Por Arturo G. González
En una entrega anterior propuse que los orígenes de la globalización pueden remontarse hasta mediados del tercer milenio antes de nuestra era, cuando el Imperio acadio en Mesopotamia, el Reino Antiguo de Egipto en el Valle del Nilo y las ciudades-estado del Valle del Indo crearon el primer sistema internacional de comercio entre estados, con rutas relativamente constantes y un intercambio de bienes e ideas que afianzó los primeros procesos civilizatorios y de acumulación de poder y riqueza. Planteé cómo este primer modelo mundializado llegó a su fin por diversas causas, y cómo un milenio después de haber surgido se inició un nuevo proceso de interacción centrado en las rivalidades de los Imperios hitita y egipcio a finales del segundo milenio antes de nuestra era.
Una serie de desastres multifactoriales hundió un orden mundial que abarcaba desde el mar Egeo hasta la meseta del Indostán, y desde Armenia hasta Nubia. La expansión del Imperio persa aqueménida desde el siglo VI a. C. hasta el surgimiento de las monarquías helenísticas tras la conquista de Alejandro III de Macedonia a finales del siglo III a. C., abrió el más grande proceso de intercambio cultural y comercial hasta entonces visto en un espacio de gran diversidad de pueblos que habitaban y se movían desde el Mediterráneo Oriental hasta el Valle del Indo. En los extremos de ese mundo integrado emergerían dos nuevos poderes que reconfigurarían el orbe civilizado y lo ampliarían hasta abarcar la franja media de la gran isla mundial que es Eurafrasia.
La integración de la gran isla mundial
Es común encontrar juicios positivos entre los historiadores sobre el siglo II d. C., principalmente enfocados en el Imperio romano, que alcanzó entonces su máxima extensión y apogeo. No obstante, estas valoraciones pueden extenderse a todo el mundo conocido, desde las costas atlánticas de Europa y África del Norte hasta el litoral del Pacífico en Asia. Se trata de, a simple vista, una época de estabilidad política y relativa prosperidad económica articulada sobre rutas terrestres y marítimas de intercambio comercial, comúnmente conocidas bajo el nombre singular de la Ruta de la Seda. Además de Roma y su imperio, en ese orbe convivían y competían otros poderes como Partia en Oriente Medio, la India de los Kushán y el Imperio chino, estados que llevaban ya varios siglos concentrando poder mientras absorbían pueblos y territorios que se iban integrando a un sistema mundial de proporciones nunca antes vistas.
Los propios procesos internos de cada uno de los dos imperios dominantes, Roma y China, pueden ser considerados como mundializaciones en sí mismas: pueblos de muy diversos orígenes bajo un mismo orden político con rasgos cada vez más comunes dentro de una economía integrada que beneficiaba a una élite que podía moverse con cierta facilidad por extensos espacios. El símbolo de esta “globalización” fue la seda, esa lujosa tela china que maravilló a los ricos romanos y que representó el que quizá sea el primer déficit de la balanza comercial que se ha documentado. Así como la seda transitaba de este a oeste, el oro fluía de oeste a este. En este mundo inusitadamente conectado no sólo las mercancías y las materias primas circulaban profusamente por rutas de navegación recorridas por barcos cada vez más grandes y veloces, y carreteras y caminos transitados por caravanas de hombres y animales de transporte, también los inventos y las ideas iban y venían. El cristianismo, el budismo, el zoroastrismo, el judaísmo y las filosofías de distintas escuelas se afianzaron y expandieron gracias a los libros y los movimientos de personas, a pesar de las persecuciones emprendidas por algunos gobernantes. La ciudad dejó de ser un espacio excepcional para convertirse en el punto de referencia de la civilización y sus beneficios.
Este mundo integrado en apariencia tan próspero y estable llegó a su fin entre los siglos III y VI. En el cuadro de la desarticulación (que describo con más detalle en la entrada de este blog titulada Crónica de una crisis mundial) es posible encontrar crisis económicas y sociales, guerras internacionales, rebeliones, pandemias, autoritarismos, proteccionismos y sustitución de valores viejos por nuevos… hasta la irrupción de nuevas fuerzas procedentes, una vez más, de la periferia de orbe civilizado. Los pueblos germánicos, los nómadas esteparios de Asia Central y las tribus árabes hacen su aparición en la historia aprovechando y acelerando la caída del orden mundial para, de sus ruinas, construir otro.
