Por Arturo González González
Ingresé al sistema escolarizado de educación por inercia social y familiar. Aunque me gustaba la escuela, en los últimos grados de primaria comencé a cuestionarme para qué estudiamos, qué sentido tiene amontonarse en un reducido espacio para aprender a leer, escribir, sumar y otras cosas. La respuesta común en aquellos años 80 giraba en torno a frases como “hay que estudiar para ser alguien en la vida” o “ser una persona de provecho”; “para tener mejores oportunidades” o “para tener un título, trabajar y ascender en la escala social”. Durante algunos años acepté esta respuesta aunque no me entusiasmaba tanto como pasar las tardes buceando por las enciclopedias que había en casa. Hoy sé que se trataba de una visión utilitarista de la educación. Es decir, la formación escolar como un medio para conseguir otra cosa y no como un fin en sí misma. Pero las dudas crecen cuando llegas al nivel superior y te das cuenta que estudiar una carrera, si bien significa un privilegio, te garantiza muy poco dentro de esa visión y menos en un país en donde la cercanía con los poderes políticos y económicos suele ser determinante. Me adentro en este recuerdo reflexivo motivado por el cuestionamiento hacia el modelo educativo que ha surgido en los últimos años y, sobre todo, a la luz de los desafíos que plantean las tecnologías de la información y las nacientes inteligencias artificiales generativas. La pregunta vuelve a ser pertinente: ¿para qué (nos) educamos?
Tendemos a idealizar la educación en Grecia, origen y fundamento de buena parte de los rasgos civilizatorios occidentales, pero la educación variaba en cada polis e, incluso, dentro de alguna de ellas. En Esparta, la educación era privilegio exclusivo y obligación ineludible de los espartiatas, la aristocracia guerrera, y su única finalidad era la de formar al mejor ejército de la Hélade. En Atenas, la educación inicial, de la que podían participar sólo los hijos de varones libres y nacidos en Ática, tenía como objetivo instruir a los futuros ciudadanos de la polis, los integrantes del corpus cívico de las instituciones democráticas. Ya en su adolescencia y juventud, los atenienses con más recursos podían pagar los servicios de un sofista, un maestro a sueldo, para que les ayudara a mejorar sus capacidades políticas. Los más inquietos y con ganas de llevar una vida filosófica podían integrarse a alguna de las varias escuelas fundadas por filósofos como Platón (la Academia), Aristóteles (el Liceo), Epicuro (el Jardín) y Zenón de Citio (la Estoa). En Roma, heredera cultural de Grecia, la lectoescritura y la aritmética, además del adiestramiento militar, fueron incluidas en una formación básica que se impartía al grueso de los ciudadanos para el cumplimiento de las tareas básicas que exigía el Estado, aunque los más pudientes tenían acceso a una educación más refinada que les permitía desarrollar la cualidades necesarias para el ejercicio del poder político.
Con la decadencia de la civilización grecorromana, sus instituciones formativas se perdieron o transformaron hasta volverse irreconocibles. Los templos, monasterios y órdenes religiosas en Europa se convirtieron en los nuevos centros de transmisión de conocimientos, pero ahora con el objetivo de conservar la hegemonía de la Iglesia en la sociedad. Durante siglos, la enseñanza se confundió con adoctrinamiento religioso… hasta que surgieron las primeras universidades europeas en los siglos XI y XII, en donde comenzó una lenta pero constante revolución educativa que fue el germen de otras dos revoluciones igual de importantes: la científica de los siglos XVI y XVII y la industrial de los siglos XVIII y XIX. El objetivo de la educación dejó de ser la transmisión del conocimiento de la obra de Dios y la justificación del poder terrenal de la Iglesia para abrir paso a nuevas motivaciones. Por un lado, la enseñanza superior, que incorporó a la postre el método científico, se hizo necesaria para conocer el funcionamiento objetivo del mundo y más adelante transformarlo. El ejercicio de la especulación en el conocimiento dio origen a una serie de disciplinas que impulsaron la creación de herramientas y máquinas que potenciaron las capacidades del capitalismo incipiente. Por otro lado, la educación básica permitió la formación de un cuerpo civil que diera soporte social a los nacientes estados nacionales. Uno de los modelos que más éxito tuvo en ello, y cuyos métodos prevalecen aún hoy, fue el prusiano, enfocado en crear patriotas y servidores del Estado. Bajo esta doble visión utilitarista fuimos educados la mayoría: para pertenecer, honrar y defender a un estado nacional, en la formación básica y secundaria; y para integrarnos en el engranaje económico del capital global, en la formación media-superior y superior. Con esta perspectiva, las materias que no contribuyen al fortalecimiento de la ideología del Estado, por un lado, y las carreras que no aportan a la reproducción del capital, fueron relegadas cuando no suprimidas. En un mundo en el que los estados nacionales se han transformado profundamente producto de la globalización, y en el que están en riesgo millones de empleos por las nuevas tecnologías, más rentables que la mano de obra humana, ¿tiene sentido mantener el modelo educativo como hasta ahora?
Una simple mirada a la situación actual del planeta vuelve retórica la pregunta. Habría que cuestionarnos hasta qué punto formar ciudadanos para perpetuar una visión nacionalista forzada y homogenizadora, muchas veces ajena a la realidad global y la diversidad cultural del país y el mundo, ha contribuido a los revisionismos que hoy hacen resurgir la rivalidad entre potencias. También habría que preguntarnos qué tanto ha pesado el achicamiento de los programas de humanidades y la exclusión de materias que fomentan el pensamiento crítico en el predominio de un modelo de producción y consumo que pondera la rentabilidad del capital por encima del equilibrio ecológico y el sano desarrollo humano. La hiperespecialización de las ciencias y técnicas ha creado gigantes tecnológicos que son, a la par, enanos éticos. Dentro de los males que han provocado, las crisis sistémicas de la última década larga ponen ante nosotros la oportunidad de replantear la educación desde la base. ¿Debe seguir la enseñanza subordinada a los intereses de unos estados nacionales anclados en una realidad decimonónica y a la visión totalizadora de un capital global que busca su multiplicación a cualquier precio? O quizás es tiempo de hacer de la educación la guía de una nueva sociedad más humana y respetuosa consigo misma y la naturaleza a la que pertenece. Nuestros ídolos han sido el capital, la ciencia, la tecnología y el Estado; pensemos en una educación que los coloquen en su lugar, es decir, como medios para alcanzar un fin mayor: el bienestar social y natural de este mundo. La educación al frente, no a la zaga.