Por Arturo González González
En cinco siglos o un milenio, cuando la humanidad (si es que hay todavía) estudie nuestra época, probablemente concluirá que se trató de un tiempo marcado por los demagogos. Y no porque la demagogia sea una característica exclusiva del momento que vivimos, pues ha habido otros tiempos con claros exponentes de ese peculiar ejercicio político, sino porque hoy los demagogos gobiernan en diferentes estados, incluso en aquellos que se asumen como potencias con regímenes democráticos liberales. Pero, antes de seguir, definamos qué es la demagogia.
Además de ser uno de los filósofos de mayor influencia, Aristóteles es, junto con Platón, el primer teórico político de Occidente. Tras analizar decenas de constituciones de ciudades-estado helénicas, el estagirita definió tres sistemas de gobierno: monarquía, aristocracia y democracia, siendo la primera el gobierno de uno; la segunda, de los “mejores”, y la tercera, de la mayoría. A cada uno corresponde una degeneración: tiranía, desviación de la monarquía; oligarquía, de la aristocracia, y demagogia, de la democracia (Andrés Serra Rojas; Teoría del Estado). En su raíz etimológica, demagogia quiere decir conducción o adulación del pueblo; demagogo es, pues, el conductor o adulador del pueblo. Si la democracia es el gobierno del pueblo por y para el pueblo, la demagogia es el dominio tiránico del pueblo ejercido por un conductor o adulador del mismo.
El historiador belga Jacques Pirenne dio más profundidad al término en su amplia revisión de la historia universal hasta el siglo XX, y lo trasladó a distintos contextos. Por ejemplo, en la época que marca la muerte de la república en Roma, en el siglo I a. C., encuentra que quienes peleaban el poder se arrogan la representación exclusiva del pueblo para colocarse por encima de sus adversarios y prevalecer como los únicos gobernantes posibles. Esta visión política, aunada a fuerzas sociales y económicas inerciales, provocó un largo período de cruentas guerras civiles que culminaron con al advenimiento del sistema imperial de gobierno. Octavio Augusto, como demagogo vencedor de la última disputa por el control del Estado romano, se vale de su poder militar y político para concentrar en su figura las antiguas facultades de los cargos elegidos por el pueblo y asumirse como príncipe, es decir, “primer ciudadano”. En palabras de Pirenne, la demagogia conlleva la eliminación de la participación del pueblo en el poder público y la sustitución de la misma por un individuo y su grupo.
Pensémoslo bien: cuando un político o gobernante se asume como la única voz del pueblo, representante exclusivo del cuerpo social, tiende a suplantar la soberanía de ese pueblo con su acción política vertical. Como él, y sólo él, es la expresión de la voluntad de la masa cívica, pierde sentido que ésta participe en las instituciones, las cuales son cooptadas completamente por el gobernante o, en su caso, desaparecidas. Si en la democracia es el pueblo el que se expresa a través de los diferentes componentes del Estado, en la demagogia es el gobernante el que, atribuyéndose la potestad exclusiva del pueblo y su conducción, ejerce el poder. Y como este tipo de gobierno tiende a perder tarde o temprano la legitimidad, no es raro que se busque mantenerla acercándose el favor de otros poderes fácticos o reales, por ejemplo, las fuerzas armadas o los integrantes de un sector de la oligarquía económica.
Una de las características del demagogo es su propensión al victimismo. Ya que se asume como la encarnación de la voluntad del pueblo y su único intérprete, hay quienes intentan descarrilar sus proyectos y poner obstáculos a su misión sublime. Cualquier señalamiento de errores cometidos por su gobierno es tomado por ataque y no merece atención alguna salvo la descalificación y el denuesto. El demagogo se considera víctima de fuerzas oscuras que quieren destruirlo y, en consecuencia, justifica bajo esa mirada su cruzada en contra de esos enemigos y, abierta o veladamente, dicta la sentencia: “quien no está conmigo, está en contra mía”.
Si la polarización socioeconómica fue el caldo de cultivo que le permitió nacer, entonces la polarización política forma parte de su repertorio de estrategias. Y en ese camino, todo se vale: descalificar, exhibir, tergiversar, mentir, azuzar, insultar. Los enemigos pueden ser internos o externos, depende de lo que requiera el momento: un periodista, un medio, una asociación civil nacional o internacional, un político o partido opositor, un empresario, el gobierno de un país extranjero o hasta militantes inconformes que “le hacen el juego al contrario”. Cualquiera que critique o manifieste su desacuerdo con las líneas del demagogo es sospechoso y blanco de la retahíla oficial de descalificaciones.
El demagogo practica la megalomanía: todo lo que ocurre en el territorio que gobierna tiene que ver con él. No puede ser de otro modo. Si alguien se queja porque un servicio falla es porque quiere hacer quedar mal a su régimen. Si un político, dentro o fuera del movimiento oficial, plantea una ruta alternativa para resolver un conflicto, se equivoca y sólo quiere desestabilizar a su gobierno. Si un periodista o medio señala las graves consecuencias de un problema irresuelto, lo que pretende es golpear al gobernante. Si una institución no se ajusta a su visión, debe ser destruida. Porque el único que sabe interpretar lo que el pueblo quiere es él. Y él es el único también que puede resolver todos sus problemas y alcanzar la totalidad de sus anhelos. Es el non plus ultra de la vida pública del Estado. El parteaguas de la Historia. El continuador de la lucha de los viejos héroes y próceres, no importa lo deformada que esté la visión de los mismos.
Como el demagogo es, a la vez, la voluntad popular encarnada, depositario exclusivo de los más nobles sueños del pueblo, único continuador de las luchas sociales más excelsas y primerísima víctima de la reacción y de los enemigos internos o externos más perversos, no existe la posibilidad de una narrativa alterna. Por eso, el demagogo tiene la misión de controlar toda la agenda, acaparar los reflectores y llevar el discurso público a sus territorios. Si algo o alguien rompe el guion, hay que reparar la ruptura de inmediato y retomar el control de la narrativa: lanzar nuevas invectivas, abrir otros frentes, arreciar los ataques contra los indeseables del régimen… hasta que el debate vuelva al corral oficial bajo la mirada y dominio del pastor.
Pero la demagogia no es exclusiva de un país. Se ha extendido por diversas latitudes del orbe. Basta ver los liderazgos que se están encumbrando, las sinrazones que se están defendiendo, los despropósitos de políticos ultras, la destrucción sistemática de la confianza institucional. Hay que ampliar la mirada y observar con atención la profunda crisis de nuestro tiempo. ¿Cuántos demagogos con estas características conoces?