, aunque muchas veces no lo reconozcan y hasta levanten muros y desplieguen tropas para frenarlos. Porque los bárbaros siempre son una especie de solución para las grandes potencias.
El concepto bárbaro nació en la antigua Grecia, a la que Occidente considera su cuna. Su significado etimológico es “el que balbucea”. Es decir, el que dice algo que no se entiende. Para los griegos, bárbaros eran todos aquellos que no hablaban la lengua griega. Y, por extensión, no compartían su cultura ni forma de vida. Bárbaros eran los fenicios, de quienes los griegos tomaron el alfabeto. También los egipcios y babilonios, de quienes aprendieron conocimientos matemáticos y astronómicos. Los lidios, que inventaron la moneda. Y los persas, que desarrollaron las carreteras y el servicio postal. Más tarde, los romanos hicieron suya la definición y, ¡oh, ironía!, llamaron bárbaros a los griegos. Y esta ironía refleja un aspecto central del concepto de barbarie: su relatividad y subjetividad. Los cultos griegos consideraban bárbaros a los vulgares romanos, aunque luego éstos terminarían por integrarlos a su extenso imperio mediterráneo invirtiendo así la ecuación. Fueron los ciudadanos de Roma quienes ampliaron la definición hacia aquellos pueblos que, desde su perspectiva, poseían un grado de civilización inferior. El Imperio romano era un imperio de carácter universal; dentro de él había grupos de población con cultura, idioma y tradición histórica diferente. El contrario del bárbaro era el ciudadano, el hombre civilizado, de origen latino. Conforme el imperio se expandió y cohesionó, la ciudadanía se amplió a gente que no tenía ese origen, pero que aceptaba el dominio de Roma, sus leyes y costumbres oficiales. Poco a poco, los bárbaros fueron sólo aquellos que habitaban al otro lado de las murallas.
Algo similar ocurrió en la primera China imperial. Dice mucho que la construcción de la Gran Muralla haya iniciado inmediatamente después de que el poder se centralizó en manos de un emperador en Asia Oriental. Los primeros emperadores chinos no sólo pretendían demarcar su dominio y levantar una estructura defensiva, buscaban crear una frontera que fuera física y simbólica a la vez. Lo hizo también Roma en la época de Adriano, el emperador que decidió que el imperio no podía expandirse más. Dentro de las murallas, la civilización; fuera de ellas, la barbarie. En el caso de China, los bárbaros eran los hunos, una confederación de pueblos nómadas y seminómadas de las estepas euroasiáticas que luego llegarían también a Roma. La imagen típica del bárbaro feroz, terrible, sucio e inculto viene de esta época. Pero estos adjetivos bien pudieran usarse también desde la perspectiva de otros pueblos para definir a las legiones romanas que invadieron y asediaron Grecia, Egipto, Asia Menor y Siria-Palestina, como a las tropas chinas que expandieron el imperio hacia el sur y el oeste. El calificativo trae la referencia moral de quien lo utiliza.
Las potencias europeas que se lanzaron a la conquista de los océanos a partir del siglo XV para construir imperios coloniales en “nuevos” continentes, consideraban bárbaros a quienes habitaban las tierras que ellos anhelaban poseer. Poco a poco surgieron otros términos nacidos de las ciencias sociales modernas europeas: primitivos y salvajes. O, más recientemente, originados en el ámbito de la política imperialista y hegemonista: subdesarrollados y tercermundistas. Formas distintas de decir bárbaros. Los imperios coloniales que tenían su centro en Europa definieron las fronteras de la civilización entre territorios y dentro de los mismos. La India formaba parte del Imperio británico; y en ese sentido estaba dentro, aunque de manera marginal, de la civilización. Pero dentro del Imperio había distinciones importantes que ponían a los ciudadanos británicos por encima de los habitantes de los países colonizados. La supuesta superioridad que los blancos europeos se atribuían frente a los pueblos bárbaros de América, África, Asia y Oceanía, se convirtió en la justificación ideológica para cometer actos de barbarie contra las poblaciones aborígenes, como el saqueo, la esclavitud y el genocidio.
Tras la Segunda Guerra Mundial, el orden colonial comenzó a desmoronarse. La participación de numerosos habitantes de las colonias de los imperios europeos de ultramar en los ejércitos de los bandos enfrentados, motivó la exigencia de la ampliación de los derechos de ciudadanía. Si, por ejemplo, los indios habían aportado sudor y sangre para apoyar a Reino Unido y sus aliados en su lucha contra la Alemania nazi y su eje, lo justo era que las autoridades británicas correspondieran brindándoles a todos los pobladores del imperio los mismos derechos. Pero no ocurrió así. Buena parte de las luchas de independencia de las naciones africanas y asiáticas durante el siglo XX fueron primero demandas de los sectores periféricos de pertenecer a los imperios coloniales en igualdad con los ciudadanos de las metrópolis. Al no obtener respuesta, los países de la esfera colonial decidieron romper los lazos políticos con las potencias imperiales. Los “bárbaros” ya no querían pertenecer al orbe civilizado, querían independizarse de él y seguir su propio camino. Así nació el Tercer Mundo, conformado por aquellas naciones de América, Asia y África que se desprendieron de los imperios europeos en el siglo XIX y XX, frente al Primer Mundo, liberal y capitalista, y el Segundo Mundo, estatista y socialista.
