Cuando el capitalismo como sistema económico contaba con el socialismo real como adversario, la democracia liberal funcionó como pilar en la lucha ideológica de las principales potencias del llamado «mundo libre» contra sus pares del bloque socialista. Al derrumbarse este, el capitalismo se erigió como el único sistema viable y la democracia liberal parecía consagrarse como el único modelo político posible. Pero esto último fue momentáneo. En algún punto entre la década de los 90 de la centuria pasada y el primer decenio del siglo XXI, el binomio capitalismo-democracia liberal comenzó a disociarse. A treinta años de la caída de la cortina de hierro vemos cómo el capitalismo se ha instaurado en un creciente número de autocracias y democracias iliberales. China, Rusia, Turquía, Singapur, Filipinas, Arabia Saudita y otras monarquías del Golfo Pérsico y algunos estados de Asia Central y Europa Oriental, abrazan con éxito al capitalismo como sistema económico sin adoptar la democracia liberal. En estos casos, el capitalismo ha prescindido completamente de su antiguo aliado político. Pero también en Europa Occidental y Norteamérica, espacio en donde el binomio se arraigó más, la democracia liberal se encuentra en retroceso o, al menos, en alto riesgo. Cada vez es más común que en países del mundo atlántico y su periferia (América Latina) se golpee desde las mismas instituciones políticas a los pilares de esa democracia, incluso por quienes se han valido de ella para llegar al poder. Lo que se advierte es un cambio de época, en el que el capitalismo ayuda a regímenes autocráticos e iliberales a consolidarse gracias al crecimiento económico y a convertirse en serios rivales de las históricas potencias occidentales -Estados Unidos, Reino Unido, Alemania, Francia-, las cuales han visto disminuir su influencia y margen de acción en el mundo.
Este cambio de época viene acompañado de un desarrollo tecnológico sin precedentes por su velocidad en el ámbito de la comunicación. Las caídas del muro de Berlín y la Unión Soviética son contemporáneas al surgimiento de la red informática mundial, world wide web. El triunfo total del capitalismo y momentáneo de la democracia liberal, junto con el surgimiento de una nueva posibilidad de conexión, movió a muchos analistas, líderes de opinión y ciudadanos comunes a creer que nos encontrábamos en el umbral de la era definitiva de la integración global bajo los paradigmas únicos de la libertad y la prosperidad universales. Las dos primeras décadas del siglo XXI han bastado para demostrar el error en el que estábamos. Desde el aumento del extremismo y terrorismo hasta el retorno del nacionalismo de derecha y el proteccionismo, pasando por interminables guerras subsidiarias y el regreso de la competencia interestatal, son pruebas más que suficientes para colocarnos en la realidad de un mundo inestable, incierto y cada vez menos confiado en el futuro. Y si la internet sintetizaba el anhelo de hiperconectividad de la nueva época y la renovación del poder democrático, hoy es imposible asomarse a la red de redes sin que nos provoque una sensación de pesimismo. Estudios recientes demuestran que en plataformas digitales las noticias falsas y la propaganda engañosa tienen considerablemente mayor impacto y difusión que las noticias fundamentadas y la información veraz. Redes como Facebook y Twitter se han convertido en medios propicios para la potenciación del embuste, la tergiversación masiva de mensajes, la penetración de la confusión y la polarización de la política. Y en vez de fortalecer la democracia liberal, como se creía a fines de los 90 y principio de los 2000, las redes virtuales están contribuyendo a socavarla por medio de la desconfianza.
Por eso no es gratuito que el Boletín de la Junta de Ciencia y Seguridad de los Científicos Atómicos, conformado por numerosos expertos entre los que destacan varios premios Nobel, y que lleva 75 años advirtiendo los riesgos para la humanidad a través de su simbólico Reloj del Juicio Final, incluya nuevamente a la corrupción del ecosistema de la comunicación como uno de los tres grandes riesgos que se ciernen sobre la civilización actual. Los otros dos son el desmantelamiento de los esquemas de control de las armas nucleares y el calentamiento global provocado por el sistema industrial de producción y consumo intensivo. Pero la contaminación informativa incide negativamente de manera directa en los otros dos. En el clima de creciente disputa geopolítica y lucha entre potencias, la guerra cibernética es un recurso cada vez más utilizado por grupos de poder, partidos y gobiernos, ya sea para tumbar las redes del enemigo, emprender campañas de engaño y confusión o sembrar desconfianza en los ciudadanos respecto de sus instituciones o entre naciones aliadas. La consecuencia de la infección deliberada de las redes es la creciente dificultad de alcanzar consensos dentro y fuera de los países en pro de la paz, la seguridad y el equilibrio medioambiental.
Pero el problema no es que los gobiernos carezcan de conciencia respecto a la vulnerabilidad, las amenazas y los riesgos. Incluso existen gobiernos occidentales bastante enterados del peligro de la guerra cibernética. El problema está en las soluciones que están planteando, que no son para mejorar el ecosistema informático en general y en beneficio de los ciudadanos y la democracia, sino por el contrario, para adoptar modelos de control y coerción de la libertad de expresión. China y Rusia son los más claros ejemplos de regímenes que ven el ciberespacio sólo desde la óptica de la soberanía nacional y la defensa de sus intereses geopolíticos. El avance que han logrado en ello ha puesto en alerta a las potencias de Occidente quienes ya se plantean la necesidad de contrarrestarlos, si bien no bajo los parámetros extremos de censura que operan en aquellos estados, sí con una perspectiva que privilegia la seguridad nacional por encima de los valores democráticos universales que en algún momento de la historia Norteamérica y Europa Occidental defendieron. Es decir, la solución propuesta vendría a agravar la crisis de la democracia liberal en vez de resolverla. Y detrás de todo ello operan monopolios u oligopolios tecnológicos que controlan cada vez más plataformas y datos personales y aceleran de manera inusitada la acumulación de poder y riqueza. Sin una movilización de la ciudadanía en las naciones liberales basada en información certera; sin el surgimiento de liderazgos comprometidos con la defensa de los valores democráticos; sin la posibilidad de consenso de los principios comunes, y sin la defensa organizada del derecho al conocimiento y a la conectividad, será muy difícil enfrentar -ya no digamos derrotar- a este virus letal que ha infectado a la democracia. Y será muy difícil también construir un modelo de gobernanza mundial que ayude a frenar la nueva escalada nuclear y a detener el calentamiento global.