¿Benditas o malditas redes sociales?

Propongamos una mirada alternativa: las “redes sociales” ni son redes ni son sociales. Son plataformas digitales controladas por grandes corporaciones para generar conexiones virtuales monetizables. Es como la “inteligencia artificial” (IA), que no es inteligencia, sino una simulación de ciertas cualidades de la misma. La IA no es otra cosa que una capacidad exponencial de cómputo y procesamiento de datos y conexiones. Un gran avance, sí, pero sólo en una de las cualidades de la inteligencia humana. No existe, por ejemplo, una IA que haya desarrollado la intuición, esa cualidad que nos lleva a actuar contra todo pronóstico y análisis. La IA está atada a los datos, proporcionados en principio por una mente humana, aunque posteriormente pueda acopiarlos por sí misma. Y como todas sus “decisiones” se basan en datos, nunca actuará en contra de la mayor probabilidad de resultado… a menos de que una mente humana se lo indique. Tampoco hay en las máquinas aquello que llamamos inteligencia emocional o social, la capacidad de crear vínculos afectivos más allá de nuestra razón y lógica. Detrás del nombre IA se esconde la aspiración de sus desarrolladores: tratar de sustituir a la inteligencia humana. Pero, como ya lo dijo el filósofo Markus Gabriel, tal suplantación nunca será posible porque siempre detrás de una IA estará una mente humana.

Tal y como ocurre con la IA, el nombre redes sociales se ha dado más como una aspiración que como una realidad. Esas plataformas digitales de conexiones virtuales pretenden sustituir a las verdaderas redes sociales, es decir, a los vínculos humanos reales, y como tales se han convertido en un poderoso instrumento de publicidad, venta, propaganda y reclutamiento. La falsa apariencia de anonimato o la posibilidad de una simulación basada en lo aspiracional, aunada a la profunda soledad de las masas de nuestra “posmodernidad”, descrita por la teórica política Hannah Arendt hace cinco décadas, han permitido a las redes sociales virtuales explotar las necesidades de pertenencia y reconocimiento inherentes a la mayoría de los seres humanos. “Soy porque pertenezco y soy en función de lo que pertenezco”, parece ser la consigna de esta época. Y en esta realidad alterna son las grandes compañías desarrolladoras de plataformas digitales las que controlan la inmensa base de datos de los usuarios de las redes, y los contenidos y conexiones que ven y establecen, noticias falsas incluidas. Como ha ocurrido desde el principio de la civilización, toda innovación tecnológica trae consigo una fuerte acumulación de poder y riqueza en unas cuantas manos, un fenómeno que describe bien Vere Gordon Childe en su libro Qué sucedió en la Historia, y que hoy mismo está ocurriendo con el oligopolio del Valle del Silicio. Lejos ha quedado la promesa de una mayor democracia y una verdadera sociedad del conocimiento que se vendió a inicios del presente siglo con la “supercarretera de la información”, uno de los epítetos favoritos de los apologistas del entonces adolescente mundo digital.

Una de las advertencias más interesantes sobre el riesgo de las plataformas de conexión virtual está hoy en el docudrama El dilema de las redes sociales (The Social Dilemma), dirigido por Jeff Orlowski y escrito por él y por Vickie Curtis. Además de la opinión de especialistas, en el filme se recogen testimonios de exdirectivos de algunas de las empresas desarrolladoras de plataformas digitales más conocidas en Occidente, quienes narran su experiencia dentro de dichas compañías y las razones por las que decidieron dejar de trabajar en ellas. Dichas razones tienen que ver sobre todo con una cuestión de principios éticos relacionados con cuatro aspectos principalmente. Uno, la manera en la que las compañías detrás de las plataformas utilizan los algoritmos de búsqueda y otras herramientas de conexión e interacción para generar una mayor adicción en los usuarios. Entre más tiempo pases conectado a las redes, más ganan dichas empresas, sin reparar en el efecto que tiene en la población más susceptible la necesidad aumentada de reconocimiento permanente en una sociedad cada vez más vacía de sustancia e identidad. Dos, que para lograr el objetivo anterior se valen de criterios en los que la información verdadera y de valor no necesariamente son la norma. Entre más adicción genere una red, mejor, no importa si lo que se dice es real o falso o tiene utilidad para el crecimiento personal. Tres, que, bajo esta lógica, el extremismo y la polarización no sólo no es combatida por las plataformas digitales, sino alentada por las mismas, con lo que, en consecuencia, las más disparatadas teorías de la conspiración alcanzan una difusión otrora impensable, a la par de los discursos de odio y linchamiento y de la propagación de fanatismos religiosos y políticos. Y, cuatro, el control discrecional y opaco que tienen las plataformas de los datos personales de millones de usuarios no con el fin de mejorar su vida, sino con la firme intención de generar más riqueza a partir de ellos.

Pero no nos confundamos. Internet y la creciente capacidad de conectividad virtual son avances tecnológicos trascendentales para la humanidad con inmensos beneficios potenciales. El problema no está en las plataformas digitales en sí. Gracias a ellas se pueden obtener múltiples ventajas de interconexión, enriquecimiento del debate público y de acceso a bienes materiales y culturales en pro de un mayor desarrollo intelectual de las sociedades. El problema está, como lo deja en claro el documental, en el control excesivo que tienen las grandes compañías que desarrollan o compran todas estas plataformas, y la escasa supervisión para garantizar que el beneficio sea primero para los usuarios. Internet y todo su ecosistema es una herramienta muy poderosa que, sin embargo, se ha dejado a la lógica de los intereses privados de quienes hoy acumulan la mayor riqueza jamás vista en la historia. Y no, no nos engañemos, la solución no está en el modelo chino de censura y control gubernamental. Lo que hace el oligopolio del Valle del Silicio en EUA, lo hace el monopolio estatal en China. La solución pasa, primero, por informar a los usuarios de lo que ocurre con las redes, sus riesgos y usos potenciales, y, segundo, abrir la discusión pública para regular -que no prohibir- una herramienta tecnológica que debería contribuir a tener una sociedad más y mejor informada, educada, conectada, empática, crítica y autocrítica.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *


El periodo de verificación de reCAPTCHA ha caducado. Por favor, recarga la página.

Arturo G. González

Soy adicto a saber y descubrir algo nuevo todos los días. Me obsesiono con tratar de entender el mundo y la época que me tocó vivir. No puedo escapar a la necesidad de comprender por qué nuestra civilización es como es, y para ello leo noticias, opiniones, artículos de análisis y libros; escucho música y veo cine. Creo que el pasado vive en el presente, y que el presente es la pieza clave del futuro. Te invito a este viaje de pensamiento y descubrimiento cotidiano. Esta es mi visión del mundo.