Por Arturo González González
La emergencia por la pandemia de Covid-19 ha terminado tres años y tres meses después de haber sido decretada por la OMS, y tres años y cinco meses después de que se detectó el primer caso a finales de noviembre de 2019, con un saldo lamentable de 20 millones de decesos estimados y casi 800 millones de contagios confirmados. La emergencia ha terminado, sí, pero los contagios continúan, así como los efectos de la pandemia. Oficialmente hemos entrado en la etapa post pandémica, que no necesariamente es de mayor certeza, seguridad y tranquilidad. La post pandemia viene cargada de inercias, nuevas tendencias directa o indirectamente relacionadas con la enfermedad y retos para la humanidad entera.
La pandemia de Covid-19 forma parte de una serie de acontecimientos que marcan el fin de una época y el comienzo de otra que aún no se termina de configurar. Con todo y lo sorprendente que nos ha parecido la pandemia y los matices novedosos que contiene, no es la primera vez que el mundo experimenta una secuencia de sucesos que representan los síntomas de la muerte de un viejo orden mundial y el surgimiento de uno nuevo. Así, podemos observar que en la segunda y tercera décadas del siglo XX el orbe fue azotado por una guerra mundial (la primera), revoluciones sociales (México, China y Rusia), una pandemia global de influenza (de 1918 a 1920), una profunda crisis económica (la del 29) y la irrupción de movimientos fascistas, todo en el marco de la segunda revolución industrial. Estos trastornos geopolíticos concatenados significaron el declive del orden global hegemonizado por el Imperio británico y el largo y doloroso parto de la hegemonía de los Estados Unidos que se consolidó tras el fin de la Segunda Guerra Mundial.
Si nos remontamos otros cien años, a finales del siglo XVIII y principios del XIX, veremos que el sistema mundial vigente experimentó también un gran conflicto internacional (las Guerras de Coalición), por lo menos siete crisis financieras a ambos lados del Atlántico, revoluciones políticas (la francesa y las de independencia en América), la diseminación de movimientos nacionalistas, el desarrollo de la primera revolución industrial y… sí, una pandemia, la primera de cólera en 1817. En medio de estas sacudidas desapareció la hegemonía de Francia en Europa para dar lugar a un nuevo orden continental y mundial liderado por el Imperio británico.
Podemos analizar otros momentos de cambio de época y en todos encontraremos el mismo patrón de cúmulo generalizado de desajustes y sacudidas. Ya sea que nos vayamos tan lejos a la crisis general del siglo III, cuando el Imperio romano se sumió en la anarquía militar, el Imperio parto de los Arsácidas fue sustituido por el Imperio persa de los Sasánidas, el Imperio Kushán de la India se dividió, al igual que el Imperio chino de los Han fue fragmentado, en medio de una pandemia conocida como la Plaga de Cipriano; o a la crisis de los siglos VI y VII, con la primera gran pandemia de peste bubónica, las guerras entre Bizancio y Persia y la irrupción del dominio árabe musulmán en Asia Occidental y el Mediterráneo.
O ya sea que nos acerquemos a la crisis general del siglo XIV, con la Peste Negra, la depresión económica y demográfica, la Guerra de los 100 Años en Europa, el inicio de la crisis del feudalismo y la decadencia del Imperio mongol; o al convulso siglo XVII, con la Guerra de los Treinta Años, la crisis climática, económica y demográfica en Europa, desórdenes políticos como las revoluciones en Inglaterra y el rebrote pandémico de la peste bubónica, que marcan el fin del dominio del Imperio español para dar paso a la hegemonía del Imperio neerlandés. En todos los casos vemos que los profundos trastornos geopolíticos de transición van acompañados de pandemias, siendo éstas causa y consecuencia de una realidad más amplia y compleja.
Es posible ubicar el inicio de las alteraciones actuales hace dos décadas con una concatenación clara de hechos: la pérdida de prestigio de la hegemonía estadounidense con sus desastrosas intervenciones en Afganistán, Irak y Libia; la Gran Recesión de 2008; la derrota política de Washington en Siria; el ascenso meteórico de China; el resurgimiento del nacionalismo y el proteccionismo de corte populista; la guerra comercial y tecnológica entre superpotencias; la pandemia de Covid-19; el resurgimiento militar de Rusia y la guerra en Ucrania; la creciente tensión en Asia-Pacífico con epicentro en Taiwán y la península de Corea, la crisis climática global y la cuarta revolución industrial.
No es difícil ver en esta relación de sucesos los estertores de la hegemonía estadounidense, que no significa necesariamente la caída de Estados Unidos del puesto de primera potencia, sino la imposibilidad actual del otrora líder indiscutible del orden mundial de gestionar exitosamente los desafíos intrínsecos al mismo, a la par de que se da la irrupción de nuevos poderes que compiten y rivalizan con el viejo hegemón y plantean principios distintos que llevan al enfrentamiento y la discordia. El choque de trenes ocurre por la resistencia de la potencia hegemónica a perder su posición de liderazgo y privilegio y la persistencia de nuevas potencias que promueven un nuevo orden internacional. En este punto, es natural cuestionarnos: ¿por qué los trastornos de los cambios de época vienen acompañados de pandemias?
Una posible respuesta la podemos encontrar en el hecho de que todas las etapas de crisis que he mencionado fueron antecedidas de procesos de mundialización de mayor o menor calado. La preponderancia o hegemonía de una potencia aporta estructura a un orden internacional que se constituye más o menos bajo su modelo y principios. Dicha estructura conlleva períodos de estabilidad que propician el intercambio comercial entre países y una mayor movilidad de personas. Mientras las estructuras hegemónicas sean sólidas y la mayoría de los integrantes del sistema se adhieran a ellas, es posible enfrentar con cierta eficiencia los retos que genera el aumento del intercambio y la movilidad, tales como la propagación de enfermedades.
Pero cuando esa hegemonía entra en decadencia, las estructuras se tambalean y la colaboración sistémica disminuye, con lo cual se merma la capacidad de acción conjunta frente a desafíos como los brotes epidémicos que terminan en pandemias. ¿Acaso no son la falta de cooperación internacional y la desconfianza en las instituciones dos de los sellos distintivos de la pandemia de Covid-19, en contraste con la contención que se tuvo frente al SARS, el MERS y la influenza AH1N1 de años anteriores? En este sentido, la pandemia que nos ha cimbrado es otra señal poderosa del fin de una época, como ha ocurrido en el pasado.