Por Arturo González González
Una de las principales características de las guerras en la crisis del sistema mundial actual es su fuerte carga geopolítica. Aunque surgen como conflictos regionales focalizados con intereses aparentemente exclusivos de los países enfrentados, lo cierto es que alrededor de ellos existen intereses de otros países que tienen una injerencia directa o indirecta en el teatro de guerra. Además, los objetivos manifiestos por los bandos en discordia no necesariamente son los verdaderos o suelen ir acompañados de otros objetivos menos confesados que pueden estar vinculados con factores políticos, económicos, sociales y religiosos a la vez.
Pero el rasgo más sintomático tiene que ver con la coyuntura temporal en la que ocurren los conflictos y que no es otra que la descomposición del orden global que construyó Estados Unidos tras la Segunda Guerra Mundial y que hegemonizó sin rival durante las últimas tres décadas. Las dos guerras que hoy acaparan la atención internacional y que se desarrollan en Europa del Este y Oriente Medio son un claro ejemplo de la carga geopolítica de los conflictos de nuestro tiempo. Si queremos entender estos conflictos en su complejidad e implicaciones, debemos observar el contexto geopolítico que se agita en torno a ellos.
La guerra entre Rusia y Ucrania no inició en 2022, sino que se gestó varios años atrás. En 2013 gobernaba Ucrania Víktor Yanúkovich, un político filorruso respaldado por el Kremlin que el 21 de noviembre de ese año echó por tierra el acuerdo de asociación de su país con la Unión Europea. Este hecho desató una serie de protestas por parte de un heterogéneo grupo de ucranianos entre los que había europeístas, nacionalistas y extremistas de derecha. Las manifestaciones, respaldadas por Occidente, fueron violentamente reprimidas por el gobierno, pero al final obligaron a Yanúkovich a abandonar el país en febrero de 2014. Tras la caída del presidente filorruso, la política ucraniana dio un vuelco hacia el distanciamiento con Moscú con el gobierno del europeísta Petró Poroshenko.
Rusia no se quedó de brazos cruzados. Ese mismo año se anexionó la península de Crimea con un referéndum no reconocido por la comunidad internacional, lo que le valió al Kremlin una batería de sanciones por parte de EEUU y sus aliados. Moscú también brindó apoyo a las rebeliones separatistas en las regiones prorrusas de la región oriental del Donbás. Las tensiones se mantuvieron vivas hasta la llegada a la presidencia de Volodímir Zelenski, quien intentó lidiar con la presión rusa mientras reactivaba la ideas de incorporar a Ucrania a la Unión Europea, hacerla socia de la OTAN y afianzar el ucraniano como lengua oficial en detrimento del idioma ruso, muy presente en el oriente del país.
Bajo la narrativa de la desnazificación de Ucrania, la protección de los rusos étnicos en suelo ucraniano y el rechazo del avance de la OTAN hacia las fronteras de Rusia, el presidente ruso Vladimir Putin ordenó el 24 de febrero de 2022 la invasión a Ucrania, con lo que inició la primera guerra abierta del siglo XXI en suelo europeo. Las sanciones occidentales se multiplicaron, lo cual ha llevado a Rusia a virar con mayor intensidad hacia China, hoy por hoy su principal soporte económico, con quien ha establecido una especie de entente euroasiática frente a la alianza atlántica que encabeza EEUU. A esa entente también pertenecen Bielorrusia, Corea del Norte e Irán, que han brindado apoyo logístico y militar a Moscú en su guerra.
Hasta aquí, el conflicto revela una complejidad que abarca las pugnas internas entre la población ucraniana y los rusos étnicos; las intenciones del gobierno de Ucrania por integrarse de lleno a Occidente a través de dos de sus entes principales, la UE y la OTAN, con lo cual rompería por completo con los vínculos históricos y culturales que tiene con Rusia, y el temor de Moscú a verse cercado por las tropas de la OTAN, lo cual se ha acelerado tras la invasión con la incorporación de Finlandia a la alianza y la próxima adhesión de Suecia.
Pero hay otros elementos en juego. Uno de ellos es la importancia del gas y petróleo rusos para la economía europea, dependencia que EEUU ha denunciado en numerosas ocasiones y que busca sustituir, al menos en parte, con sus propios hidrocarburos. Hasta antes de la guerra, buena parte del gas ruso era suministrado a través de gasoductos, algunos de los cuales atraviesan Ucrania y otros conectan con países de la UE a través del mar Báltico. Uno de esos gasoductos, el Nord Stream 2, estaba por entrar en operación entre Rusia y Alemania, pero fue volado en septiembre de 2022 sin que a la fecha esté claro el autor del atentado.
