Por Arturo González González
El 29 de agosto de 1842 se firmó el Tratado de Nankín que puso fin a la Primera Guerra del Opio y marcó el sometimiento del Imperio chino a los intereses del Imperio británico. La intención de la guerra y el tratado impulsados por Londres fue obligar a Pekín a aceptar la importación masiva de opio proveniente principalmente de la India, colonia británica, para equilibrar la balanza comercial deficitaria que el Reino Unido tenía con China. Para ésta, la guerra iniciada en 1839 dio inicio al Siglo de la Humillación, que terminaría en 1949; para aquél significó la instauración de su hegemonía en todo el orbe, misma que duraría hasta el comienzo de la Segunda Guerra Mundial en 1939. Hoy, 180 años después del Tratado de Nankín la realidad se ha invertido: RU es una potencia en decadencia y China es la potencia global en ascenso. Los hechos ocurridos en los últimos días en ambos países reflejan cómo mientras la incertidumbre reina en Londres, en Pekín se consolida un régimen que proyecta un futuro a 30 años.
El 25 de octubre de 2022 el Partido Conservador del RU eligió a Rishi Sunak, multimillonario de ascendencia india, como primer ministro, el tercero en lo que va del año y el quinto en seis años. La era del Brexit, iniciada con el referéndum de 2016 que llevó a Gran Bretaña e Irlanda del Norte a dejar la Unión Europea, está marcada por la inestabilidad política. Liz Truss pasará a la historia por dos hechos: uno, ser la primera ministra que anunció la muerte de la reina Isabel II y la ascensión al trono de Carlos III; y, dos, ser la jefa de gobierno más efímera de la historia del RU, con apenas 45 días de ejercicio en el poder. Lo que para los británicos antes era motivo de burla en otros países que no logran establecer gobiernos duraderos, hoy lo ven en su sistema político. Y es que el estado británico enfrenta serios problemas, de entre los cuales el Brexit es sólo uno de ellos. Pero la crisis del RU no comenzó el 23 de junio de 2016 con el referéndum, viene de tiempo atrás y el Brexit, en todo caso, la ha evidenciado y agravado.
Las políticas económicas neoliberales instauradas como norma por la primera ministra Margaret Thatcher a partir de 1979 —e impulsadas en buena parte del mundo al alimón con el presidente estadounidense Ronald Reagan— lograron sacar al RU de la crisis de los años 70, pero crearon a la postre otros problemas. Las capacidades del Estado, los presupuestos sociales y el poder de los sindicatos disminuyeron para beneficiar al sector privado, lo cual reactivó la economía, pero ahondó las desigualdades y aumentó la participación de un sector financiero desregulado. El enfoque tecnocrático del gobierno de Thatcher y sus sucesores, sin importar si eran conservadores o laboristas, abrió una brecha entre las necesidades de buena parte de la población británica y su representación política. Este hecho hizo surgir una corriente neonacionalista que en vez de apuntar hacia las políticas neoliberales como causa de los problemas del RU, culpó a la Unión Europea.
Los neonacionalistas vendieron la ruptura de Londres con Bruselas como la “nueva independencia de Gran Bretaña”. La realidad es que tras este discurso populista los promotores del Brexit no tenían idea de qué hacer tras el divorcio con la UE ni mucho menos de cómo llevarlo a cabo. La prueba está en la crisis interior que actualmente vive el RU, a la cual se le han acumulado la pandemia, la interrupción de las cadenas globales de suministro, la guerra en Ucrania, la carestía de energéticos y bienes de consumo y la inflación desbocada. Lo curioso es que, para intentar enderezar el barco, los conservadores han elegido a un tecnócrata forjado en el neoliberalismo vinculado más a los intereses de la élite económica globalista que a las necesidades de la base de la población. Difícil esperar algo distinto a lo ya visto.
En los mismos días en que RU enfrentaba la turbulencia que terminó por descarrilar a Truss, el Partido Comunista de China celebró, entre el 16 y 22 de octubre de 2022, el XX Congreso Nacional, el cual concluyó con la renovación del mandato de Xi Jinping como secretario general del partido y el fortalecimiento de su posición e ideología dentro del órgano político rector de la República. La estructura de poder en China, concebida como una democracia popular, no tiene nada que ver con el sistema político que impera en RU y buena parte de las democracias liberales de Occidente. Durante los días del congreso, 2,296 delegados que representan a los casi 100 millones de militantes del PCCh eligieron a los 204 integrantes del Comité Central, quienes a su vez nombraron a los siete miembros del Politburó encabezado por el secretario general, Xi Jinping, a quien se le ha permitido iniciar un tercer periodo con la posibilidad de renovarlo en otros cinco años, y de hacerlo, además, sin contrapesos, ya que han sido eliminadas las facciones críticas dentro la cúpula del partido. En marzo de 2023, Xi será ratificado como presidente de China, lo que le permitirá mantenerse al frente también de la Comisión Militar Central que dirige las Fuerzas Armadas. El XX Congreso Nacional redundó, pues, en la continuidad y consolidación del poder político, estatal y militar del actual mandatario chino.
La pregunta importante es qué pretende hacer Xi con ese renovado y ampliado poder. La ruta quedó marcada antes y durante el XX Congreso Nacional. China ha entrado en una nueva etapa en su historia tras cuatro décadas de reformas económicas que le han permitido alcanzar “una prosperidad moderada” y colocarse como la segunda potencia económica del mundo, y ya la primera en términos industriales. La etapa que ahora inicia China tiene como objetivo general transitar de un desarrollo de alta velocidad a otro de alta calidad para convertir al país en una república de “socialismo moderno” que sea a la vez el líder económico y político de un mundo multipolar. Xi aspira a que en 2050 China duplique el tamaño de la economía de Estados Unidos y a que esa riqueza esté mejor distribuida que hoy. Más allá de la retórica oficial, lo que cabría esperar es un crecimiento del PIB chino de hasta 5 %, más moderado al visto hasta antes de la pandemia, y un mayor esfuerzo por corregir las desigualdades que la etapa anterior ha dejado en la sociedad. A la par, el presidente chino busca que su país lidere la innovación tecnológica mundial, fortalezca su mercado interno y sus capacidades exportadoras y que consiga la reunificación de Taiwán por la vía pacífica, aunque no descarta el uso de la fuerza. Mientras que en el RU los principales desafíos son internos, como en muchas democracias occidentales, en el caso de China los grandes retos son externos y tienen que ver más con el recelo que su ascenso genera en el Occidente liderado por EEUU que por turbulencias políticas y sociales que lastran la visión de futuro en estados liberales como RU. La historia ha dado la vuelta.