Hay algunas narrativas sobre la pandemia del COVID-19 que se están reproduciendo y que resultan peligrosas por lo que esconden. Son narrativas que rayan en los extremos de mirar la realidad como una imagen en blanco y negro. En esa mirada de absolutos no cabe la complejidad de la amplia gama de grises y colores que en verdad tiene el mundo, el cual se ve reducido a ideas simplistas que pueden generar efectos nocivos si se reproducen como verdades inamovibles.
Una dicotomía de planteamientos que está replicándose ampliamente en medios y redes sociales es la que tiene que ver con el origen de la pandemia. En un extremo están quienes creen que el coronavirus que provoca el COVID-19 fue creado de forma artificial por «alguien» para sacar provecho del caos que ha generado. Quienes difunden esta teoría conspiracionista asumen que ese «alguien» cuenta con recursos y poderes ilimitados para crear y manipular un fenómeno como el que estamos viviendo. En el otro extremo están quienes piensan que esta pandemia era inevitable, que no había forma de prevenirla. Para ellos, la ciencia y las instituciones dedicadas a la investigación de los eventos epidémicos y pandémicos carecen de cualquier competencia para entenderlos y prevenirlos.
El riesgo de estas versiones carentes de sustento no está solo en la ignorancia y confusión que propician, sino también en la negación del papel que pueden jugar la comunidad internacional y cada uno de los estados para atacar las causas que desencadenan las pandemias. Los hechos están ahí y son irrefutables: no es la primera pandemia que ocurre en el mundo y existen factores que propician su aparición, tales como el hacinamiento, la sobrepoblación, la concentración urbana, la higiene deficiente, la explotación masiva de especies animales, la movilidad y conexión internacional sin medidas preventivas, la debilidad de los sistemas de salud, la falta de colaboración entre naciones. Lo que esconde la dicotomía de la «mente perversa todopoderosa» y la inevitabilidad de la tragedia es todo aquello que como comunidad humana debimos hacer y no hicimos, a sabiendas de que un evento como éste podía ocurrir.
Otros extremos peligrosos son los que tienen que ver con los actores en quienes recae la responsabilidad de enfrentar la pandemia. Aquí observamos planteamientos del tipo «todo depende del Gobierno y el Gobierno es el único que puede y debe salvarnos» en un borde de la ecuación, y en el otro, del tipo que apunta a que «únicamente la sociedad civil puede salvarse así misma». Ambas aseveraciones son inexactas y obvian, nuevamente, la complejidad de los problemas a los que nos enfrentamos como comunidad. Los defensores del primer planteamiento refuerzan la idea del Gobierno paternalista y omnipresente que, si salen bien las cosas, se convierte en el «gran salvador» o, si salen mal, en el único culpable. Los partidarios del segundo eximen al gobierno de cualquier responsabilidad y dejan el problema en manos de la sociedad. La trampa es evidente.
El riesgo que conlleva el señalar al Gobierno como único ente responsable radica en la invitación a la pasividad por parte de la sociedad. «Como el Gobierno se debe encargar, a nosotros no nos toca hacer nada». Y al final, esta narrativa redunda en el fortalecimiento del culto a la personalidad de los dirigentes o en la consolidación de la retórica de partidarios y adversarios que los mandatarios populistas utilizan para dividir a la sociedad. El peligro de centrar la responsabilidad en la sociedad está en inhibir la exigencia que los ciudadanos pueden hacer a un Gobierno democrático para que cumpla con sus obligaciones. La solución nuevamente está en medio: los gobiernos cuentan con recursos legales, humanos, materiales y económicos para hacer frente a la contingencia, pero solos no pueden, y necesitan el respaldo, pero también la vigilancia, de los ciudadanos.
Ahora bien, varios Gobiernos están usando en abundancia una retórica bélica para referirse a sus acciones contra el COVID-19. Incluso, de forma literal, mandatarios han declarado que sus estados se encuentran «en guerra» y que el coronavirus es un enemigo al que hay que combatir haciendo uso de todos los medios posibles, incluso, el ejército. Este belicismo, reproducido sobre todo por las grandes potencias, se convierte en la narrativa que puede justificar medidas autoritarias y excepcionales como el toque de queda, el estado de sitio, la suspensión de garantías y libertades individuales y el despliegue de tropas en medio de la contingencia. Resulta extraño que ante un desastre que concierne a la salud pública se opte por relegar o suprimir el discurso médico para ponderar la militarización de la emergencia. Además, esta retórica belicista disfraza las estrategias de reposicionamiento geopolítico que las potencias mundiales, como China, Estados Unidos, Francia, Rusia y Reino Unido, están llevando a cabo aprovechando la contingencia.
En el otro extremo de la ecuación, circulan aseveraciones sobre la imposibilidad de los gobiernos para hacer frente a la pandemia. Desde las propias dependencias oficiales ha habido quienes sugieren dejar que el coronavirus avance y contagie a la mayor parte de la población y que, bajo la lógica de la «inmunidad del rebaño», la infección sucumba de forma natural por no tener ya más cuerpos en dónde reproducirse y propagarse. Pero este planteamiento es muy peligroso por partida doble: primero, porque obvia el hecho de que muchos de los casos de contagio presentarán cuadros graves y letales, lo que ejercerá una fuerte presión sobre los sistemas de salud y servicios funerarios que se verán saturados e, incluso, colapsados; y segundo, porque deja a los países con menos recursos humanos, materiales y económicos -como los de África y algunos de América Latina- en la total indefensión, ya que ellos son los que más requieren de la ayuda internacional para enfrentar la pandemia. Tan irresponsable es el manejo bélico de la emergencia como el cruce de brazos planteado por diversas voces.
Por último, está la dicotomía que protagonizan optimistas y pesimistas respecto a los posibles cambios que puede generar la pandemia en el mundo. De un lado están aquellos que afirman que nada va a cambiar tras el COVID-19 y que una vez superada la contingencia todo volverá a ser como antes, es decir, que seguiremos cometiendo los mismos errores. Cerca de ellos están quienes creen que, en caso de haber algún cambio, solo será para empeorar. En el otro lado se encuentran los que están convencidos de que el mundo será un mejor lugar una vez que pase la pandemia, ya que habremos aprendido las lecciones y los cambios que surgirán serán positivos. Es decir, un nuevo mundo, más justo, más consciente, más equitativo y solidario nacerá de la tragedia.
Ambas posiciones, aparentemente contradictorias, encierran el mismo defecto: son un llamado a la inmovilidad, a la pasividad. No tiene caso analizar lo que está pasando y trabajar como sociedad para evitar retrocesos democráticos y sociales si de antemano se cree que nada va cambiar o que, en automático, los cambios serán negativos o positivos. El asunto es que, de acuerdo con lo que ha ocurrido en pandemias anteriores, hoy tenemos una certeza: habrá cambios importantes en el mundo tras el COVID-19, pero no tenemos la seguridad de cómo serán dichos cambios, porque ello depende de lo que hagamos o dejemos de hacer. Y no quiere decir que esas transformaciones hayan surgido con la pandemia, algunas tendencias ya eran visibles desde antes. Lo que ocurre ahora es que dichas tendencias se están acelerando o modificando. Si queremos que nuestro mundo sea un mejor lugar para todos, hay que trabajar mucho para construirlo: no se dará por generación espontánea. Si, por el contrario, nos volvemos pasivos y negligentes y los Gobiernos no asumen la responsabilidad que les toca, es probable que el mundo que nazca sea peor al que engendró la pandemia.