Por Arturo González González
“¿Quién puede estar a salvo si Roma perece? (…) Con una ciudad perece el mundo entero”. Con este pesimismo se refería Jerónimo de Estridón al saqueo de la capital del Imperio Romano de Occidente en el año 410 a manos de las tropas visigodas de Alarico. Nacido en Dalmacia, educado en Roma y radicado en Judea hasta su muerte, San Jerónimo era un ciudadano del orbe romano que observaba con desesperanza cómo su mundo se desmoronaba a golpe de crisis políticas, sociales y económicas y bajo las invasiones de los pueblos germánicos. Jerónimo, como muchos otros cristianos de su época, creía estar viviendo el fin del mundo, la cancelación de todo futuro terrenal. Cinco años después, Alejandría, en Egipto, provincia del Imperio Romano de Oriente, sería testigo de una nueva ola de disturbios religiosos, muy comunes en ese tiempo en la ciudad, que se cobrarían la vida de la filósofa, astrónoma y matemática Hipatia, una de las última grandes mentes del paganismo, asesinada por una turba de cristianos militantes. Para los paganos, este hecho simbolizó también el fin del mundo. No había futuro para ellos, salvo la extinción. Pero no era la primera vez que el Imperio Romano era sacudido en sus cimientos… ni sería la última.
En el siglo III, el mundo conocido fue golpeado por una crisis multifactorial que se extendió desde las costas atlánticas de Hispania y África noroccidental hasta el litoral chino del Pacífico: una pandemia (la Peste cipriana) acompañada de depresión económica, alteraciones políticas, rebeliones y guerras. Estos acontecimientos ocurridos en un lapso no mayor de 50 años provocaron el ascenso de un régimen militar en Roma, la caída del Imperio parto arsácida, la fragmentación del Imperio Kushán de la India y la desaparición del Imperio chino Han. Para los habitantes de ese mundo decadente, el futuro era un terreno baldío. Más tarde, en la transición del siglo VI al VII, otro “apocalipsis” acabaría con la esperanza de los habitantes de los imperios establecidos. La peste bubónica arrasaría pueblos y ciudades en los imperios romano y persa, lo cuales entrarían en guerra no bien terminada la pandemia. La economía se colapsaría y el debilitamiento de las estructuras imperiales abriría paso franco a la irrupción de los árabes musulmanes que, a la vuelta de unas cuantas décadas, conquistarían Asia Occidental y parte del mundo mediterráneo. Para los persas y romanos, la posibilidad de un futuro se oscurecería bajo la sombra de la espada, la miseria, la enfermedad, la muerte y una nueva forma de ver el mundo.
Podemos referir muchos otros ejemplos de etapas de crisis generales, de cambio profundo, en el que la desesperanza se vuelve la constante. El siglo XIV, con su Muerte Negra y sus guerras en el “viejo mundo”. El siglo XVI, tiempo de pandemias, muerte y derrumbe civilizatorio para los pueblos indígenas de América. Y la primera mitad del siglo XX, con dos guerras mundiales, dos ataques nucleares sobre población civil, una depresión económica, una pandemia de gripe, una pléyade de nacionalismos racistas en Europa y el desmantelamiento de los imperios coloniales. Parece una norma histórica: siempre que una crisis general anuncia el cambio de época, el escepticismo hacia el futuro crece. Lo estamos viviendo hoy. De la gran recesión de 2008 a la tensión ascendente entre China y Estados Unidos en este 2023, pasando por la pandemia de Covid-19, una nueva recesión, la guerra en Ucrania y una inflación global sin precedentes en 40 años, el pesimismo y la desesperanza han ido afincando en el ánimo social. Se ponen en entredicho los antiguos liderazgos. Se cuestiona a las instituciones democráticas liberales ahí donde no han cedido a los embates populistas, antiliberales y autoritarios. Se ahonda la polarización política y geopolítica, atizada por la desigualdad socioeconómica. Se aumenta el gasto militar. Crece la desconfianza interna y entre sociedades. Aumenta el riesgo de un nuevo conflicto mundial entre potencias, a la par de que disminuye la posibilidad de colaboración internacional para hacer frente a los grandes temas globales: cambio climático, migración, crimen y pobreza.
El cúmulo de infortunios que observamos en nuestra civilización global lleva a algunos a plantearse la pregunta de si tenemos un futuro, y a responder, como lo hicieron los habitantes de otras épocas, que no lo tenemos. Pero más allá de la obviedad de decir que quienes en el pasado creyeron que presenciaban “el fin del mundo” evidentemente se equivocaron, puesto que la humanidad sigue aquí, existe otra realidad que pasamos por alto. Para el romano del siglo V y el persa del siglo VII, sin duda, dicho momento fue el final de su mundo, es decir, del mundo que conocía como el único posible. Pero no fue así para todos. La caída de Roma significaba el comienzo de un mundo nuevo para otros: los pueblos “bárbaros” que posteriormente formarían los reinos germánicos, origen de los estados europeos actuales. De igual forma, la destrucción del Imperio persa sasánida fue el inicio de una civilización, la islámica, que alcanzaría dos siglos más tarde su esplendor. La historia nos muestra que toda debacle es el comienzo de algo nuevo. Es el ciclo de un tiempo que no se mide en meses o años, sino en décadas y siglos. Es el gran tiempo histórico. Lo que un momento sirvió para medir, analizar, diagnosticar o pronosticar, pierde vigencia en los grandes cambios de época como en el que vivimos. Surgen nuevos referentes. Las crisis profundas son, en esencia, etapas de transición. Está en la etimología griega de la palabra crisis: separación, decisión, ruptura… cambio.
Para muchos en Occidente, ese espacio geocultural que ha dictado las reglas globales desde el siglo XIX, el futuro es sombrío. Pero, debemos preguntarnos hasta qué punto ese pesimismo no tiene que ver con la pérdida de primacía de las potencias occidentales en muchos aspectos. Otros estados, otras culturas, otras potencias, se asoman hoy en busca de una redefinición del rumbo del mundo, sin que quede claro aún el puerto al que llegarán en su trayectoria. Lo que sí se puede apreciar es que el pesimismo occidental no es necesariamente compartido en otros espacios, como China e India, potencias emergentes que se están consolidando cada vez más bajo sus propios intereses y no los de EEUU y Europa. Conciben sus proyectos geopolíticos, construyen instituciones multinacionales, realizan foros de discusión independientes, desafían las sanciones occidentales a Rusia y prescinden del dólar para comerciar entre ellos y otros países. ¿Tendrán éxito? No podemos asegurarlo. ¿Hay futuro en esos caminos? Tampoco es posible garantizarlo, sobre todo por la magnitud de los desafíos planetarios que enfrentamos. Lo único cierto es que la respuesta a la pregunta que da título a este artículo depende del lado en el que estemos, tal y como ha ocurrido en las crisis civilizatorias anteriores.