Así llegamos al siglo IX, el gran siglo de la civilización islámica impulsada por el Califato Abasí que restableció la unidad del Mediterráneo y Oriente Medio. Si hemos de definir a esta era por nombres propios, debemos iniciar por el legendario califa Harún al Rashid, inmortalizado en Las mil y una noches. Pero también es la época de Carlomagno, el emperador cristiano que creó una nueva versión del Imperio romano de Occidente; Nicéforo I, rival de los dos anteriores y autócrata que intentó restablecer las fronteras del alicaído Imperio romano de Oriente; Govinda III, el gran rey conquistador de los Rashtrakutas de Manyakheta en el triángulo de Kannauj en la India, y Xianzong, el último emperador fuerte de la dinastía Tang de China. Dos rasgos destacan de esta nueva época de mundialización: el renovado auge de la Ruta de la Seda y una actividad cultural e innovadora de gran relevancia que se alimentó del intercambio comercial entre Oriente y Occidente.
En el caso del Califato Abasí, con su centro intelectual ubicado en la Casa de la Sabiduría de Bagdad, se desarrollaron disciplinas como filosofía, astronomía, álgebra, mecánica, arquitectura, medicina, entre otras. En la China de los Tang, y desde su capital Chang’an (la ciudad más grande del planeta en esa época), la ingeniería, la química y la cartografía tuvieron grandes avances junto con la medicina, la arquitectura y la literatura. El papel, la imprenta, los relojes mecánicos, los números “arábigos” (que en realidad son indios), los molinos de viento, la pólvora y la brújula son inventos de Oriente que Occidente pudo conocer y perfeccionar durante la “globalización” hegemonizada por los imperios musulmán y chino. Aquella época nos demuestra que la innovación no es un fenómeno exclusivo de la llamada Edad Moderna.
La decadencia de las civilizaciones islámica y china abrió paso a una nueva potencia que, una vez más, surgiría de la periferia del orbe “globalizado”. Esta potencia es el Imperio mongol que con un ejército de jinetes incansables e implacables crearía en el siglo XIII el dominio territorial continuo más grande de la historia. Los kanes llegaron a conquistar la mitad del mundo conocido: prácticamente toda Asia, lo que hoy es Rusia y hasta las puertas de Europa. Los mongoles no sólo fueron grandes guerreros, sino que demostraron una astucia política que pocos creían que tuvieran. Protegieron y facilitaron el tránsito caravanero y marítimo, fomentaron el comercio con una Europa que empezaba a demandar cada vez más bienes y respetaron el intercambio de ideas, incluso las religiosas. El siglo XIII fue testigo de un complejo sistema de mundialización en el que, de acuerdo con la tesis de la socióloga Janet Abu-Lughod, se concatenaban espacios geográficos diversos, como el centro de Europa, el Mediterráneo Oriental, Oriente Medio, Asia Central, Asia Meridional y Oriental.
El eje de esta “globalización” al estilo mongol fue, nuevamente, la Ruta de la Seda. Uno de los testimonios más ricos de este mundo “premoderno” nos lo ofrece el viajero Marco Polo, quien, según su relato, recorrió la mencionada ruta y llegó hasta la corte en Cambulac (Pekín) del mismísimo Kublai Kan, el gobernante más poderoso de la Tierra. Otro viajero que describió este mundo interconectado, ya en el siglo XIV, fue Ibn Battuta. De una forma similar a la que China ha aprovechado la globalización de los últimos 40 años para expandir su economía, las ciudades del norte de Italia se beneficiaron del sistema mundial del siglo XIII monopolizando el comercio en la etapa mediterránea de la Ruta de la Seda, con lo que comenzaron un proceso de acumulación de riqueza que prepararía el terreno para el Renacimiento y el surgimiento del capitalismo europeo y la burguesía comercial y financiera.
Para Abu-Lughod, el florecimiento de las ciudades y reinos europeos sobre el que se sustentaría la expansión de los imperios coloniales de la era moderna tuvo su origen en la “globalización” propiciada por el dominio mongol. Pero antes de ello, una crisis de enormes proporciones hundió este sistema mundial. A mediados del siglo XIV, la pandemia de peste negra sembró la muerte y el terror a lo largo y ancho de la gran isla euroasiáticafricana, fracturando la confianza y estabilidad que imperaban desde hacía poco más de un siglo. Además, las sequías, las crisis económicas y las guerras alimentaron la incertidumbre. El mundo tardaría otro siglo en recuperarse de esa fractura, para comenzar un nuevo proceso de acumulación e integración, pero ahora desde Europa y con la incorporación de territorios desconocidos hasta entonces, al menos para los que se lanzarían a la conquista de los mismos.
