Por Arturo González González
Yevgueni Prigozhin, jefe del ejército de mercenarios conocido como Grupo Wagner, frenó su rebelión armada contra la cúpula militar de Rusia, específicamente contra el ministro de Defensa Serguéi Shoigú y el jefe de Estado Mayor Valeri Guerásimov, para, según dijo, evitar “el derramamiento de sangre rusa”. Según varias fuentes, el presidente de Bielorrusia, Aleksandr Lukashenko, aliado del presidente ruso Vladimir Putin, medió para convencer a Prigozhin de que desistiera de su aventura golpista. Pero existen versiones que apuntan a que hubo otro mediador: Aleksey Dyumin, gobernador de la provincia de Tula, ex jefe de guardaespaldas de Putin, ex director de las Fuerzas de Operaciones Especiales y ex viceministro de Defensa. ¿Cuál fue el acuerdo? Según el Kremlin, que se levantaran los cargos en contra del jefe de Wagner y que éste se trasladara a Bielorrusia, que no se procediera contra ninguno de los sublevados y que los mercenarios que no participaron en la rebelión se integren a la estructura militar regular rusa.
No está claro si fue más un ejercicio de realidad de Prigozhin, quien no sumó los apoyos suficientes entre las élites para entrar a Moscú con alguna posibilidad de éxito en su afán de remover a Shoigú y Guerásimov, a quienes ha acusado de los reveses rusos en Ucrania y de actuar abiertamente contra Wagner, que un verdadero acuerdo que contempla concesiones del Kremlin al jefe de los mercenarios y que sienta un mal precedente para Putin. Falta tiempo para sopesar con claridad las consecuencias de esta rebelión, pero es posible dibujar, a raíz de ella, un cuadro que exhibe la verdadera naturaleza del Estado que Putin ha montado para conservar el poder por más de 20 años y satisfacer los intereses de las élites rusas. Porque este asunto es mucho más que una amarga lección sobre los riesgos de contratar ejércitos de mercenarios. Estamos hablando de una forma de ejercer el poder que hunde sus raíces en la historia rusa.
Durante casi medio milenio, el zar fue el símbolo de unión y poder de Rusia. Gobernaba apoyado por la Iglesia ortodoxa sobre un vasto territorio ocupado por una multiplicidad de pueblos con culturas diferenciadas. La estructura imperial se basaba en las relaciones personales entre el César (de ahí zar) y los líderes de las naciones del imperio. Era una construcción de lealtades entre la élite política, religiosa y militar de cada uno de los pueblos y el “zar de todas las Rusias”. Detrás había un pacto de compromisos: el emperador respetaba los liderazgos y les compartía beneficios y apoyos a cambio del control territorial y poblacional y del reconocimiento a su autoridad máxima. Las crisis políticas y económicas de inicios del siglo XX rompieron el pacto de lealtades y abrieron la puerta a la construcción de nuevos liderazgos bajo ideologías contrarias al ejercicio imperial de la autoridad.
En la disputa entre facciones reformistas, revolucionarias y antirrevolucionarias, los bolcheviques, de ideología comunista, se impusieron tras la guerra civil de 1917 para crear una nueva estructura estatal que en 1922 cobraría forma como Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas. Aunque la URSS tuvo en la era Stalin (1922-1952) un régimen prácticamente unipersonal, posteriormente se convirtió en un corporativo burocrático dominado por el Partido Comunista a través de la nomenklatura, la élite social y política del Estado que asignaba los cargos y responsabilidades en todo el territorio bajo las formas distintas de los sujetos federales de la unión. Este aparato se desgastó producto del estancamiento, la corrupción y la competencia con Estados Unidos que se tradujo en la utilización de ingentes recursos con el objetivo de mostrar superioridad. La URSS hizo implosión la Navidad de 1991 tras años de crisis y reformas fallidas.
Sin pacto de lealtades personales entre las élites como en el Imperio ruso, sin una estructura burocrática que le diera cohesión como en la URSS, el territorio se desmembró en 15 repúblicas, entre ellas, Rusia, heredera jurídica del Estado soviético. Los años 90, bajo la presidencia de Boris Yeltsin, fueron de humillación, apertura, crisis e intentos de renovación. Occidente creía que Rusia iniciaría el camino hacia la democracia liberal de la mano de una economía de libre mercado. Esto último se consiguió parcialmente, pero la democracia no se consolidó. La llegada del ex agente de la KGB, Vladimir Putin, al poder el día de Año Nuevo de 2000 marcó el comienzo de la reestructuración del Estado ruso bajo parámetros distintos a los contemplados por Washington y Bruselas, y con un fuerte componente ideoógico nacionalista y conservador.
La estructura creada por Putin contempló un nuevo pacto entre las élites con una combinación de concesiones y mano dura. Lo primero fue poner orden a las ambiciones de la oligarquía económica que comprometían la existencia y viabilidad del Estado ruso. El gobierno recobró la rectoría de la economía, que en el caso de Rusia significa tomar las riendas de las industrias pesada, extractiva, energética y militar. Los liderazgos regionales se reestructuraron, sobre todo a partir del aplastamiento del movimiento independentista checheno. Las elecciones, más que una simple fachada, son el método del Kremlin para medir la lealtad de los jefes políticos regionales y su efectividad en el control de las redes clientelares. El aparato de seguridad nacional, fundamental para, por una parte, mantener a raya a los disidentes y separatistas y, por otra, para recuperar el prestigio perdido tras el colapso de la URSS, fue también reestructurado y hoy se ha convertido en un pilar del régimen putinista con su propia élite.
A esta fórmula de facciones dentro del Estado, sobre la cual se coloca el presidente como árbitro y señor de señores, se han sumado los liderazgos de ejércitos privados, como el Grupo Wagner de Prigozhin o la legión chechena de Ramzán Kadírov. Estos grupos han ido adquiriendo poder e influencia en la medida en que el Kremlin depende de ellos para hacer valer sus intereses dentro y fuera de las fronteras rusas sin tener que ensuciarse las manos o asumir pérdidas en el ejército regular. Wagner, por ejemplo, tiene presencia en Ucrania, Siria, Libia, Sudán, Malí y la República Centroafricana, en donde además de proporcionar protección a líderes políticos, juegan un rol protagónico en la extracción de oro y diamantes. Estos ejércitos privados se han constituido en un poder por sí mismo que, como vimos con la rebelión wagnerita, pueden entrar en pugna con los otros poderes del Estado faccioso que encabeza y amalgama Putin. La supervivencia política de éste depende de su gestión en el equilibrio de las facciones, equilibrio que ha quedado expuesto en su fragilidad con la acción osada de Prigozhin que evidencia las fracturas provocadas por la guerra en Ucrania.