Hace 58 años el mundo se colocó al borde del precipicio. En aquel entonces no fue una pandemia lo que despertó la alerta de todas las naciones del planeta, sino la hostilidad de las dos superpotencias de la Guerra Fría. Durante los 12 días que trascurrieron entre el 16 y el 28 de octubre de 1962, los Estados Unidos y la Unión Soviética estuvieron a punto de entrar en una guerra abierta posiblemente nuclear y con consecuencias catastróficas para la humanidad. Si observamos con atención este hecho histórico, podemos extraer una lección para nuestro tiempo: la falta de entendimiento de las potencias mundiales y el aumento de la competencia y rivalidad entre ellas, genera inestabilidad y pone al mundo en la ruta de la catástrofe. Porque la crisis de los misiles de Cuba inició con un desacuerdo. Y los desacuerdos son hoy lo que ha impedido a los estados más poderosos avanzar en una solución conjunta de los principales desafíos de nuestra era: la pandemia, el calentamiento global, la desigualdad y el control de armas. Como hace 58 años, estos días de octubre reflejan con claridad la situación convulsa del mundo a partir de una serie acontecimientos vinculados entre sí.
En junio de 1961, EUA y la URSS iniciaron, a solicitud del líder soviético Nikita Kruschev, una serie de reuniones con la finalidad de resolver las diferencias sobre la situación de Berlín y, posteriormente, frenar la carrera armamentista nuclear. Las negociaciones fracasaron en distintos momentos, con resultados nefastos para el mundo. En agosto de ese mismo año comenzó la construcción del muro de Berlín para evitar el tránsito de personas de la parte oriental, controlada por la República Democrática de Alemania y subordinada a los intereses soviéticos, a la parte occidental, administrada por la República Federal de Alemania, alineada a los intereses estadounidenses. Poco más de un año después, los servicios de inteligencia de EUA descubrieron la presencia de misiles soviéticos de alcance medio con capacidad nuclear en Cuba, una táctica de Moscú para equilibrar la presencia de la Alianza Atlántica en Turquía. El presidente John F. Kennedy ordenó un bloqueo militar en la isla para disuadir a la flota soviética que se aproximaba sin dilación a cumplir su misión. La amenaza de una guerra nuclear nunca había sido tan real. Y aunque al final Kruschev aceptó retirar las armas de Cuba, las consecuencias de esta hostilidad y el muro berlinés marcaron a toda una generación que creció con el miedo a una devastadora conflagración, y en la fragmentación de un mundo dividido cuya polarización determinó las relaciones internacionales durante las siguientes tres décadas.
El debate presidencial de la semana pasada en EUA y el 70 aniversario de la Guerra de Corea han servido para mostrar la nueva división del mundo. Mientras el republicano Donald Trump y el demócrata Joe Biden pelean por ver quién sería más duro con China desde la Casa Blanca, el presidente chino Xi Jinping advierte que su país, aunque no la busca, no le teme a la guerra, y está preparado para enfrentar cualquier amenaza a su soberanía nacional. Más allá de la retórica de ambas partes, lo cierto es que las diferencias entre las potencias parecen cada vez más insalvables. Sin importar quién gane la elección del 3 de noviembre en EUA, queda claro que la postura de rivalidad económica, comercial, tecnológica y política de Washington con Pekín no cambiará en el corto o mediano plazo, por una simple razón: lo que está en juego es una nueva hegemonía global y las reglas de convivencia internacional del mundo en gestación. Además, existen focos de creciente tensión geopolítica entre las dos superpotencias que no tienen visos de resolverse de forma amistosa: Hong Kong, Taiwán y el Mar de China Meridional, principalmente, aunque el enfrentamiento de posiciones ya se extiende a prácticamente todos los continentes. La multiplicación de las advertencias de EUA ha obligado a China a alinear intereses con Rusia, quien le ha proveído de asistencia militar para poner sus fuerzas armadas a punto. En contraste, los Estados Unidos de Trump han socavado sus antiguas alianzas con Europa, que mira con recelo la nueva deriva unilateralista de Washington y ha emprendido el camino hacia su autonomía defensiva.
Las rivalidades se han agudizado en medio de la pandemia y, por lo que se observa, van a seguir agudizándose debido a la sucesión de hechos relacionados con la propagación de la Covid-19. Y es que mientras China, siendo el origen del brote, ha logrado contener al coronavirus, EUA se encuentra en un repunte que lo coloca nuevamente en el epicentro de la pandemia. Otro dato relevante es que el gigante asiático registra ya un crecimiento de su economía y todo indica que cerrará 2020 con un alza de alrededor del dos por ciento del PIB. En el caso de la potencia americana, la debacle aún no ha terminado de tocar fondo y es muy probable que logre superar la crisis hasta dentro de dos años. Esta realidad tan contrastante ha despertado en un creciente sector político de la Unión Americana un profundo resentimiento que la está llevando a distanciarse cada vez más de la República Popular, tras décadas de relativo entendimiento y compenetración económica. Y no son sólo las acusaciones sobre la irresponsabilidad china a la hora de evitar la propagación mundial del coronavirus, sino la forma en la que Pekín está aprovechando la crisis para afianzar sus posiciones geopolíticas y fortalecer una posible hegemonía en Eurafrasia. Y el riesgo de que la rivalidad entre las dos superpotencias no se resuelva en los cauces de la negociación y la diplomacia no sólo está en la posibilidad de una guerra, que sería el escenario más extremo. La amenaza más cercana se encuentra en la incapacidad para construir un consenso global para enfrentar los grandes desafíos de este siglo, mencionados al inicio del artículo. Sólo con el entendimiento de ambas naciones sería posible caminar hacia un mundo más sano, más seguro, más equitativo y más amigable con el medio ambiente. Pero los hechos observados no dejan mucho espacio al optimismo.