Por Arturo González González
Las raíces de la potencia que es China no están en la revolución comunista de 1949, sino muchos siglos atrás. El gigante asiático es de los pocos países del mundo que pueden presumir una historia dos veces milenaria como formación estatal de relativa continuidad y con una identidad popular en constante evolución. Es un Estado-civilización en sí mismo, con una trayectoria de unidad política que se remonta 2,242 años atrás. Si queremos encontrar las raíces de la gran potencia del siglo XXI, propongo que hurguemos entre los siglos V a. C. y XIII d. C. Es en ese período de 1,750 años que se desarrollan los cuatro pilares que definen el presente de China y trazan su futuro.
El primero es un régimen político basado en la meritocracia. Se le atribuye al filósofo Confucio la idea de que cualquier persona puede perfeccionarse a sí misma. Confucio —versión latinizada del título Kong Fuzi, “maestro Kong”—, que en realidad se llamaba Kong Qiu, nació en Lu, uno de los varios estados que poblaban la geografía de la antigua China entre los siglos VI y V a. C., época en la que vivió el filósofo, y que coincide con la irrupción el pensamiento filosófico en las polis griegas. No existía entonces un poder monárquico centralizado en las tierras chinas, sino más bien una serie de señoríos “feudales” que peleaban constantemente entre sí. Confucio concibe una filosofía basada en el ejercicio de un liderazgo moralmente ejemplar. Para ello, una persona que aspire a servir tiene que cultivar principios morales de manera que pueda convertirse en una influencia positiva para los demás. El ritual, el autodominio, la piedad filial y la lealtad formaban parte de las prácticas necesarias. Si bien estos planteamientos pudieran constituir la base de una sociedad aristocrática, lo cierto es que para Confucio cualquiera podía alcanzar el mérito, un rasgo que refleja la concepción igualitaria del pensamiento confuciano. No obstante, algunos se perfeccionan más que otros, y muchos ni siquiera lo consiguen. Estas ideas son la base de lo que posteriormente sería un complejo sistema de exámenes aplicados a todos los aspirantes a formar parte de la administración pública durante la época imperial. En esencia, poco importaban la cuna, la capacidad de influencia, la popularidad o el dinero para que una persona entrara en la burocracia estatal y pudiera escalar dentro de ella. Estos principios y prácticas persisten en el Partido Comunista de China, aunque eso no quiere decir que no existan desviaciones y actos de corrupción.
Otro soporte fundamental de China es un Estado fuerte. Y para entender este aspecto hay que referirnos a otra de las escuelas chinas de pensamiento, la Fajia, conocido como legalismo. Se trata de una visión mucho más realista y pragmática que la del confucianismo. Los legalistas no apuestan al ejemplo moral para la conducción del comportamiento humano; hay que redactar leyes claras y aplicarlas bajo la estrategia de la recompensa y el castigo. Sólo una sociedad donde sus integrantes actúan conforme a la ley, que reduce el espacio a la credulidad subjetiva en la bondad e inteligencia de la persona, puede constituir un Estado sólido que tenga como objetivo primordial crear “un país rico y un ejército fuerte”. Armado con esta filosofía política, el reino de Qin logró imponerse a los demás estados para conformar el primer imperio de la historia de China en 221 a. C., momento que coincide en Occidente con la época de los reinos helenísticos, herederos del imperio de Alejandro Magno. Aunque la dinastía Qin fue efímera —apenas duró 15 años—, pudo establecer las bases del poder central que caracterizaría al Imperio chino: el nombre del país; el título de emperador, huangdi; la unificación de la lengua y su escritura; las leyes; la moneda, y el sistema de pesos y medidas. Estas bases se afianzarían con la dinastía Han, que sucedió a la Qin, y gobernó durante 400 años, durante los cuales se construiría la Gran Muralla, se fortalecería el ejército y se promoverían el comercio y la intervención estatal en la explotación de recursos estratégicos como sal y hierro. No es difícil encontrar en la China actual ecos de las políticas aplicadas en aquellos lejanos años, pero lo más importante es la noción de la necesidad de un Estado consolidado y con capacidades suficientes para garantizar el desarrollo y la seguridad de la sociedad, aunque para ello se tenga que sacrificar buena parte de la libertad individual.
Un tercer pilar de la China de nuestros días es el comercio internacional, sin el cual el gigante asiático no hubiera podido catapultar su economía durante los últimos 40 años. Las raíces de este cimiento está en la Ruta de la Seda que se creó precisamente tras la expansión hacia el oeste emprendida por la dinastía Han. Para el siglo II d. C. se puede hablar ya de un intenso tráfico comercial entre Oriente y Occidente a través de una serie de caminos que eran atravesados por las caravanas que salían de China, cruzaban el Asia Central y Occidental para alcanzar la costa del Mediterráneo y, de ahí, el corazón del Imperio romano. Una gran cantidad de productos circulaban por esa ruta: granos, pieles, condimentos, piedras preciosas, metales, utensilios, textiles, etc. Entre los productos que iban en dirección Este-Oeste destaca la seda, una tela de lujo que no sólo daba estatus a las clases altas romanas, sino que también servía de divisa. Como ya he apuntado en otra entrada de blog, no es descabellado hablar de una mundialización comercial en esta época, que tenía también su impacto en la cultura y la religión, porque por los caminos de la Ruta de la Seda no sólo transitaban mercancías, sino también ideas y creencias. Además, es posible detectar en esos primeros siglos de nuestra era lo que es quizás el primer déficit comercial documentado de la historia: la afición de los ricos romanos por la seda generó un desequilibrio en la balanza de pagos; mientras los pudientes presumían sus ropas de seda, el oro fluía a raudales hacia Oriente, una situación que hoy vemos en Estados Unidos y la Unión Europea, pero con otros productos fabricados en China.
El cuarto fundamento es la innovación tecnológica. Tendemos a pensar que la gran ola de inventiva nació con la Revolución Industrial del siglo XVIII en Inglaterra. No obstante, China vivió una auténtica revolución científica y técnica durante las dinastías Han, Tang y Song, hasta el siglo XIII, momento en el que irrumpen los mongoles en la historia. El repertorio de invenciones chinas abarca, además de la seda y la porcelana tradicionales, el papel, varios instrumentos astronómicos, el reloj mecánico, el sismógrafo, la imprenta de madera, la brújula y la pólvora, entre otros. Estos inventos llegaron más tarde a Europa, en donde serían perfeccionados e impulsarían el gran desarrollo de Occidente a partir del siglo XV. Ese espíritu innovador prevalece ahora en una China que ha abierto sus puertas (bajo sus condiciones) a la inversión de Occidente para fabricar los productos tecnológicos que demandan los mercados europeos y americanos y, a la par, aprender su técnica y perfeccionarla. Es decir, lo mismo que hicieron las naciones occidentales hace cinco siglos. La historia al revés. Hoy China se encuentra nuevamente entre las potencias líderes del desarrollo tecnológico, principalmente en telecomunicaciones, dispositivos electrónicos, inteligencia artificial, transporte, astronáutica y ciencia médica y genética. La mirada de China está puesta en el futuro, un futuro que evoca la gloria del pasado bajo los cuatro pilares mencionados.