¿Cómo se va al diablo la democracia?

La democracia es un sistema político imperfecto, sí, pero perfectible. La democracia requiere siempre de ajustes y avances. Si no avanza, se estanca. Y si se estanca, corre el riesgo de retroceder e, incluso, desaparecer. Las alternativas a la democracia son regímenes antiliberales, autoritarios, dictatoriales, absolutistas o totalitarios. Existen problemas que colocan a la democracia en la ruta de la extinción y la degeneración hacia las alternativas mencionadas. La semana pasada comenté en este espacio ocho mitos que existen sobre la democracia liberal representativa. Hoy propongo siete factores que la ponen en riesgo; factores que, en mayor o menor medida, las democracias latinoamericanas enfrentan en estos momentos.

Decir que la desigualdad económica y la concentración de riqueza no inciden en la calidad de una democracia es torpe o mezquino. Asegurarlo implica no entender (por torpeza) u ocultar (por mezquindad) la realidad de que una sociedad con grandes desigualdades es una sociedad que genera desequilibrios estructurales que propician ventajas concretas para quienes tienen más sobre los que tienen menos. Un estado que fomenta la concentración de riqueza en pocas manos mientras sostiene la farsa de que cualquiera puede progresar partiendo del mismo piso de oportunidades, es un estado que está condenando a generaciones completas a la frustración inconsciente. Y la frustración inconsciente puede causar desencanto, y éste, aversión hacia las propias instituciones democráticas cada vez menos representativas.

Es cierto, la desigualdad polariza. En los últimos 40 años de políticas neoliberales se ha exprimido a las clases medias (contribuyentes cautivos) para financiar los aparatos clientelares que disfrazan la situación de las clases más vulnerables, mientras el pico de la pirámide económica incrementa su riqueza por acumulación monopólica u oligopólica, y exención de impuestos. Esta realidad por sí misma polariza a cualquier sociedad. Y la polarización horada los cimientos de la democracia, ya que en entre dos extremos opuestos no puede haber entendimiento ni consenso, sólo afán de vencer y doblegar. Con mayor razón cuando desde el propio gobierno se alienta la polarización con una retórica demagógica, en vez de buscar acortar la brecha de la desigualdad, desincentivar los excesos y fortalecer el apoyo institucional (no clientelar) a los que menos tienen para equilibrar las oportunidades.

Nada mejor para un líder populista que la desigualdad y la polarización. Ambas engendran y alimentan a los movimientos populistas, entendidos como dinámicas con las que se busca, lejos de compromisos ideológicos, sumar adeptos manipulando las emociones de los electores y haciendo a un lado la reflexión. La desazón que generan la desigualdad y estrechez de oportunidades abre camino a la polarización y la necesidad de un sector de la población de sentirse parte de algo, sea positivo o no: he aquí parte del sustento de la vía populista que se impulsa en varios países de Europa y América con los matices de cada historia y realidad social. Con su simplificación de la realidad, sus mentiras y verdades a medias, su polarización y desdén por las instituciones, el populismo martillea los pilares de la democracia bajo el paraguas la defensa del “pueblo” o “la mayoría”, conceptos abstractos y manipulables.

Que un líder populista intente colocarse por encima de los partidos es señal del desprestigio que estos enfrentan. Y tal desprestigio pocas veces es gratuito, los partidos se lo ganan a pulso. ¿Cómo? Secuestrando el proceso democrático, asumiendo que sólo a través de ellos puede existir la democracia, cuando muchas de las veces son ellos mismos los que pervierten el espíritu democrático de las contiendas con trampas, embustes y simulaciones que rayan en el cinismo. Aprobar una nueva ley electoral para, supuestamente, dar cauce a la demanda ciudadana, cuando en realidad lo que mueve a los partidos es la desconfianza mutua y el afán de incidir en los procesos electorales que, si les favorecen, son aplaudidos, y si no, descalificados. La partidocracia, ese régimen de control de los partidos sobre los procesos democráticos, descarrila cualquier posibilidad de mejora de las democracias representativas.

La lucha encarnizada y sin escrúpulos del poder por el poder es causa y a la vez efecto de una debilidad institucional crónica. Se alimenta de ella y la alimenta. En el fondo, lo que existe es una capacidad cada vez más limitada de las instituciones para responder a los grandes desafíos de la sociedad moderna y a los problemas creados por omisión, negligencia o ineptitud de los grupos gobernantes. La corrupción, la descomposición social, la incapacidad del Estado para prevenir y atender brotes epidémicos o gestionar adecuadamente la migración, con apego a los DDHH, sólo por citar algunos ejemplos, son claras evidencias de la debilidad institucional del corpus civil, la cual allana el camino a las “soluciones místico-carismáticas” de los populistas, quienes golpean aún más a las instituciones para fortalecer su liderazgo personal.

Y ante a la debilidad institucional civil, se dispara la violencia y la inseguridad. Grupos criminales campean libremente por amplios territorios sembrando muerte, mutilando familias, multiplicando adictos a la tragedia colectiva. Es el gobierno fáctico del miedo y el terror, del cual se vale el gobierno legal para justificar sus excesos, golpear al rival o acallar a la población. Se ataca al gobernador opositor por “narco”, mientras se defiende al “narco” de la casa propia. Se critica la inacción y colusión de los gobiernos anteriores, mientras se deja a los cárteles operar a sus anchas en caminos rurales y sectores urbanos. Y el saldo se acumula: asesinatos y desapariciones de hombres y mujeres; activistas, periodistas y políticos ultimados como parte de una grotesca puesta en escena. ¿Qué democracia puede prosperar sobre una tierra bañada en sangre, llanto y miedo? Pero como las instituciones civiles del Estado “no pueden” contra el crimen —o al menos ese es el pretexto—, es necesario —siempre sí— que el Ejército entre al quite. Contrario a lo que se cree, el militarismo en la seguridad pública no es un signo de fortaleza del Estado, sino la evidencia de su enorme debilidad. Las instituciones castrenses ven aumentar su presencia, influencia y poder mientras las instituciones democráticas se achican ante la desigualdad, la polarización y el populismo, y se hunden en el desprestigio, la pugna electoral carroñera y la corrupción de la partidocracia. Una nación que aspira a ser democrática no puede ser una nación militarizada. Así como el poder público debe estar por encima del poder económico, el poder civil debe mandar sobre el poder militar. Lo contrario es poner el revólver sobre la cabeza de la democracia, para, en un descuido, terminar por mandarla al diablo.

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Arturo G. González

Soy adicto a saber y descubrir algo nuevo todos los días. Me obsesiono con tratar de entender el mundo y la época que me tocó vivir. No puedo escapar a la necesidad de comprender por qué nuestra civilización es como es, y para ello leo noticias, opiniones, artículos de análisis y libros; escucho música y veo cine. Creo que el pasado vive en el presente, y que el presente es la pieza clave del futuro. Te invito a este viaje de pensamiento y descubrimiento cotidiano. Esta es mi visión del mundo.