Cuando el mundo se hizo redondo
La primera globalización que abarca territorios de los cinco continentes se desarrolló entre los siglos XVI y XVII, aunque sus antecedentes vienen desde el siglo XV. Los grandes viajes de exploración realizados por los portugueses marcaron el camino a otras potencias europeas que buscaban evitar, primero, la intermediación en el intercambio comercial y, segundo, acceder a las abundantes fuentes de materias primas de Asia y África. Es en estos momentos que se da una conjunción explosiva entre las crecientes capacidades políticas de los estados territoriales europeos y las capacidades financieras de las ciudades italianas para impulsar la navegación más allá del ámbito mediterráneo que, tras la caída de Constantinopla, había pasado a ser controlado por el Imperio otomano, el último gran imperio musulmán de Oriente Medio.
Los contactos con América, un continente que hasta entonces había permanecido al margen de los procesos de integración de la gran isla mundial de Eurafrasia, significaron para los estados europeos la posibilidad de tener acceso a una nueva fuente de recursos a partir de guerras de apropiación territorial y del saqueo sistemático. El oro y principalmente la plata de América financiaron la expansión de las capacidades del Estado en Europa a la par de que ayudaron a enriquecer como no se había visto en un milenio a las élites de dichas sociedades. El proceso de acumulación de riqueza que había iniciado en el norte del Italia se vio potenciado y superado por la inyección de una cantidad inusitada de “nuevos” capitales.
Esta primera globalización de corte europeo se dio primero bajo la hegemonía ibero-genovesa del llamado Imperio español, que a principios del siglo XVII entraría en una crisis que derivaría en una guerra mundial, la Guerra de los Treinta Años, de la cual surgiría una nueva potencia hegemónica: la República de Siete Países Bajos Unidos. Contrario a la Monarquía Hispánica Universal, el Imperio neerlandés no fue un reino centrado en la expansión territorial, sino una oligarquía que buscaba la primacía comercial y financiera. Ámsterdam, evocando en el mar del Norte las pasadas glorias de la Venecia del mar Adriático, se convirtió en la capital económica europea.
Pero la hegemonía política de los Países Bajos en el continente muy pronto sería disputada por Francia, cuya monarquía se encontraba en plena fase absolutista y aspiraba a imponer sus intereses sobre el concierto europeo. Las ambiciones de los Luises chocaron con el poder cada vez más asertivo del Imperio británico, que había llegado tarde a la carrera colonialista, pero que estaba ganando terreno rápidamente. Dos nuevas guerras mundiales marcarían el ascenso de Reino Unido a la hegemonía global: la Guerra de los Siete Años, a mediados del siglo XVIII, y las Guerras de Coalición de finales de dicho siglo y principios del XIX. Y aquí es donde ocurre un hecho que marca un parteaguas en la historia mundial.
Mientras el Imperio español invirtió la mayor parte de los recursos que extraía de sus colonias en fortalecer las capacidades militares del Estado para mantener a toda costa la hegemonía, pero sin crear una base económica sólida que le diera una riqueza sostenible, el Imperio neerlandés se concentró en invertir sus excedentes en la expansión de los mercados financieros, divorciando los intereses burgueses del compromiso de fortalecer la República. En el caso de Francia, la riqueza se concentró en una nobleza ávida de prestigio y poder, lo cual propició el descontento de unas clases bajas cada vez más pobres y olvidadas, lo que fue aprovechado por la burguesía para reclamar más espacios en la toma de decisiones y prender la mecha de la Revolución de 1789.
Por su parte, el Reino Unido, con su característica peculiar de insularidad que le aislaba de los vaivenes políticos y militares de la Europa continental, comenzó a invertir sus excedentes de capitales en la construcción de la primera base de industria moderna de la historia. No es fortuito que la Primera Revolución Industrial se haya gestado en territorio británico, las condiciones estaban dadas. El algodón, el carbón y el hierro se convirtieron en los recursos que llevaron al Reino Unido a construir el imperio marítimo más grande de la historia, un imperio que ya muy entrado el siglo XIX se movía a la velocidad del ferrocarril y el buque de vapor, y se comunicaba hacia dentro y hacia fuera a través de los cables de telégrafo, el internet de la época.
Pero esta globalización hegemonizada por el Imperio británico comenzó a entrar en crisis a finales del siglo XIX, una crisis que se prolongó hasta la primera mitad del siglo XX y que tuvo sus puntos más violentos con las dos guerras mundiales y la Gran Depresión sucedidas entre 1914 y 1945. Es de este largo proceso destructivo que surgirá una nueva potencia, Estados Unidos, que marcará con su hegemonía la globalización que hoy da visos de estar muriendo, mientras en el horizonte oriental se asoma una nueva potencia.