Por Arturo González González
Quienes nacimos a finales de los 70 pasamos nuestra adolescencia y primera juventud como testigos de la cúspide de la hegemonía estadounidense. En los 90 no existía ya ningún poder cercano a rivalizar o competir con Estados Unidos. La URSS había implosionado y Japón no lograría nunca rebasar el 50 % el tamaño de la economía de la potencia de América. El orbe entero, por primera vez en la historia, parecía integrado en un mismo sistema global bajo el liderazgo económico, político, tecnológico, militar y cultural de la Unión Americana. Washington dictaba las recetas liberales al resto del mundo para consolidar la globalización económica, mientras intervenía con el aval de la comunidad internacional en aquellos países que violaran las normas del orden mundial creado bajo su hegemonía. Los principales avances tecnocientíficos venían de las universidades y empresas estadounidenses, y Hollywood exportaba el modelo cultural americano al resto del planeta. Poder duro y blando indiscutible. Treinta años después, el mundo es otro y se encuentra en plena transición. Con todo y la fuerza que aún conserva, EEUU ha visto decaer su hegemonía en medio de la irrupción de nuevos poderes que ya no comparten la visión global de Washington.
En 1990, al frente de una coalición de más de 40 países, EEUU atacó Irak para castigar al régimen de Saddam Hussein por su invasión a Kuwait. La guerra estaba justificada a los ojos de la comunidad internacional. La intervención militar cumplió su objetivo en seis meses: las tropas iraquíes salieron del territorio kuwaití. La hegemonía estadounidense restablecía el orden bajo sus criterios y reglas. En 2003, EEUU inició una nueva guerra en Irak, pero ahora sustentada en una mentira: armas de destrucción masiva en manos del régimen iraquí. La coalición de Washington no llegó ni a la mitad de países que la conformada 13 años antes. La nueva guerra, si bien cumplió la meta de derrocar a Hussein, duró ocho años, fracasó en su objetivo de formar en Irak un gobierno democrático estable y dejó un desastre que propició el surgimiento del terrible Estado Islámico. El consenso de la primera guerra de Irak mutó en crítica severa en la segunda. El fracaso de EEUU en Irak fue tal que cuando Rusia acudió en 2015 en apoyo del gobierno sirio de Bashar Al Assad, Washington poco pudo hacer para mantener su respaldo a la insurgencia que buscaba derrocar al régimen en Siria.
En 1995 y en 1999, la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN) que lidera EEUU intervino de forma directa en la guerra librada por el régimen serbio de Slobodan Milosevic contra Bosnia y Kosovo, respectivamente. En ambos casos, las tropas serbias tuvieron que abandonar los territorios que pretendían mantener bajo su control tras la desintegración de Yugoslavia. La Alianza Atlántica, creada en la Guerra Fría para frenar a la URSS, aparecía en la nueva hegemonía estadounidense como brazo de hierro para meter en cintura a los líderes que actuaran al margen del orden establecido por Washington. En 2014 Rusia se anexionó Crimea y patrocinó una revuelta en el este de Ucrania sin que la OTAN pudiera reaccionar. En febrero de 2022, Putin decidió meter los dos pies en Ucrania para derrocar al gobierno de Volodimir Zelenski, lo que no ha conseguido, aunque sí se ha apropiado de otras cuatro provincias. La OTAN, que en los 90 intervino de manera directa con bombardeos y tropas en la ex Yugoslavia, ahora sólo ha podido tejer una red de apoyo político, financiero y militar a favor de Ucrania para que resista a la invasión rusa. Y mientras que al lado de Milosevic no había nadie, Putin cuenta con el apoyo explícito o implícito de países no alineados a los intereses de EEUU, como China, Corea del Norte, Irán, Bielorrusia, Venezuela, entre otros. La hegemonía estadounidense ha llegado a sus límites.
Una hegemonía no es una dominación. El ejercicio de la hegemonía se define como el liderazgo de un estado dentro de un sistema mundial al cual se adhiere el resto de los estados bajo el entendimiento de que dicho orden beneficia, en mayor o menor medida, al conjunto. Es precisamente lo que ocurrió en los 90. La inviabilidad real del bloque socialista para rivalizar con el bloque capitalista abrió la puerta a que Washington reorganizara el mundo bajo sus intereses que, al no tener competencia ya, aparecieron entonces como los únicos posibles. “Vivimos en el mejor de los mundos posibles”, era una de las frases que más se escuchaba en el cambio de milenio. Pero el sueño global americano muy pronto se estrelló con otra realidad junto con los aviones en las Torres Gemelas y el Pentágono en septiembre de 2001. Hubo variables que quedaron fuera de la ecuación de los tomadores de decisiones en Washington. Desde los desastres consecuentes de Afganistán e Irak hasta la invasión de Ucrania por Rusia, pasaron la crisis económica de 2008, la guerra de Siria, la anexión rusa de Crimea, el ascenso de China, el regreso del proteccionismo y nacionalismo, la inestabilidad de la democracia liberal, el avance del autoritarismo, la imposibilidad de tejer una acción conjunta contra el calentamiento global, la pandemia de Covid-19 y su crisis económica consecuente. Todos síntomas de los límites de la hegemonía estadounidense. La pregunta es ¿qué sigue?
Nos encontramos en un cambio de era. Un cambio de era como el que experimentó el mundo en el declive de la hegemonía británica a principios del siglo XX, cuando se sucedieron también crisis, guerras, pandemias y revoluciones. Tuvieron que transcurrir tres décadas, dos guerras mundiales y una depresión económica sin precedentes, para que el mundo comenzara a organizarse bajo una nueva hegemonía, la de EEUU, la cual se consolidó hasta fines de siglo. Y apenas lo hizo, comenzó a declinar por causas que bien valen otros artículos y libros. Lo cierto hoy es que un sector del aparato político-económico de EEUU parece haber entrado en etapa de resistencia, lo que significa que se niega a resignarse a ver a su país como una potencia no hegemónica. Y esto lleva a Washington a tomar decisiones como si no existieran obstáculos a sus intereses y visiones. Sin embargo, también es cierto que aún no se observa en el horizonte una nueva hegemonía global que sustituya a la estadounidense. China, la principal candidata a construirla, está lejos aún con todo y que impulsa abiertamente un nuevo orden mundial multipolar. Para conseguirlo, primero tiene que consolidar una hegemonía regional en Asia, donde está actuando como intermediaria para conciliar países enemistados, como Irán y Arabia Saudí, pero donde también tiene competidores fuertes como India, además de desafíos mayúsculos como Taiwán, cuya autonomía es defendida por Occidente y sus aliados en la zona. A ese punto del mundo hay que prestar suma atención en la presente década. Ahí se define el futuro sistema mundial.