Por Arturo González González
La guerra que iba a durar “días o semanas” va para un año y cuatro meses, y no existen condiciones hoy para negociar una paz duradera. Pero no son estos los hechos más preocupantes. El conflicto en Ucrania ha entrado en una peligrosa etapa de normalización en la que se asume ya como parte de la realidad global actual. Y esa normalización nos hace insensibles a las escaladas y la acumulación de atrocidades. Los soldados muertos y heridos se cuentan ya por cientos de miles; los civiles asesinados y lesionados, por decenas de miles. Los refugiados alcanzan cifras de millones. Si la muerte, el daño y el desplazamiento diario de personas no son suficientes, durante los casi 500 días de conflicto hemos visto ataques deliberados a población civil, hospitales, escuelas y más recientemente la destrucción de una presa en el río Dniéper que ha inundado aldeas que han tenido que ser evacuadas. Crímenes de guerra que se cometen ante los ojos de una comunidad internacional que no encuentra los mecanismos efectivos para frenarlos y castigarlos.
La detonación de la presa ha ocurrido en medio del comienzo de la anunciada contraofensiva ucraniana, tras meses de preparación y miles de millones de dólares de apoyo occidental a Ucrania con el objetivo de recuperar el territorio ocupado por Rusia. Por su parte, las fuerzas armadas rusas, que evidenciaron en los primeros meses de la contienda niveles de desorganización inusitados, parecen haber aprendido de sus errores, y se han preparado para la contraofensiva movilizando parcialmente a la población y recibiendo apoyo militar directo o indirecto de países como Irán, Siria, Corea del Norte y Bielorrusia, y económico como China, India, Emiratos Árabes Unidos y Turquía (miembro de la OTAN), quienes ayudan a Moscú a evadir las sanciones y a evitar el colapso de su economía. La estela de destrucción que ha dejado la guerra, por sí misma debería conmover a la comunidad internacional para incrementar sustancialmente los esfuerzos diplomáticos para pararla.
“Es una guerra, ¿qué esperaban?”. “Siempre ha habido guerras”. “Es sólo una guerra más en el mundo”. Son frases de los practicantes profesionales del cinismo moderno. Pero entre el cinismo y la contemporización hacia esta guerra se pierden de vista realidades particulares que ponen en juego el futuro de la humanidad. El conflicto bélico en Ucrania es regional, sí, pero en él participan de forma directa o indirecta potencias nucleares, como lo son Rusia y Estados Unidos. La estructura diplomática de control de armas atómicas se ha venido despedazando en los últimos años. El gobierno de Putin inició hace poco menos de una década la modernización del arsenal nuclear ruso con la intención de generar armas tácticas más efectivas e indetectables por el enemigo destinadas a dar el primer golpe, algo que no se vio durante la Guerra Fría, cuando el concepto de destrucción mutua asegurada primaba en la ríspida relación entre las dos superpotencias. EUA, a su vez, ha comenzado la modernización de su propio arsenal para no quedarse atrás, mientras que China, Corea del Norte e Irán logran avances en ese sentido. No hay lugar a dudas: vivimos una nueva carrera armamentista nuclear, más peligrosa que la anterior por la ausencia de controles efectivos y por la proliferación de focos de conflicto entre potencias atómicas. Rusia ha anunciado que en julio iniciará el traslado de parte de su arsenal nuclear a Bielorrusia. Por primera vez desde la caída del bloque comunista, la potencia euroasiática moverá armas atómicas más allá de sus fronteras.
En los prolegómenos de la contraofensiva ucraniana pudimos atestiguar una serie de ataques en la retaguardia rusa, es decir, dentro del territorio nacional de Rusia y ya no sólo en la zona de ocupación. Este hecho dispara dos lecturas: por un lado, pone en evidencia las vulnerabilidades del régimen de Moscú a la hora de proteger su espacio, lo cual conviene a Kiev para tratar de romper, con miedo, los apoyos internos a la guerra de Putin y llevar el conflicto también a suelo ruso; pero, por el otro, estos atentados pueden ser utilizados por el Kremlin para fortalecer su retórica belicista, afianzar la idea de que Ucrania y Occidente son una amenaza para Rusia y tratar de justificar acciones más contundentes contra el vecino país, entre las que no deberíamos descartar un bombardeo nuclear táctico.
Otra realidad que evidencia la guerra en Ucrania es que las relaciones internacionales se están –valga el neologismo– armificando. El gasto de defensa en el mundo rebasó en 2022 los 2.2 billones de dólares, una cifra récord. Y es que los países de la OTAN y sus aliados no sólo están invirtiendo más para apoyar con armas y equipo bélico a Ucrania, sino que también están modernizando sus fuerzas armadas ante lo que consideran amenazas por parte de Rusia y China, principalmente. A su vez, Moscú, Pekín y Teherán amplían las capacidades de sus ejércitos y armadas a la par de que incrementan su colaboración. Ejemplos de ello son los ejercicios militares conjuntos, cada vez más frecuentes, y el intercambio de equipos y tecnología para la guerra. Rusia acaba de prometer a China la venta de sus sistemas antiaéreos más avanzados a cambio de los insumos necesarios para mantener a flote su industria armamentista. Irán ayudará al gobierno de Putin a construir una planta productora de drones suicidas a las afueras de Moscú, a cambio de asesoría y equipo bélico. En paralelo, Japón y Corea del Sur crecen su capacidad de fuego y aumentan su colaboración con Occidente por las amenazas constantes de Corea del Norte, subsidiaria de China. La ausencia de una expectativa de paz en el corto y mediano plazo en Ucrania y la tensión creciente en Taiwán no permiten abrigar la esperanza de que el escenario belicista vaya pronto a cambiar para bien.
Pero volvamos a Ucrania. La contraofensiva que ha iniciado en el campo de batalla en estos días tiene un peso específico particular, y se desarrolla en dos niveles: uno es lo que ocurre en el terreno físico, y otro lo que se cuenta en el plano mediático, donde se libra también una batalla con bandos opuestos. El objetivo del gobierno de Zelenski al lanzar la contraofensiva no es tanto recuperar de inmediato los territorios ocupados por Rusia, para lo cual se requerirían meses sino es que años de acciones y negociaciones. El objetivo de Kiev es mostrar que la ayuda otorgada por Occidente rinde sus frutos y que es necesario mantener el apoyo el tiempo que sea necesario, pese al desgaste que pudieran generarse en las sociedades de los países de la OTAN y la UE. Por eso es importante para Ucrania controlar la narrativa y mantener la idea de que esta guerra no sólo es existencial para el país, sino incluso para Europa y todo el orden liberal. Por ejemplo, ante la evidencia de incursiones recientes fallidas con pérdidas de equipo occidental entregado, el mensaje ha sido que en una contraofensiva es imposible no sufrir daños. Por su parte, Putin busca establecer su propia narrativa mostrando desde el inicio que los esfuerzos ucranianos son infructuosos pese a toda la ayuda que ha recibido de la Alianza Atlántica. Con ello, el gobierno ruso pretende desalentar el apoyo occidental al gobierno ucraniano y obligar a éste a claudicar o, en su defecto, a negociar una paz desventajosa. De conseguir este objetivo, Rusia mandaría un mensaje poderoso no sólo a Occidente sobre lo que considera su espacio vital y de influencia, sino sobre todo a China, quien persigue el doble objetivo de convertirse en la potencia hegemónica de Asia y motor de un nuevo orden mundial multipolar. Son momentos decisivos en Ucrania.