Por Arturo González González
Dos países han marcado la política de Europa en los últimos 20 años: Alemania y Rusia. Dos personajes han sido protagonistas de dicha política: Angela Merkel y Vladimir Putin. Sin la acción de ambos no se puede entender la realidad europea del presente siglo. Pero sus existencias no son las vidas paralelas que narró Plutarco hace 1,900 años en las biografías que comparaban personajes griegos y romanos con rasgos parecidos. Las trayectorias de Merkel y Putin trazan dos líneas perpendiculares que se cruzan en un punto sólo para alejarse nuevamente. La canciller federal alemana ha decidido dejar el poder tras 16 años de mandato, consciente de sus limitaciones actuales y de la necesidad de una renovación del liderazgo de la primera potencia de la Unión Europea. El mandatario ruso, en contraste, cree que su país no está preparado aún para continuar sin él, luego de 22 años en el poder, 18 como presidente y cuatro como primer ministro.
Cuando Merkel asumió el cargo en 2005, Putin se encontraba en el segundo año de su segundo periodo. En Alemania, la cancillería federal equivale a la jefatura de Gobierno con amplios poderes internos y externos en una república parlamentaria. En Rusia, la presidencia de la Federación equivale a la jefatura de Estado con la máxima representación hacia el exterior y todo el poder sobre el gobierno en una república semipresidencialista. Merkel proviene de las filas de la Unión Demócrata Cristiana, un partido de centroderecha con ideología política conservadora, pero visión económica liberal. Putin es la cabeza del Frente Popular Panruso, una coalición también de centroderecha, pero con fuerte carga nacionalista en lo político y estatista en lo económico. La relación entre ambos mandatarios ha sido complicada, no obstante, Merkel es la figura política de la UE que más se entiende con Putin por varios factores, entre ellos, que él habla alemán tan bien como ella habla ruso. Los dos representan los regímenes políticos más estables y duraderos entre las potencias de Europa.
Merkel, nacida en 1954 en Hamburgo, la segunda ciudad más importante de Alemania Occidental, es hija de la Guerra Fría. Formada en el seno de una familia luterana, vivió en Alemania Oriental y conoció el régimen comunista respaldado por la URSS. Su educación es estrictamente científica y su incorporación a la política ocurre en los 70, cuando se une a la Juventud Libre Alemana, una organización oficialista y comunista. Tras la caída del muro de Berlín en 1989 se adhiere al partido Despertar Democrático, de corte demócrata cristiano, que propugnaba la rápida unificación de Alemania, y del cual Merkel fue vocera hasta la fusión con la UDC. En 1990 se celebraron las primeras elecciones democráticas tras la unificación y Angela Merkel fue electa como diputada de la Bundestag, la cámara baja de Alemania. A partir de ahí comienza una carrera que la llevará en 2005 a convertirse en la primera mujer en ocupar la cancillería federal.
Como canciller, Merkel tuvo que hacer frente a la crisis económica de 2008, la más fuerte desde 1929, y la crisis del euro que llevó al borde de la quiebra a economías como la de Grecia, país que tuvo que ser rescatado bajo la imposición de severas medidas de austeridad impulsadas por la canciller federal. En política energética, Merkel operó un viraje de 180 grados tras la crisis nuclear de Fukushima, Japón, en 2011, que reveló nuevamente los peligros de la energía atómica, y tras la cual propuso la desnuclearización de Alemania, lo que significó un aumento de la dependencia del gas procedente de Rusia. También tuvo que hacer frente al creciente desafío ruso tras la anexión de Crimea, promoviendo sanciones económicas y diplomáticas contra Moscú, mientras negociaba la construcción de un nuevo gasoducto, Nord Stream 2, que llevaría gas de Rusia a Alemania sin cruzar por Europa Oriental. En los últimos años ha defendido la unidad de su país y de la Unión Europea tras la salida del Reino Unido, los embates del expresidente estadounidense Donald Trump, la crisis migratoria y la pandemia de Covid19. Tal vez uno de los factores que llevó a Merkel a desistir de competir en las elecciones para renovar su cargo es el resurgimiento del nacionalismo y neonazismo en varios estados. La canciller parece consciente que ante tal desafío se requiere un liderazgo más fresco y acorde a los nuevos tiempos de Alemania, Europa y el mundo.
Al igual que Merkel, Vladimir Putin es hijo de la Guerra Fría. Cuando el Muro de Berlín cayó y Merkel se estaba adhiriendo a las nuevas fuerzas democráticas alemanas, Putin se encontraba desplegado en Dresde, Alemania Oriental, como parte de la delegación del KGB, el servicio de espionaje soviético. Hijo de padres humildes y nacido en 1952, dos años antes que Merkel, Putin vino al mundo en Leningrado (hoy San Petesburgo), la segunda ciudad más importante de la extinta URSS. Estudió derecho y se incorporó muy joven al servicio secreto. En contraste con la científica y activista Angela, Vladimir entró en política como soldado del régimen en las entrañas del sistema, a la sombra de los reflectores. Tras el desplome de la URSS, Putin se afincó en San Petesburgo, en donde se incorporó a la vida institucional del ayuntamiento. De ahí saltó al gobierno de Boris Yeltsin, quien lo nombró primero director del Servicio Federal de Seguridad (sucesor del KGB) y luego presidente interino, cuando anunció su renuncia en diciembre de 1999. Así, siendo un perfecto desconocido, Putin se convirtió en mandatario de una alicaída potencia.
La tarea de Putin estuvo clara desde el principio: hacer grande a Rusia otra vez. Y para ello lo primero que hizo fue marcar distancia con su antecesor, que mostraba serias debilidades frente a la oligarquía y padecía graves problemas con el alcohol. Putin dio el manotazo en la mesa para poner a los oligarcas bajo su control, recuperó la rectoría de la industria energética con la que apalancó una década de crecimiento económico sostenido. Aplastó todo indicio de separatismo, eliminó las insurgencias y grupos terroristas y ensayó en su primer periodo un acercamiento con Occidente que fracasó tras la crisis de 2008. Luego del impasse de 2008-2012, en el que fungió como primer ministro, Putin volvió a la presidencia para endurecer aún más los controles y aumentar las capacidades de las fuerzas armadas rusas. A la par, ha ido eliminando a sus posibles rivales dentro y fuera de Rusia, mientras que ha desplegado una estrategia de desequilibrio en Occidente basado en la injerencia velada en asuntos políticos de EUA y Europa, y con la intención recuperar el antiguo espacio vital ruso en Europa del Este. Merkel deja a Alemania y la UE en momentos en el que Putin refuerza la proyección de poder de Rusia sobre Occidente, armada con nuevos misiles hipersónicos, cargada con enormes reservas de gas y cada vez más cercana a China.