Por Arturo González González
Tanto hemos dado por sentado el desarrollo tecnológico que lo hemos trivializado. Hemos dejado de cuestionarnos por qué innovamos y, sobre todo, para qué. La tradición nos dice que la máquina de vapor de la primera revolución industrial la inventó James Watt en Gran Bretaña a finales del siglo XVIII. Como antecedentes se suele mencionar a los también británicos Thomas Newcomen y Thomas Savery. No obstante, es posible rastrear el origen del principio del movimiento por vapor hasta el siglo I. Herón de Alejandría fabricó un mecanismo llamado eolípila en el cual una esfera con tubos de escape podía girar al expulsar el vapor proveniente de otro depósito en donde el agua se calentaba hasta el punto de ebullición. ¿Por qué los romanos no aprovecharon este invento para revolucionar sus procesos productivos como lo hicieron los ingleses diecisiete siglos después? Responder a esta pregunta nos puede ayudar a contestar las interrogantes de por qué y para qué innovamos.
La inventiva no es cualidad exclusiva de nuestro tiempo. Las civilizaciones del Creciente Fértil crearon la rueda, la escritura, los sistemas de riego, los carros de tracción animal, las herramientas de metal. Los griegos y romanos innovaron en arquitectura y urbanismo, sistemas de agua potable y drenaje, materiales y métodos de construcción. A los chinos de la antigüedad les debemos el papel, la tinta, la imprenta de tipos fijos, la pólvora, la brújula y la numeración binaria, base de la computación actual. Con la Edad de Oro del Islam tenemos una deuda por el alambique, el molino productivo, el estilógrafo, las válvulas, etc. El ánimo de invención ha acompañado a los seres humanos desde hace milenios. Pero ninguno de estos ingenios transformó la economía y la sociedad tan rápido y tan profundo como lo hicieron las máquinas de la revolución industrial. ¿Por qué?
En Alejandría, centro de saber de la Antigüedad grecorromana, se experimentaba con máquinas asombrosas. Además de su eolípila, Herón escribió el primer tratado de robótica (Los autómatas), en donde describe el funcionamiento de aves artificiales, estatuas dispensadoras de vino y puertas automáticas a partir del uso de energía hidráulica, palancas y gravedad. Ctesibio inventó la bomba de agua y el primer órgano musical (hidraulis), y perfeccionó la clepsidra, un reloj de agua. A Arquímedes se le atribuye, además del tornillo que lleva su nombre, instrumentos bélicos como una garra para hundir naves enemigas y un condensador de rayos solares para incendiarlas. Pero, por más impresionantes que fueran, ninguno de estos inventos tuvo una aplicación práctica que revolucionara la economía basada en la mano de obra esclava o servil porque las condiciones no estaban dadas. Eran inventos que cuando no se quedaban en mera especulación o divertimento, se aplicaban con fines extraeconómicos: aumentar el control político o mejorar la eficiencia en la guerra y la navegación. Hacía falta un imperativo que incorporara el desarrollo tecnológico a la economía.
En su libro El origen del capitalismo, la historiadora Ellen Meiksins Wood plantea que fue el capitalismo el que creó las condiciones para que la innovación tecnológica se convirtiera en una necesidad económica. Se trata de una compulsión innovadora desencadenada por un mercado que, si en el pasado feudal representaba sólo una oportunidad, con el nacimiento del capitalismo se convirtió en un imperativo. Y ocurrió en Gran Bretaña. Con el capitalismo, primero agrario y luego industrial, se imponen las lógicas de competitividad productiva, rentabilidad de bienes, maximización del beneficio, reinversión de excedentes, productividad del trabajo y acumulación de capital. Antes, los señores feudales y las monarquías extraían la riqueza de los agentes productores gracias a que su poder político estaba estrictamente ligado al económico. El mercado sólo era una posible vía de salida a la producción para el intercambio. El capitalismo coloca al mercado en el centro, subordina a los agentes económicos y exime al propietario de ejercer el poder político de forma directa. Como el mercado capitalista exige producir más y mejor, al menor costo y con el mayor beneficio, la innovación se volvió compulsiva e imprescindible para la reproducción del capital, incluso a costa del medio ambiente y el bienestar de millones de personas que, como en Tiempos Modernos de Chaplin, se alienaron de su humanidad para someterse al maquinismo.
Entonces, ¿por qué innovamos? Porque está en nuestra esencia humana. ¿Para qué innovamos? Para satisfacer a un mercado capitalista ávido de multiplicar el beneficio y la rentabilidad. La innovación tecnológica que no cumpla esos requisitos, no tiene sentido dentro del capitalismo.