Una de las actividades que debe cambiar tras la pandemia de Covid-19 es el turismo. No obstante, no hay muchos indicios alentadores de que se esté discutiendo el tema con la profundidad que merece. Lo que prevalece en los gobiernos de Occidente son las sospechas respecto al origen del coronavirus SARS-CoV2 y los señalamientos a China por su mala gestión al inicio del brote, mientras Pekín se defiende y señala a su vez a Norteamérica y Europa Occidental por la mala gestión general de la pandemia en sus países. En vez de trabajar por una mayor colaboración internacional para prevenir en el futuro nuevas pandemias y revisar los cambios que deben hacerse en actividades que pueden propagar rápidamente los virus, como el turismo, en muchos gobiernos parece haber una urgencia por recuperar la normalidad y repuntar los diferentes sectores económicos. Algo similar ocurre entre la iniciativa privada y la generalidad de la población: se han impuesto las ganas de recuperar una parte, si no es que todo, lo que se tenía, entre otras cosas, la posibilidad de movilidad y recreación. Y si bien esto es entendible en un mundo globalizado y de avances tecnológicos que permiten, para quien pueda pagarlo, viajar a cualquier parte del mundo en cuestión de horas, es necesario reflexionar sobre las consecuencias negativas del modelo de turismo masivo que se ha ido extendiendo en las últimas décadas. Y no sólo por los riesgos que implica en materia de salud pública, sino también en cuestión de medio ambiente y tejido comunitario.
El turismo masivo es un fenómeno relativamente reciente y está vinculado al Estado de bienestar que se instauró en buena parte del mundo a mediados del siglo XX. Antes de las guerras mundiales, sólo la élite de las sociedades más ricas podía viajar asiduamente por negocios o placer. Cuando los gobiernos de Europa Occidental y América impulsaron el acuerdo con las clases trabajadoras para ampliar los derechos de éstos con el objetivo de frenar el avance del comunismo, el turismo comenzó a masificarse de la mano del concepto de viaje de vacaciones y descanso, y fue así como se desarrolló un sector que ha ido aumentando su participación en la economía mundial. Hasta antes de la pandemia, en 2019, el turismo aportó el 10.9 % del Producto Interno Bruto global, es decir, uno de cada diez dólares generados ese año fue gracias a actividades turísticas. Otro dato que muestra el crecimiento de la actividad a partir de la mayor accesibilidad de los viajes en avión es el número total de pasajeros transportados: la cifra se multiplicó por 14.1 entre 1970 y 2019, mientras la población mundial apenas si se duplicó en el mismo período. En el año anterior a la pandemia, el número de turistas internacionales fue de alrededor de 1,500 millones, equivalente a casi el 20 % de la población mundial. En contraste, en 1950 la cifra de turistas internacionales apenas alcanzaba los 25 millones, es decir, ni el 1 % de la población mundial de entonces.
Es innegable que este crecimiento exponencial en el turismo internacional ha traído beneficios, siendo el principal de ellos la fuerte derrama económica en los países y ciudades destino. Hay estados que en las últimas décadas han reorientado su vocación económica hacia el turismo. Uno de ellos es España y otras naciones, como México, también han hecho una apuesta importante por este sector como fuente de divisas. No obstante, los beneficios son acotados y traen consigo consecuencias indeseables. En primer lugar, la derrama económica no es equitativa y tiende a concentrarse cada vez en menos manos. Otro aspecto importante es la volatilidad del sector: cualquier crisis —sea económica, social, de seguridad o sanitaria— afecta de manera inmediata al turismo. No es extraño que España haya sido el país de la Unión Europea que más contrajo su economía en 2020, y esto tiene que ver con la alta dependencia del turismo internacional que tiene su economía. Apalancar el desarrollo económico con las actividades turísticas es una apuesta de alto riesgo. Pero no sólo es así por la concentración y volatilidad mencionadas, existen otros efectos negativos. Por ejemplo, la contaminación que genera la aviación; en 2019, los vuelos contribuían en un 3.5 % a las emisiones totales de gases de efecto invernadero, causa central del calentamiento global. Esta cifra no se compara con otros medios de transporte, como los autos y autobuses, que generan más emisiones, pero sí refleja que es el factor de mayor crecimiento, además de que los viajes en avión también están vinculados con el incremento de los viajes en carretera. Otro ejemplo es la cantidad de basura no orgánica derivada del turismo. Se calcula que el 80 % de los residuos sólidos que hay en las playas es generado por los turistas, y se estima que un turista produce el doble de basura que un residente.
Otras consecuencias nocivas del turismo están relacionadas con la ruptura de la cohesión social y la afectación a la salud pública. Las ciudades que se han volcado al sector turístico como su principal vocación experimentan procesos de abandono poblacional de los centros urbanos debido al incremento exagerado del mercado inmobiliario y al acaparamiento por parte de especuladores y arrendadores que apuestan al turista extranjero de nivel medio alto y alto. Este fenómeno propicia la fractura del antiguo tejido comunitario al empujar a los antiguos citadinos hacia la periferia de las ciudades, con lo cual se incrementa el costo del traslado y la dotación de servicios, así como la contaminación derivada de ello y la desintegración social, a lo que hay que sumar la saturación por la creciente llegada de turistas. Pero el efecto más cercano del turismo es la propagación de virus que, como el SARS-CoV2, se contagian principalmente por aerosoles y contacto directo o indirecto. Hasta la llegada del avión y el turismo masivo, los barcos y los ejércitos fueron los principales difusores de enfermedades infecciosas. Es importante señalar que en lo que va del siglo XXI se han registrado cinco brotes epidémicos (SARS, gripe aviar, influenza AH1N1, MERS y Covid-19), algunos de ellos convertidos en pandemia. Es lógico pensar que la capacidad de propagación y contagio a nivel global está directamente relacionada con el incremento de la posibilidad de movilidad a velocidades cada vez mayores.
Es necesario, pues, establecer un diálogo internacional que ahonde en la reflexión sobre los efectos nocivos del turismo y en la necesidad de establecer protocolos que disminuyan dichos efectos y los riesgos generales de una actividad que genera pingües ganancias. Los cambios no deberán ser cosméticos, sino profundos, si en verdad deseamos transitar hacia un modelo de turismo más sustentable y menos tóxico. El derecho a viajar de una parte de la población mundial no puede socavar el derecho de todos a tener un planeta más seguro, sano, limpio y habitable.