Por Arturo González González
¿Cuál es nuestro derecho más valioso? Si nos hicieran esta pregunta seguramente mencionaríamos a la libertad entre nuestras primeras tres opciones. La mayoría estaríamos de acuerdo en definir la libertad como la facultad que poseemos para actuar de una manera u otra o de no actuar. Es decir, de hacer lo que nos plazca. Pero, tal vez, empezaríamos a tener diferencias importantes cuando nos cuestionaran para qué queremos la libertad. ¿Para tomar decisiones personales? ¿Para escoger una marca de jabón? ¿Para elegir un empleo, una película, un libro? ¿Para consumir sin límites y generar la basura que queramos? ¿Para comprar drogas o venderlas? ¿Para emigrar de un país a otro? ¿Para restringir el acceso a los inmigrantes a nuestro país? ¿Para decirle a alguien lo que pensamos, incluso si son insultos? ¿Para vociferar en cualquier espacio físico o red virtual sin importar el pánico que se puede generar? No es una pregunta trivial: ¿para qué queremos la libertad? ¿Para participar en la toma de decisiones del Estado? ¿Para elegir a un gobernante? ¿Para proponer o derogar una ley? ¿Para votar si una obra se hace o no? ¿Para decidir si nos vacunamos? ¿Para exigir al gobierno que obligue a todos a vacunarse? ¿Para derrocar a un gobierno? ¿Para reprimir a la oposición? ¿Para votar si debe declararse una guerra? ¿Para pensar que el coronavirus es un invento, aunque la evidencia científica demuestre que es real? Cuando revisamos los detalles de la aplicación y defensa de la libertad, la cosa se complica bastante. Y, en medio de la pandemia, los desafíos medioambientales y las tensiones geopolíticas, este debate es crucial.
Cuando no queremos meternos en honduras decimos que la libertad de uno termina cuando empieza la del otro. ¿En serio? ¿Así de fácil? Muy bien… y ¿quién define esa delgada línea roja? ¿Quién es el árbitro de las libertades? ¿El individuo? ¿Con toda su subjetividad? ¿El Estado? ¿Con toda su abstracción? ¿Dónde empieza mi libertad? ¿Es “aquí” sólo porque yo lo digo? ¿Y si tú, en ejercicio de tu libertad, crees que no es así? Otra vez vemos que el asunto no es sencillo, y se complica aún más cuando ponemos apellidos a la libertad: hablamos de libertad de expresión, económica, sexual, reproductiva, política, social, religiosa, de prensa, de audiencia, de mercado, individual, colectiva, comunitaria, nacional, etc. ¿Qué pasa cuando las libertades se contradicen? Pensemos en un rico del 1 % de la pirámide que acumula una riqueza superior a la suma de toda la riqueza de uno o más países pobres. Él dirá que sólo ejerce su libertad económica. Pero los recursos materiales de los que él se vale para amasar su fortuna son finitos. Y, dada su finitud, acapararlos implica dejar a otros con menos recursos para ejercer esa misma libertad. Entonces, una nación humilde podrá argumentar que la libertad de ese rico violenta la libertad del colectivo. Si a esto sumamos que ese rico posee empresas que se han hecho de propiedades y recursos gracias a la expropiación de tierras de uso comunal de una tribu para luego ser puestas en venta para que el potentado pueda adquirirlas, entonces la controversia queda más clara. Y no es este un caso excepcional.
Si miramos con ojo crítico veremos que los ejemplos de libertades en conflicto abundan. La libertad de movilidad no es la misma para un automovilista que para un transeúnte; incluso, muchas veces, la del primero suprime o restringe la del segundo. La libertad de un inmigrante se enfrenta con la libertad del país que le impide el ingreso. La libertad de entretenimiento sexual de un hombre socava la libertad de una mujer que se ve obligada a vender su cuerpo. La libertad de una empresa de producir artículos que al final se convierten en contaminación afecta la libertad de personas que padecen las consecuencias de dicha polución. ¿Se debe sacrificar la libertad de un individuo para salvaguardar la de muchos? ¿Se puede obviar la libertad de un colectivo para defender la de cada uno de los seres que lo componen? Ejemplos hay muchos. La cuestión es ¿cómo empatar las múltiples libertades? Para comenzar a construir una respuesta, propongo volver a los clásicos.
Aristóteles defiende el ejercicio de una libertad positiva, entendida ésta como la facultad de actuar y participar en los asuntos públicos. Para el filósofo estagirita, el desarrollo de los seres humanos es inconcebible fuera del Estado, que en su época tenía la forma de polis, una ciudad con su entorno más próximo. La sociabilidad del animal humano tiene como consecuencia que su máxima realización la encuentre en el ser ciudadano, ser político en el sentido original del término. Y para serlo, debe ejercer la libertar de sumarse a la toma de decisiones de los asuntos del gobierno. En contraparte, el liberalismo clásico de los siglos XVII y XVIII pugna por una libertad negativa que se expresa en la ausencia de obstrucciones para el cumplimiento del proyecto de cada individuo. Es la libertad que concebimos hoy en la mayoría de las sociedades que se reconocen como democracias liberales que viven bajo economías de libre mercado en donde el individualismo predomina. En términos muy generales, la libertad positiva tiende a crear colectivos fuertes de ciudadanos con pocas diferencias, mientras la libertad negativa hace énfasis en la particularidad del individuo y sus capacidades y, por lo tanto, propicia las diferencias. Es probable que en estas dos miradas encontradas sobre la libertad esté el origen de la contradicción de su ejercicio actualmente. Entonces, ¿es posible ejercer ambas libertades o estamos condenados a tener que escoger una corriente de las dos?
Nuevamente un clásico nos esboza una posible respuesta. En la pluma de Tucídides, autor de la Historia de la Guerra del Peloponeso, Pericles, el estadista ateniense, dice en un célebre discurso: “el armonioso equilibrio entre el interés del Estado y el de los individuos que lo componen, garantiza el desenvolvimiento político, económico e intelectual de la ciudad, protegiendo al Estado contra el egoísmo individual, y al individuo, gracias a la Constitución, contra la arbitrariedad del Estado”. Se lee más sencillo de lo que implica. Ese equilibrio que propone Pericles requiere de destrezas y cualidades que deben ejercitarse todos los días, en lo personal y en lo social. Tenemos que cuestionarnos: ¿qué tanto de lo que hacemos y decimos contribuye a construir ese equilibrio o, por el contrario, a destruirlo y a polarizar y dividir aún más a la sociedad? No es fácil, nunca lo ha sido. Así lo demuestra el hecho contradictorio de que Pericles, defensor de la libertad democrática, era el líder político de una ciudad cuyo esplendor se erigió sobre el ominoso trabajo obligado de miles de esclavos y el terrible silencio público impuesto a las mujeres.