En el caso de la guerra de Israel-Palestina, la historia es mucho más antigua y se remonta en su etapa moderna a la Declaración de Balfour de 1917, con la cual el Reino Unido se comprometió a crear en la región histórica de Palestina -entonces bajo mandato británico y donde alguna vez estuvieron los reinos de Israel y Judá- un hogar nacional para el pueblo judío que padecía en Europa el creciente antisemitismo. La llegada de colonos judíos a Palestina durante la primera mitad del siglo XX provocó crecientes tensiones con los árabes musulmanes que habitaban la región desde hacía siglos.
Tras la Segunda Guerra Mundial, una de las primeras resoluciones de la ONU fue la de crear dos estados, uno israelí y otro palestino, con reconocimiento internacional. Pero antes de que lograra concretarse la resolución, los líderes judíos se levantaron en armas para declarar la independencia del Estado de Israel e iniciar un proceso de expansión y colonización bajo la ideología sionista que se ha afianzado en las últimas décadas con el gobierno del partido ultranacionalista Likud. La intención de Israel de hacerse de un Estado cada vez más grande lo ha llevado a entablar guerras no sólo con los palestinos, sino también con otras naciones árabes vecinas, como Egipto, Siria y Líbano.
Es un hecho irrefutable que Israel ha ido despojando de territorio a los árabes palestinos, a quienes ha arrinconado en Gaza, Cisjordania y Jerusalén Oriental. Y también es un hecho incontrovertible que parte de la resistencia palestina se ha ido radicalizando a partir de esta política sionista de Likud, lo cual ha llevado al estallamiento el 7 de octubre de la peor guerra en la historia del conflicto. Hasta aquí, la conflagración se muestra como un asunto de disputas territoriales ancestrales y pugnas étnico-religiosas.
No obstante, aquí también existen otros elementos y actores en discordia. En apoyo directo a la organización radical Hamás se ha constituido el Eje de la Resistencia contra Israel formado por la Yihad Islámica de Palestina, Hezbollah de Líbano, la rebelión hutí de Yemen, los regímenes de Siria e Irán y varias organizaciones extremistas de Irak. Pero los palestinos también cuentan con el respaldo político en países de mayoría árabe y/o musulmana y de potencias como Rusia y China. En apoyo a Israel han acudido potencias occidentales como EEUU, RU, Francia y Alemania.
La guerra desigual que se libra entre Israel y Palestina no sólo ha suspendido de momento la posibilidad de la solución de los dos Estados, ha hecho saltar por los aires los Acuerdos de Abraham impulsados por EEUU para lograr que los países árabes, como Arabia Saudí y Emiratos Árabes Unidos, reconozcan al Estado de Israel en un esfuerzo por transformar la tendencia geopolítica de la zona de las últimas décadas. Por su parte, China hace unos meses hizo lo propio mediando entre Irán y Arabia Saudí para que restablecieran relaciones luego de años de distanciamiento.
Estos esfuerzos diplomáticos se circunscriben en sendos proyectos geoeconómicos y geopolíticos que impulsan China y EEUU y que atraviesan Oriente Medio. El plan chino, que acaba de cumplir 10 años, se conoce como Iniciativa de la Franja y la Ruta (OBOR en inglés) o Nueva Ruta de la Seda y pretende conectar con todo tipo de infraestructuras y flujos comerciales a China con Europa y África. El plan estadounidense se llama Corredor Económico India-Oriente Medio-Europa (IMEC en inglés), y se erige como una alternativa al proyecto de Pekín. Para OBOR, la etapa principal en Oriente Medio es Irán; para IMEC, es Israel.
Un factor clave para ambos proyectos es el control de la extracción, producción y distribución de hidrocarburos. Recientemente se descubrieron yacimientos de gas y petróleo en las aguas del Mediterráneo oriental que bañan las costas de Turquía, Siria, Líbano, Israel, Gaza/Palestina y Egipto. Irán busca no quedar aislado ni marginado para mantenerse dentro del proyecto chino. Israel necesita garantizar el control de todo el territorio palestino para dar viabilidad al proyecto estadounidense. Turquía se erige como tercero en discordia en su papel de potencia regional bisagra que pertenece a la OTAN, mantiene estrechos vínculos con el mundo musulmán y negocia con Rusia e Israel.
Rusia también pelea protagonismo en la Nueva Ruta de la Seda con el ferrocarril Yiwu-Madrid que atraviesa todo su territorio y Bielorrusia, y que entra a la UE por Polonia, sin tocar Ucrania. De fondo también se observa la disputa por el control de las rutas marítimas del Báltico, el mar Negro, el Egeo y el golfo Pérsico y la futura ruta permanente del Océano Ártico que se abre por el creciente derretimiento del casquete polar. Como podemos ver, las actuales guerras en Europa del Este y Oriente Medio tienen su lógica regional, pero no pueden ser vistas de manera aislada ni ajena a los intereses geopolíticos de las grandes potencias en disputa. Tampoco la guerra en ciernes que se asoma en Asia Pacífico con dos focos de tensión: la península de Corea y la isla de Taiwán.