Turbulencias en los patios de Rusia

Arturo González González

“Quien domine Asia Central, dominará Eurasia; y quien domine Eurasia, dominará el mundo”. Cada vez que hay alteraciones en el orden de los países centroasiáticos, resuenan las palabras que el geógrafo y político británico Halford John Mackinder dijo en 1904 dentro de su teoría geopolítica conocida como el corazón del mundo (heartland). Dicha teoría ha influido en analistas internacionales y gobiernos a la hora de entender las motivaciones y devenires de los gobiernos en esta región del planeta. El corazón del mundo abarca un territorio que puede ir desde las fronteras de Polonia y Rumania en Europa del Este hasta los límites occidentales de Mongolia y China en Asia Oriental, pasando por Bielorrusia, Ucrania, Rusia, Kazajistán y Afganistán, entre otros estados. Imposible ignorar la teoría de Mackinder en medio de los acontecimientos recientes registrados en los países de la antigua esfera soviética, y de cara a la cumbre que sostienen este 10 de enero en Ginebra los gobiernos de Estados Unidos y la Federación de Rusia, las dos superpotencias nucleares del mundo, para dialogar sobre la tensión en Ucrania y otros temas que tocan los intereses geopolíticos de ambos estados, el Reino Unido y la Unión Europea. La historia del orbe está pasando frente a nuestros ojos; la estabilidad global depende de lo que ocurre en Eurasia. Pero, ¿por qué Eurasia es tan importante? Y ¿qué tiene que ver con lo que ocurre en Bielorrusia, Ucrania y Kazajistán?

Desde hace dos milenos el corazón del mundo ha sido una región vital de encuentros, flujos e intercambios que han definido el destino de civilizaciones. De sus grandes estepas han procedido los pueblos que han reconfigurado los espacios civilizatorios del Asia Occidental-Meridional y la Europa mediterránea: cimerios, escitas, sármatas, hunos, mongoles y turcos, entre otros. En esa zona se construyó la primera gran ruta comercial que abarcó tres continentes: la Ruta de la Seda. Gracias al intercambio de las caravanas centroasiáticas, la Europa mediterránea y el África del Norte pudieron entrar en contacto con Asia Oriental, en una especie de “globalización” a ritmo más lento que el visto ahora. Quien controlara o accediera a esas rutas podía tener a la mano no sólo riquezas materiales, sino también bienes culturales de gran valor, como concepciones religiosas, información, ideas filosóficas, inventos, etc.

Tiempo después, el Imperio británico, la superpotencia del siglo XIX, hizo de Asia Central uno de los principales objetivos de su doctrina geopolítica, misma que lo llevó a enfrentarse con el Imperio ruso, y que permeó en otras potencias hasta el siglo XX, entre ellas EUA. El petróleo dio una nueva razón a Occidente para involucrarse en la zona y tratar de controlar el acceso a sus recursos. Para la URSS -igual que para la Rusia zarista- el corazón del mundo formaba parte de su espacio vital que debía controlar para alejar el riesgo de posibles invasiones o ataques. El colapso del Imperio soviético en 1991 significó una gran oportunidad para EUA de tomar posiciones en toda la región. Bajo esta óptica hay que revisar las intervenciones en Irak, Afganistán y Siria, las expansiones de la OTAN hacia Europa Oriental y los intentos de injerencias en el espacio postsoviético.

Para el presidente ruso Vladimir Putin el control de la región es un asunto de vida o muerte. Desde la perspectiva de Moscú, la incorporación de Polonia, Rumania, Chequia, Eslovaquia, Hungría y las repúblicas bálticas a la OTAN y la UE representa una afrenta que pone en riesgo no sólo la seguridad nacional del país, sino su propia existencia. Bajo esta visión, Putin ha tratado de mantener gobiernos afines en varias de las repúblicas exsoviéticas. Una de ellas era Ucrania, hasta 2014 cuando una revolución apoyada por Occidente triunfó para derrocar al gobierno prorruso de Víctor Yanukovich, lo que derivó en la anexión de Crimea por parte de Moscú y la insurgencia prorrusa en el este ucraniano. El Kremlin ha acusado a EUA y sus aliados de tratar de hacer lo mismo en Bielorrusia, en donde Aleksandr Lukashenko mantiene una dictadura subsidiaria de Rusia, que ha apoyado las acciones de represión y “contrainsurgencia” del régimen de Minsk. Además, Putin sospecha que la OTAN quiere usar a Ucrania para instalar bases o misiles que compensen la actual superioridad estratégica nuclear que tiene Rusia con sus armas hipersónicas capaces de llegar a suelo norteamericano en menos de 20 minutos sin ser detectadas por radar alguno. La reacción del Kremlin a estas sospechas ha sido desplegar una extraordinaria cantidad de tropas bien pertrechadas a lo largo de la frontera con Ucrania, lo que hace temer a Kiev, Bruselas y Washington una posible invasión. Esta es la razón central de la cumbre que hoy inicia en Suiza.

Pero en el amanecer de 2022 una nueva pieza se ha incorporado al rompecabezas del corazón del mundo: Kazajistán. Se trata del país exsoviético más grande después de Rusia, y que, junto con Bielorrusia, guarda las más estrechas relaciones con Moscú tras la caída de la URSS. Potencia energética y sede de la plataforma de lanzamiento de los cohetes espaciales rusos, Kazajistán forma parte de todas las estructuras supranacionales creadas por la Rusia postsoviética: la Comunidad de Estados Independientes (CEI), la Unión Económica Euroasiática (UEE) y la Organización del Tratado para la Seguridad Colectiva (OTSC). Para China, Kazajistán también es relevante, ya que está dentro de su gran proyecto geoeconómico, la Nueva Ruta de la Seda, con el que pretende consolidarse como potencia global. Para los analistas del gobierno ruso es difícil no ver en la espontaneidad de las protestas desatadas en Almaty, la antigua capital kazaja, la mano de agentes extranjeros que buscarían distraer al Kremlin de sus objetivos en Ucrania y, de paso, debilitar su posición a la hora de la negociación.

Si bien es cierto que no se pueden soslayar las motivaciones económicas y de política interna de las protestas en Kazajistán, también se debe considerar el hecho de que las manifestaciones son inusitadas en un país que hasta 2019 fue gobernado con mano dura durante tres décadas por un mismo hombre, Nursultán Nazarbáyev, y siempre bajo la mirada del Kremlin. El actual presidente kazajo, Kassym-Jomart Tokayev, parece no dispuesto a soltar el poder y para ello se ha valido de la aplicación de un estado de excepción y de pedir la intervención de Rusia, que ya está en marcha. ¿Podrá Moscú lidiar con dos frentes calientes al mismo tiempo en medio de una escalada de tensión con Occidente? ¿Aumentará Kazajistán su dependencia de Rusia como lo ha hecho Bielorrusia tras las protestas de 2020-2021? ¿Qué papel jugará China? Estas preguntas son claves. Por lo pronto, queda claro que Putin no va a permitir que la situación se salga de control en los patios de Rusia, y que ésta se debilite en el corazón del mundo.

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Arturo G. González

Soy adicto a saber y descubrir algo nuevo todos los días. Me obsesiono con tratar de entender el mundo y la época que me tocó vivir. No puedo escapar a la necesidad de comprender por qué nuestra civilización es como es, y para ello leo noticias, opiniones, artículos de análisis y libros; escucho música y veo cine. Creo que el pasado vive en el presente, y que el presente es la pieza clave del futuro. Te invito a este viaje de pensamiento y descubrimiento cotidiano. Esta es mi visión del mundo.