Atrapados en la mitología presidencial

Cada sexenio crea sus propios mitos. Esta práctica forma parte de la construcción ideológica que intenta dar soporte y coherencia a las acciones de los gobiernos nacionales durante los seis años de mandato. Pero si bien esos mitos y su aparato ideológico pueden surgir de un diagnóstico de la realidad, no necesariamente se ajustan a ella e, incluso, pueden terminar ignorándola debido al ejercicio presidencialista casi unipersonal del poder político en México.

La rendición de cuentas institucional, republicana y democrática nunca ha sido una característica del ejercicio del poder en este país, aunque la frase «cárcel a los corruptos» sea una de las más repetidas por candidatos cuando están en campaña. La denuncia trivial, descalificadora, se usa a conveniencia para reforzar el mito y la propaganda. Así ha sido en México, por lo menos en los primeros veinte años de este siglo.

El panista Vicente Fox llegó al poder aupado en los hombros de una necesidad de alternancia electoral y combate a la corrupción (caricaturizada en las «tepocatas» y «víboras prietas» que iba a pisar con sus botas) y en medio del desgaste de sistema del partido de Estado. Un desgaste, por cierto, que comenzó en López Portillo y tuvo su colofón en Zedillo, que en la mitología política mexicana aparece como quien «permitió al fin» que la democracia electoral se instalara en México.

Esa democracia en ciernes se convirtió en parte fundamental del discurso de Fox, quien incluso llegó a atribuirle a ese sistema político la capacidad de impulsar la economía. Pero Fox también registró años con cero crecimiento económico, y es obvio hoy que el desarrollo de la economía tiene poco o nada que ver con la democracia. China es el más claro ejemplo de ello.

Pero esa democracia que tanto presumió el foxismo y su promesa de acabar con la corrupción no impidieron que esta continuara e incluso aumentara. Porque la alternancia llegó al gobierno de la República, pero no a la mayoría de los estados, en los cuales el PRI siguió gobernando con igual o mayor discrecionalidad que antes. Fue precisamente en ese sexenio, y ante la ausencia de mecanismos sólidos de rendición de cuentas, en el que comenzaron a tejerse las redes de complicidades que permitieron los endeudamientos excesivos y saqueos en varias entidades.

El aparente avance democrático quedó en entredicho muy pronto con la elección de 2006, cuando Felipe Calderón, también panista, ganó la presidencia en medio de un proceso plagado de inconsistencias, dudas y cuestionamientos. Calderón, cuya legitimidad fue puesta en duda desde el principio, abandonó muy pronto su discurso de campaña de ser el «presidente del empleo» para llevar al país a una «guerra» (así la llamó él) contra el crimen organizado que no sólo no ha resuelto el problema, sino que ha complicado aún más la solución y que ha costado cientos de miles de vidas. De la «democracia» aparente de Fox pasamos a la «mano dura» de Calderón. La rendición de cuentas siguió rezagada en la agenda oficial y la descomposición política se agravó en los estados.

Empeñado en fortalecerse desde la verticalidad del poder (ya que la democracia no podía formar parte de su mito sexenal), el gobierno calderonista hizo de la seguridad el tema hegemónico de su agenda, y dio a las fuerzas armadas un papel mucho más protagónico del que ya de por sí tenían. Los «malos» ya no eran las «tepocatas corruptas», ahora lo eran los grupos criminales, aunque esos malos estuvieran también dentro de las instituciones gubernamentales, que se supone formaban parte del bando de los «buenos».

La estrategia falló: la inseguridad aumentó, las violaciones a derechos humanos también y, a la par, se multiplicaron los escándalos de corrupción en las entidades que recurrían cada vez más al endeudamiento sin reportar satisfactoriamente el uso que habían hecho de los excedentes petroleros que corrieron en abundancia en la primera década del presente siglo.

Esta descomposición ayudó al PRI a regresar al poder, en parte por los presuntos desvíos que hubo de entidades tricolores en apoyo a la campaña de Enrique Peña Nieto, y por la mala imagen con la que terminó el panismo tras doce años de gobiernos ineficientes, en la opinión de buena parte del electorado. Al llegar Peña, se construyeron dos nuevos mitos propagandísticos: el retorno de los que «sí saben gobernar» y el gobierno reformador. Pero al igual que sus antecesores, la realidad se encargó de poner las cosas en su lugar.

El impulso reformador y la estabilidad en el gobierno duraron sólo los primeros meses. Las masacres, feminicidios, desapariciones, escándalos de corrupción se mantuvieron como parte de la tragedia cotidiana de millones de personas. El peñismo intentó controlar la narrativa de la agenda pública poniendo el foco en temas distintos a la violencia y la corrupción. Pero fracasó rotundamente. Si dentro del guión, muy básico y limitado, el gobierno parecía mostrar cierta destreza, fuera del él era un desastre. El descontento se acumuló y potenció con el agravio y juntos terminaron por darle a López Obrador la razón: el peligro para México no era él.

Y así, montado en un nuevo mito construido en 18 años, el morenista López llegó a la presidencia. El enemigo hoy es la «mafia del poder», el «neoliberalismo», el «PRIAN». Si Fox se colgó del cambio democrático para hacerlo su bandera, Calderón recurrió a la guerra antinarco para legitimarse y Peña enarboló el estandarte de las reformas modernizadoras, López ha creado un concepto de pretensiones historicistas: la Cuarta Transformación. Pero a diferencia de Peña, que quiso desviar la atención de la realidad hacia otros temas, López intenta reducir la realidad a su propia agenda. Para el gobierno obradorista, todo está dentro de ese esquema.

Los «nuevos malos» son los «conservadores», aunque su gobierno tenga un fuerte tufo conservador. Y esos conservadores («mis adversarios, mis enemigos»), según el oficialismo obradorista, lo mismo «manipulan» medios nacionales e internacionales, «organizan» protestas, «movilizan» pacientes, «tergiversan» cifras de la violencia, «convocan» a paros en contra de los feminicidios. Mientras tanto, la inseguridad aumenta, la violencia machista se agudiza, la economía se estanca, y no se vislumbra un plan efectivo para enfrentar los problemas que con su discurso minimiza.

Resulta sorprendente ver cómo un político que recorrió como ninguno el país para escuchar de viva voz la realidad de millones de mexicanos, hoy ignora esa realidad para suplantarla por su ideología. Sus antecesores no podían, por incapacidad o ineptitud, ver más allá de sus mitos. López no quiere, por conveniencia o comodidad, ver más allá de los suyos. «No somos iguales», dice. Pero Fox, Calderón y Peña, a su manera también lo decían. En México, con López Obrador, seguimos atrapados en la mitología presidencial.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *


El periodo de verificación de reCAPTCHA ha caducado. Por favor, recarga la página.

Arturo G. González

Soy adicto a saber y descubrir algo nuevo todos los días. Me obsesiono con tratar de entender el mundo y la época que me tocó vivir. No puedo escapar a la necesidad de comprender por qué nuestra civilización es como es, y para ello leo noticias, opiniones, artículos de análisis y libros; escucho música y veo cine. Creo que el pasado vive en el presente, y que el presente es la pieza clave del futuro. Te invito a este viaje de pensamiento y descubrimiento cotidiano. Esta es mi visión del mundo.