Por Arturo González González
En el otoño de 1990, a propósito de un poema chino, un profesor de lengua y literatura del centro norte de México nos contaba a sus alumnos de secundaria que China era “un gigante dormido que un día despertaría y sacudiría al mundo”. La extraña convicción con la que dijo estas palabras causó una profunda huella en mí que, como los demás de mi generación, pasé de la infancia a la pubertad viendo cómo la Unión Soviética, segunda potencia del mundo, comenzaba a desmoronarse desde la primavera de aquel mismo año para dejar solo a Estados Unidos en la cúspide del mundo. La potencia americana ya no tenía rival y el siglo XXI se vislumbraba en el horizonte como el gran siglo americano. Con sus mil millones de habitantes, China poseía una economía de apenas el 11.5 % el tamaño de la japonesa. Si China iba a ser una gran potencia, no estaba a la vista de todos.
Un año antes del presagio del maestro ocurrió la sangrienta represión de las protestas de la plaza de Tiananmén, en Pekín, de sectores sociales que pedían, por un lado, una reforma política más profunda para atajar la corrupción del Partido Comunista y, por otro, corregir las desigualdades causadas por las reformas económicas emprendidas en 1978 por el entonces líder supremo, Deng Xiaoping, para construir una economía socialista de mercado, producto del llamado “socialismo de características chinas”. Mientras la imagen del valiente “hombre tanque” le daba la vuelta al mundo, las reformas económicas se suspendieron hasta 1992, China volvió a cerrarse al mundo y las reformas políticas que apuntaban a ciertas libertades fueron frenadas. En 1990, las expectativas para China no eran halagüeñas.
Mediados los 90, la portada de una revista que llegó a las manos de quien hoy esto escribe se preguntaba en su titular principal: “China, ¿la potencia del siglo XXI?”. Y en el artículo central hacía una descripción del naciente auge de la economía china, principalmente basada entonces en copiar todo tipo de productos fabricados en Occidente. Por ejemplo, hablaba de un auto que a simple vista parecía un Mercedes Benz… pero sólo parecía. Y esa fue la imagen que un sector del mundo tuvo de China en los años del cambio de milenio: el país de los productos baratos de mala calidad. Y fue así hasta que el gigante asiático entró en la Organización Mundial del Comercio en diciembre de 2001, tres meses después de los atentados terroristas de Al Qaeda contra el Pentágono y las Torres Gemelas, y mientras EEUU alistaba la fallida operación Tora Bora para capturar a Osama Bin Laden en la etapa inicial de la invasión a Afganistán.
La primera década y media del siglo XXI fue testigo de un crecimiento vertiginoso de la economía china. Para 2015, su PIB a paridad de poder adquisitivo (PPA) ya era más grande que el de EEUU, al igual que su aparato industrial que fabricaba ya bienes tecnológicos de alta gama. El rebase pasó casi desapercibido, ya que la mayoría de medios y analistas comparaba el PIB nominal, que no toma en cuenta las diferencias socioeconómicas de cada país, que sí están presentes en el indicador PIB PPA. Desde el inicio de la era del capitalismo industrial, hace dos siglos, no había ocurrido que una potencia emergente de gobierno no liberal destronara al líder de la economía mundial. Además, el cruce significó el traslado del eje económico global del Atlántico Norte, donde estuvo por 150 años, a Asia, donde había estado hasta antes de la hegemonía británica. Si el Siglo de la Humillación para China, que comenzó con la Guerra del Opio en 1839, terminó con la revolución maoísta en 1949, en 2015 parecía iniciar el Siglo del Esplendor. Pero, ¿cómo ocurrió esto?
La rivalidad entre EEUU y la URSS llevó a Richard Nixon a buscar un acercamiento con China para debilitar al bloque comunista. Las reformas económicas de Xiaoping iniciadas en 1978 y reanudadas en 1992, se conjugaron con las reformas neoliberales de 1980 impulsadas por Ronald Reagan y Margaret Thatcher para permitir la migración de capitales de los países desarrollados a mercados más competitivos y robustos, como el chino, por sus bajos costos de producción y su abundante mano de obra. El ingreso de China en la OMC marca el inicio de la curva ascendente de su expansión económica. El Hecho en China sustituyó al Hecho en Japón y al Hecho en Taiwán. El gigante de Asia se convirtió en el principal socio comercial de EEUU –y de casi todo el mundo—, a la par de que se volvió su primer acreedor. O sea, China le presta a EEUU el dinero que necesita para comprar los productos que aquella fabrica. Bienvenidos a Chimérica (Ferguson/Schularick dixit).
Pero, como hoy sabemos, esta historia está cambiando. Trump, una guerra comercial, una pandemia y una nueva guerra en Europa han provocado trastornos en la bestia bicéfala que marcó el orden económico global de los primeros 15 años del siglo XXI. Bajo el liderazgo de Xi Jinping, China ha dejado de ser sólo una potencia económica; es también una potencia política y militar. Posee ya las terceras fuerzas armadas más modernas y con mayor poder de fuego del orbe y está impulsando, junto con Rusia, un nuevo orden multipolar contrario al forjado por la hegemonía estadounidense. Su crecimiento tecnológico inquieta a Occidente, no sólo por la competencia, sino sobre todo por el poder que ejerce el Partido Comunista sobre las empresas insignia del desarrollo chino, como Tiktok y Huawei, hoy vetadas parcialmente en EEUU. De la sociedad por conveniencia a la desconfianza por competencia. Los principios de soberanía y seguridad nacional se sobreponen a los de oportunidad comercial y rentabilidad económica.
El ascenso de China es el gran fracaso del eje Washington-Nueva York-Londres-Bruselas. Occidente creyó que, con el crecimiento económico y la consecuente mejora del nivel de vida, más temprano que tarde el gigante asiático transitaría hacia la apertura política para convertirse en una democracia liberal. Pero creer eso exhibe una ignorancia profunda de la historia dos veces milenaria del Estado chino y su concepción ancestral del ejercicio del poder, en la cual tiene más peso la filosofía confuciana que la ideología comunista. EEUU salió golpeado de sus últimas aventuras intervencionistas como potencia hegemónica, Irak y Afganistán, sendos desastres geopolíticos. China ha intermediado exitosamente para que Irán y Arabia Saudí, antiguos rivales en Oriente Medio, restablezcan su relación y avancen en la estabilización de la región. Esta semana el presidente chino Xi visita a su amigo Putin para afianzar la alianza de facto y explorar su plan de paz para Ucrania, mientras mantiene el ojo puesto en la reintegración plena de Taiwán, bajo la sombra de la alianza militar de EEUU, RU y Australia que busca plantar cara a los crecientes intereses geopolíticos chinos. Alguien se equivocó con China; hoy sé que no fue mi profesor.