¨Por Arturo González González
Los triunfos recientes de Gabriel Boric en Chile, Gustavo Petro en Colombia y Luis Inázio “Lula” Da Silva en Brasil han despertado la idea en algunos de la posible creación de un sólido y amplio bloque de izquierda desde el río Bravo hasta la Tierra del Fuego. Y es que, por primera vez en la historia, 11 países de la región cuentan con gobiernos que se asumen de izquierda y que, en conjunto, suman 565 millones de habitantes del total de 650 millones. Hay quienes ven el punto de inflexión de este viraje hacia la izquierda en 2018, cuando se dio el triunfo de Andrés Manuel López Obrador en México. Luego de este hito se sucedieron las victorias de Alberto Fernández en Argentina, Luis Arce en Bolivia, Pedro Castillo en Perú, Xiomara Castro en Honduras, Boric en Chile, Petro en Colombia y, hace unos días, Lula en Brasil. A estos gobiernos se suman los regímenes socialistas más duros de Miguel Díaz-Canel en Cuba, Daniel Ortega en Nicaragua y Nicolás Maduro en Venezuela. Es, sin duda, un momento inédito en la historia de la región. No obstante, la superficialidad con la que se suele abordar el asunto no permite ver las diferencias de fondo que hay entre los distintos gobiernos y las izquierdas que dicen representar, ni valorar justamente las problemáticas comunes a las que se enfrentan. Pensar en un amplio bloque de izquierda a partir de la realidad actual es como querer engendrar una quimera.
Lo primero a notar son los matices ideológicos y estructurales entre los partidos, coaliciones y/o movimientos que llevaron al poder a cada gobernante. Mientras que Lula, un antiguo obrero metalúrgico, alcanzó la victoria para un segundo mandato de la mano de una coalición de izquierda-centroizquierda encabezada por el PT, surgido de la lucha sindical brasileña, AMLO, un político emanado de las filas del PRI, llegó por primera vez al poder a la cabeza de un movimiento heterogéneo que se constituyó en un partido atrapalotodo, Morena, que sin bien se asume como progresista y de izquierda, ha integrado a personajes de derecha y del antiguo oficialismo priista. Gabriel Boric, un exlíder del movimiento estudiantil de 2011 que encabezó una alianza de partidos y movimientos de izquierda-centroizquierda para ganar las elecciones presidenciales chilenas, contrasta con Alberto Fernández, un abogado iniciado políticamente en el nacionalista y conservador UNIR que arribó a la presidencia argentina de la mano de una coalición que abarca partidos que van desde la derecha tradicional hasta facciones marxistas de la izquierda, cohesionados entorno al peronismo. Estas cuatro experiencias bastan para mostrar el origen variopinto de los gobiernos latinoamericanos que se ubican en la izquierda, sin mencionar lo poco que tienen que ver, amén de cierta simpatía, con la experiencia del régimen cubano unipartidista, emanado de una revolución armada de corte comunista, o con las trayectorias del gobierno sandinista de Nicaragua o bolivarianista de Venezuela. No son lo mismo, no los mueven los mismos intereses ni buscan exactos objetivos porque parten de realidades políticas distintas. Tampoco es cierto que todos utilicen por igual estrategias populistas o apliquen al unísono medidas autoritarias.
Un elemento de vital importancia para entender la complejidad de la región más allá de sus filiaciones políticas e ideológicas es la economía, la cual está determinada por la competencia comercial entre las grandes potencias del mundo. Estados Unidos sigue siendo, por mucho, el principal socio comercial de México, Colombia, Nicaragua y Honduras; China lo es ya de Brasil, Chile y Perú, pero es además el destino más importante de las exportaciones de Cuba y primer proveedor de Venezuela y Bolivia. La Unión Europea es el abastecedor número uno de Cuba y la India es el principal destino de exportación para Venezuela. Argentina comercia prioritariamente con Brasil, que es también el principal comprador de Bolivia. Además de esta fuerte competencia comercial, la estructura económica de dichos países evidencia sus diferencias. Mientras que México, Nicaragua y Honduras exportan principalmente manufacturas —autos, equipos y transportes el primero y prendas de vestir los segundos—, Venezuela, Colombia y Bolivia dependen de la venta de energéticos; Chile y Perú de productos mineros; Argentina y Cuba, de insumos alimenticios, y Brasil va de los minerales y energéticos a los alimentos en mayor medida.
Pero detrás de estas diferencias políticas y económicas hay algunas realidades y problemáticas similares que atraviesan buena parte de la región. América Latina sigue siendo una fuente atractiva de recursos y materias primas para las grandes economías del orbe que, bajo el modelo capitalista actual, operan con una lógica extractivista y de sobreexplotación que pone en peligro extensas zonas naturales. Pero, con sus 650 millones de habitantes, es también un mercado interesante para las potencias industriales globales. La desigualdad socioeconómica, la violencia y la corrupción son lastres de prácticamente todos los países del subcontinente. En Latinoamérica se encuentran algunos de los personajes más ricos del mundo a la par que alberga niveles de pobreza extrema que llega a alcanzar el 30 o 40 % de la población en unas zonas. El crimen organizado campea por calles y territorios de varios países infiltrando policías, fuerzas armadas y gobiernos, o de plano convirtiéndose en un estado alterno. Las clases medias, que han mejorado su educación, muestran una creciente desconfianza hacia los gobiernos y suelen experimentar un desencanto constante de la política. A este coctel regional, no exento de matices y distancias dependiendo del país que se hable, hay que sumar la polarización social y política que se expresa en posturas cada vez más extremas, al menos en la retórica, de quienes buscan llegar al poder. En medio de este clima de crispación, la tentación autoritaria aumenta de la mano del papel cada vez más protagónico de las fuerzas armadas.
Estas problemáticas comunes deberían servir de acicate a todos los gobiernos de la región, independientemente de sus diferencias y realidades específicas, para impulsar una agenda mínima de colaboración de largo aliento que vaya más allá del discurso ideológico y de los ciclos electorales, y que integre de forma activa a la sociedad civil de los países. Si nos creemos la quimera de la construcción de un bloque latinoamericano de izquierda monolítico, es muy probable que pronto quedemos desengañados, no sólo por la diversidad ya expuesta de los orígenes de los gobiernos, sino porque, salvo en las pocas naciones en donde la oposición es casi inexistente, los vientos electorales pueden cambiar radicalmente de rumbo de un mandato a otro.