Pero el tren se descarriló pronto. La mayoría de los estados independientes no contaban con la infraestructura ni los recursos monetarios suficientes para impulsar su propia ruta de desarrollo. Más aún, su autonomía política no se tradujo en una independencia económica. Por el contrario, el capital y las empresas de Europa y Estados Unidos, la nueva gran potencia del mundo, aprovecharon la debilidad estructural e inestabilidad de los países de reciente creación para aumentar su rentabilidad extrayendo materias primas a bajo costo, utilizando la mano de obra barata y colocando sus excedentes financieros en forma de créditos para las élites políticas y los gobiernos del antiguo orden colonial; créditos que se convirtieron en pesadas deudas para unos pueblos que quedaron inmersos en un ciclo de pobreza, inestabilidad y dependencia económica. Los civilizados que no quisieron compartir su civilización en igualdad de derechos con los bárbaros, ahora se aprovechaban de ellos de una forma distinta.
La historia reciente de buena parte de los estados nacionales del llamado Tercer Mundo está plagada de relatos sobre saqueos, guerras civiles, revoluciones, crimen organizado, élites corruptas, tráfico de personas, abusos, terrorismo, genocidios, creciente desigualdad, concentración de riqueza, crisis financieras, etc. La intervención de Occidente en Oriente Medio desde el fin de la Primera Guerra Mundial es una clara muestra del fracaso del supuesto impulso modernizador. La lógica de las ganancias rápidas y abundantes terminó por imponerse. Y el desastre ha provocado una nueva ola de migración, de norte a sur y de este a oeste, de ciudadanos latinoamericanos, africanos y asiáticos que no encuentran en sus países de origen las condiciones de seguridad, bienestar, prosperidad y gobernanza que necesitan. Entonces, miran a Europa y a Norteamérica como esa oportunidad que no tienen. Y arriesgan la vida. Y muchas veces la pierden. Y son discriminados, violentados, marginados, abusados. A los ojos de muchos de los pobladores de los estados civilizados, esos inmigrantes son los nuevos bárbaros a los que “hay que temer”. Frente a ellos, como en la antigüedad, las potencias levantan muros, colocan cercas, despliegan ejércitos. Lo hacen también aquellos países vasallos que aspiran a formar parte del club exclusivo.
El acto poético de Cavafis, que desnuda la hipocresía de los civilizados frente a los bárbaros, es hoy más vigente que nunca. Es necesario un cambio de mirada sobre la civilización y la barbarie. Asumir las contradicciones que existen en el discurso y la realidad de las naciones centrales desarrolladas, y su corresponsabilidad en la agudización de las contradicciones que a su vez anidan en los países periféricos subdesarrollados. Entender que en aquello que llamamos civilización también habita la barbarie como actitud que somete, destruye, separa y violenta. Y que la barbarie más peligrosa es la que perpetran quienes más poder tienen por más civilizados que parezcan. Hace siglos un rey de nombre Alejandro intentó unir a Oriente y Occidente en un solo imperio y para ello construyó decenas de ciudades, una de las cuales, Alejandría —la pequeña patria de Cavafis— concibió el centro de saber y conocimiento más grande de la Antigüedad, un museo y una biblioteca como nunca antes se había visto. Ese mismo rey, ebrio de poder, prendió fuego a Persépolis, la monumental capital del Imperio persa, en donde se encontraba reunido todo el acervo del zoroastrismo, la religión de los persas. La barbarie habita dentro de la civilización.
Este y otros pasajes están narrados en el ensayo El infinito en un junco, de la aragonesa Irene Vallejo, una exquisita lectura recomendada por una amiga “del futuro” llamada Patricia. En uno de los capítulos, la autora dedica varios párrafos a Heródoto, ese “adelantado de la globalización” que escribió la primera Historia que se conoce como tal, con una mirada abierta, consciente de la otredad y enfocado en desentrañar las causas del que quizá sea el primer conflicto bélico de carácter mundial de la historia. “En palabras de Jacques Lacarrière —escribe Vallejo—, Heródoto se esforzó por derribar los prejuicios de sus compatriotas griegos, enseñándoles que la línea divisoria entre la barbarie y la civilización nunca es una frontera geográfica entre diferentes países, sino una frontera moral dentro de cada pueblo; es más, dentro de cada individuo”. Cuando tememos a los bárbaros, nos tememos a nosotros mismos. Porque en nuestras entrañas viven y conviven barbarie y civilización.
2 Responses
¡Excelente Arturo! Cómo fuiste hilando desde el extraordinario Cavafis, pasando por Vallejo para llegar hasta nuestros días, en que claramente seguimos siendo bárbaros de primera o de segunda, pero bárbaros al fin. ¿Hay esperanza?…
Gracias por la mención
Yo creo que sí hay esperanza.
Poco a poco vamos ampliando la mirada.
Gracias por tu lectura y comentario, Patricia.