Por Arturo G. González
En varios aspectos, Joe Biden no es tan distinto a Donald Trump. Uno de ellos es su posición frente a China. Y no es por un asunto de afinidad entre ambos políticos, sino por una cuestión de lectura de la realidad que se ha generalizado en Estados Unidos. En las últimas cinco décadas, la gran potencia americana ha pasado de ver a China como un “aliado” para contener a la Unión Soviética y un “socio” con el cual poder obtener bienes de consumo a bajo precio y financiamiento para su deuda, a verlo primero como un competidor económico y ahora como un rival geopolítico. Esta última valoración tiene años afianzándose en la política estadounidense, pero se ha agudizado desde los meses previos a la pandemia. Si Biden no tiene una visión distinta de Trump respecto a China es porque los intereses geopolíticos de EUA se han instalado en el terreno de la rivalidad. Los frentes en donde Washington ve a Pekín como adversario se han ido multiplicando: industria, comercio, finanzas, tecnología, desarrollo militar e intereses geoestratégicos. El discurso que cada vez domina más en los pasillos del poder en la Unión Americana es que el gigante asiático es una dictadura opresiva que ha tenido una gran expansión económica a costa de robar ideas e inventos y que quiere alcanzar, de mala forma, la cúspide del poder global relegando a EUA a un papel secundario. El problema con esta visión no es sólo el maniqueísmo y la paranoia que reflejan, sino las tensiones que provoca y la incertidumbre que abre sobre qué está dispuesto a hacer Washington para contrarrestar el “indeseable” ascenso de Pekín.
Para Obama, el primer presidente que se planteó en serio la posibilidad de un mundo post hegemonía estadounidense, el acento frente a China estuvo en la geoeconomía y en la política. Planteó crear un esquema comercial internacional que pusiera de nuevo a EUA en el eje de la economía mundial. Para ello propuso tratados comerciales de largo aliento con Europa, Oceanía y Asia Oriental, salvo China. Es decir, que la potencia americana, en su carácter de gran “isla continental”, mantuviera la hegemonía en el Atlántico y el Pacífico. En política, Obama intentó exhibir al régimen chino como una potencia poco fiable debido a su propensión a violar los Derechos Humanos de poblaciones minoritarias. Pero estos enfoques fueron abandonados con el arribo de Trump a la Casa Blanca. Para el republicano lo central estaba en la industria y la tecnología, objetivos claros de la guerra arancelaria abierta contra China. Quería que el capital estadounidense invertido durante décadas en China regresara para reconstruir el otrora todopoderoso aparato industrial norteamericano. Por eso canceló la opción del tratado trasatlántico y sacó a su país del acuerdo transpacífico, con lo que ahogó el proyecto de su antecesor. Para sorpresa de muchos, Biden ha mantenido de alguna manera el pulso comercial, industrial y tecnológico iniciado por Trump, a la vez que ha incorporado la presión política tipo Obama, en cuyo gobierno fue vicepresidente. Pero ha agregado dos frentes: el desarrollo militar y la estrategia geopolítica.
Biden no sólo no ha suspendido la guerra comercial, sino que incluso ha ampliado medidas para evitar que empresas estadounidenses se asocien con firmas tecnológicas chinas. Además, ha declarado abiertamente que su país debe cortar cuanto antes la dependencia comercial que tiene con China, una postura que hay que leer en el contexto del gran atasco actual de la cadena de suministros que está dejando a EUA sin bienes intermedios y de consumo final, y con una inflación al alza. Por otro lado, ha recuperado la retórica hostil ante lo que Washington asume como serias violaciones a los derechos de minorías como la uigur en Xinjiang, o a la autonomía de territorios como Hong Kong y Taiwán. Por si fuera poco, la nueva doctrina militar del Pentágono coloca a China como la principal amenaza a los intereses estadounidenses. Y bajo esta óptica, el gobierno de Biden ve con recelo los avances que ha tenido el gobierno de Xi Jinping en armamentos. Recientemente, varias voces vinculadas al aparato de defensa de EUA manifestaron su preocupación por la prueba exitosa de misiles hipersónicos por parte de China, un arma que hasta ahora sólo Rusia había presumido. Se trata de armas estratégicas capaces de portar ojivas nucleares que pueden viajar varias veces por encima de la velocidad del sonido sin posibilidad de ser detectadas por radares enemigos. Una nueva y peligrosa carrera armamentista en la que Washington no se ha querido quedar atrás y para lo cual está destinando una parte importante de su enorme presupuesto de defensa. En el plano geoestratégico, Biden está reforzando o creando nuevos acuerdos militares con potencias de la región Indo-Pacífico para tratar de frenar el aumento de control chino en la zona.
Las inquietudes de EUA no están construidas en el aire. Se espera que al inicio de la próxima década China supere a la Unión Americana en PIB nominal (en PIB por paridad de poder adquisitivo ya lo hizo en 2014). China es el principal socio comercial de la mayoría de los países del mundo, con un aparato industrial enorme y en constante expansión y sofisticación. En este sentido, el gigante de Oriente se ha colocado a la vanguardia de las tecnologías de la información con el desarrollo de la red 5G. Se pronostica que en esta misma década las capacidades militares de Pekín equiparen a las estadounidenses, una situación para la cual será determinante la comunión de intereses que China está construyendo con Rusia, primera potencia energética y nuclear. En este contexto, los temores de Taiwán, que mantiene celosa su autonomía, han aumentado y creen que para 2025 su poderoso vecino tendrá la capacidad de invadir su territorio. Una China cada vez más asertiva y el agotamiento gradual de las opciones diplomáticas han hecho escalar en hostilidad la retórica estadounidense. No es gratuito que Biden haya declarado recientemente que, si Pekín decide actuar contra Taiwán, EUA responderá e intervendrá.
Con todos estos antecedentes y realidades actuales, el riesgo que se observa es múltiple. Por un lado, mientras la rivalidad entre ambas potencias aumenta, la posibilidad de que construyan los acuerdos necesarios para la estabilidad global y el futuro de la humanidad se complica. Por otra parte, la disminución de incentivos para mantener canales de diálogo, como lo ha sido el comercio entre los dos países, abre la puerta a mayores fricciones con errores de cálculo de consecuencias impredecibles. El traslado de sus diferencias a terrenos menos controlables allana el camino a conflictos y contextos en donde los intereses de cada estado estén por encima de los intereses de la humanidad. Es por ello que urge que la comunidad internacional presione a los dos gigantes para que fortalezcan las vías pacíficas de entendimiento y solución de competencias.