Lo absurdo no es que se hable de una rifa, sino que no se hable igual o más de los asuntos que importan. Detrás de la polvareda de diatribas, apologías y chistes sobre el anuncio táctico disfrazado de ocurrencia del presidente Andrés Manuel López Obrador de rifar el avión presidencial tras el fracaso de su venta y subasta, en estos días ha habido informaciones de mucha mayor importancia que deberían motivar cuando menos la misma atención y discusiones amplias y profundas. Se trata de asuntos relacionados con la salud y seguridad públicas, la justicia y el desarrollo económico, de los que depende el presente y futuro de millones de mexicanos. La facilidad con la que distraemos nuestra atención de lo que resulta importante por aquello que es más estridente nos lleva a descuidar los debates que bien pudieran ayudarnos a evaluar mejor el desempeño de la actual Administración federal y desentrañar su rumbo real.
De entre esos temas importantes destaca la creación del Instituto Nacional de Salud para el Bienestar (Insabi), instrumento con el que, según el discurso oficial, se sustituye al Seguro Popular. Pero es mucho más que eso. Se trata de una estrategia para centralizar los servicios de salud que se brindan, o deberían brindarse, a la población en general no derechohabiente del IMSS e ISSSTE. El argumento oficial es que el Seguro Popular era ineficiente y propicio para actos de corrupción cometidos por Gobiernos estatales. Y no faltan registros que pueden sustentar esta acusación, con lo cual se justificaría el cambio de modelo. El problema es que la propuesta del Insabi nace con críticas fundamentadas sobre su viabilidad, ya que, a decir de algunos especialistas, carece de reglas de operación, manuales, presupuesto suficiente y planeación detallada. La incertidumbre que por sí solo genera se incrementa al considerar las fuertes demoras en la entrega de medicamentos que ha provocado el cambio de estrategia en la adquisición de insumos. Son daños que impactan de forma directa a los pacientes. Es necesario, pues, un debate más amplio sobre aquello que le falta al Insabi para convertirse en una solución auténtica a un problema que sigue estando ahí.
Algo similar ocurre con la reforma que prepara el presidente de la república para transformar, otra vez, el sistema de justicia penal en el país. Si bien la motivación es acertada y hasta obvia -combatir la impunidad y la corrupción en el Poder Judicial-, la propuesta ha despertado serias dudas sobre la pertinencia de su aplicación. Y es que, a decir de varios expertos en la materia, varios planteamientos de la reforma judicial resultan regresivos y redundan en el esquema inquisitorial del que se ha pretendido sacar a la justicia en México. Figuras como el arraigo, que se ha buscado erradicar, y la «presunción de responsabilidad», un contrasentido en los esquemas de los sistemas liberales, levantan cuestionamientos legítimos que deben ser escuchados, al igual que aquellos que apuntan a una posible afectación a la independencia de Poder Judicial y la incursión en actos inconstitucionales. Tras década y media de descomposición de la seguridad y la falta generalizada de justicia, es necesario velar por que esta reforma en verdad contribuya a resolver el problema y no a agravarlo.
Por otra parte, llama la atención que tanto el Insabi como la reforma judicial tengan como común denominador la centralización y concentración del poder en el Ejecutivo federal, las cuales se configuran ya como la apuesta del Gobierno actual para hacer frente a los graves problemas de la república. Una apuesta que, por cierto, está en consonancia con la visión que el presidente tiene de sí mismo y su administración: como «nadie más» puede actuar con probidad, eficiencia y en favor del pueblo, el Ejecutivo federal debe expandir sus responsabilidades, incluso en detrimento de los otros poderes y demás niveles de gobierno.
Un tema que concierne a la seguridad pública, la cual continúa en franco deterioro con un aumento en el número de homicidios y masacres como las vividas en los dos últimos sexenios, es el plan binacional acordado por autoridades de Estados Unidos y México para combatir el tráfico de armas y drogas. En principio, resulta alentador que los gobiernos de ambas naciones asuman una responsabilidad compartida para enfrentar el problema del crimen organizado. No obstante, al revisar los compromisos asumidos, es fácil ver que algunos no superan la ambigüedad de las buenas intenciones y otros son francamente insuficientes. Por ejemplo, se pretende detener el flujo de armas de Estados Unidos a México con la sola aplicación de tecnología «no intrusiva» en la frontera, cuando la mayoría de los especialistas advierten que el problema está en la falta de control en la venta de armas en el vecino país. Este asunto debería discutirse mucho más de este lado para plantear mayores exigencias del Gobierno de México al de Estados Unidos.
Por último, está la aprobación del nuevo tratado comercial entre México, Estados Unidos y Canadá. El aval del Senado estadounidense fue aplaudido por el Gobierno mexicano como un gran logro. Pero esta visión optimista deja de lado dos aspectos importantes: la renegociación del antiguo TLCAN se dio bajo presión, e incluso amenaza, del presidente de Estados Unidos, y no a solicitud de nuestro país; y varios analistas advierten que el resultado de la negociación ha sido más favorable para la gran potencia americana que para México, incluso si se compara el nuevo tratado con el anterior. Básicamente Estados Unidos quiso imponer nuevas reglas y a México no le quedó de otra que aceptar, so pena de enfrentar las represalias de Washington.
Y al igual que lo hemos visto con el tema migratorio, tanto en lo comercial como en la seguridad, el gobierno actual de México mantiene la línea de subordinación a los intereses estadounidenses, en vez de construir un mayor poder negociador que le permita alcanzar planes y acuerdos más beneficiosos para nuestro país. Así que, debajo del ruido de la rifa, vemos a una administración federal que pretende con aparentes buenas intenciones resolver los graves problemas del país que ha heredado, pero con acciones que generan dudas razonables, caminan nuevamente hacia el centralismo y mantienen la sujeción a la línea de Washington. Por eso deberíamos prestar más atención a estos temas y propiciar el debate serio y constructivo en torno a ellos.