Los políticos que piensan en la generación actual y en la siguiente ayudan a construir instituciones para ciudadanos de ahora y el futuro. Los políticos que sólo piensan en la próxima elección, endulzan el oído a sus seguidores para obtener los votos. El primer planteamiento sugiere un ejercicio racional de la política; el segundo apela sólo a la exaltación de las emociones, que es una forma de mediocridad política. Esta dicotomía, presente en distintas democracias de Occidente, va más allá de las campañas, ese momento en el que los candidatos son capaces de prometer cualquier cosa con tal de sumar sufragios. El problema viene después de la elección, cuando se gobierna. La volatilidad del electorado en general suele crear en la conciencia de quienes detentan el poder la necesidad de mantener las expectativas emocionales por encima de la construcción o fortalecimiento de las instituciones que materialicen el proyecto nacional propuesto, en caso de que éste exista y no sea sólo una ficción temporal adornada de un supuesto sentido histórico que termina convertido en una caricatura de la historia. Pero si la política es el ejercicio de la voluntad pública, dicha voluntad no es suficiente para construir o defender al Estado. El Estado sólo existe a través de las instituciones. Sin instituciones no hay Estado. Y en un Estado democrático, las instituciones rectoras de la cosa pública deben ser civiles, no militares.
Esto que pareciera de sentido común se ha vuelto imperativo recordarlo cuando observamos la corriente personalista y anti-institucional del ejercicio del poder en varios países. Una fórmula repetida, con matices, en distintos contextos nacionales es la de cuestionar el papel y la existencia de ciertas instituciones para alimentar las creencias conspiracionistas y mantener en el imaginario de los electores la mira puesta en los “enemigos” y no en el desempeño del gobierno. Lo que en una campaña electoral parece entendible y, para algunos, incluso justificable, es decir, alimentar el discurso de buenos contra malos, en el ejercicio gubernamental se vuelve indeseable por la fractura institucional que supone. Quien opera desde el gobierno bajo la visión de “el que no está conmigo está contra mí” y, por lo tanto, hay que anularlo o descalificarlo, no sólo demuestra su nulo entendimiento de los fundamentos de la democracia, sino que está atentando contra su propio interés ya que, tarde o temprano, el que ahora es oficialista se convertirá en opositor y, como tal, exigirá su derecho a existir. Tras la intransigencia e intolerancia a la crítica del gobernante no sólo hay ignorancia, también hay estupidez. Pero la afectación hacia sí mismo es lo menos importante frente al daño que se le causa al Estado y a la propia democracia de la cual se ha valido para llegar a donde está.
Para tener mayor claridad en este punto es necesario remontarnos a la filosofía política de uno de los pensadores fundamentales del Estado moderno: Jean Jacques Rousseau. Sus ideas, junto con las de Montesquieu, John Locke, entre otros, fueron vitales para dar forma a las instituciones estatales bajo las cuales se rige hoy buena parte del mundo. Dichas ideas, por ejemplo, influenciaron a la clase criolla de América que encabezó las revoluciones independentistas de las que nacieron las repúblicas americanas. Rousseau concibe al Estado como producto de un contrato social que permita establecer las garantías de libertad e igualdad de los integrantes de una sociedad. En este sentido, el polímata ginebrino era contrario al filósofo inglés Thomas Hobbes, quien, a grandes rasgos, sugería la necesidad de un Estado que se basara únicamente en el ejercicio de la fuerza. Para Rousseau: “el más fuerte no será nunca bastante fuerte para ser siempre el amo si no transforma la fuerza en derecho y la obediencia en deber”. Además, un Estado basado en la fuerza engendra en sí mismo la discordia que lo destruye, ya que el único cambio posible es el que se da por medio de una fuerza más grande que desplace a la fuerza gobernante.
De todos los conceptos de Rousseau, quizás el más interesante es el de voluntad general. Dentro de un contrato social adecuado, el Estado y la soberanía del mismo sólo pueden estar sustentados en la voluntad general. Pero, ojo, para Rousseau la voluntad general no es la voluntad de las mayorías, sino “un acto puro del entendimiento que razona en el silencio de las pasiones”, y que, como tal, tiende a la verdad y al bien común. ¿Pueden la voluntad general y la voluntad de las mayorías coincidir? Por supuesto, pero esto no siempre ocurre. El soberano que sólo escucha, o sólo presume escuchar, la voluntad de las mayorías puede incluso atentar contra la voluntad general y el bien común y, en consecuencia, perder la representación popular al final. Un caso extremo, pero aleccionador, es el régimen de la Alemania Nazi, que llegó a gozar del favor de las mayorías, pero terminó por hundir al Estado y a media Europa. Un ejemplo menos radical y más actual sería el de un gobierno que ante la posibilidad de construir o fortalecer una institución pública para garantizar la seguridad social de los ciudadanos, decidiera repartir el dinero a la población porque así la mayoría lo prefiere. Las instituciones que dan fortaleza a un Estado se construyen atendiendo a la voluntad general y no necesariamente a la voluntad de las mayorías. Es, por citar otro ejemplo, lo que ocurre cuando se establece la protección hacia las minorías étnicas o religiosas, de tal manera que no terminen tiranizadas por la mayoría. O lo que ocurrió con Europa tras la Segunda Guerra Mundial: las élites políticas se pusieron de acuerdo para, en atención a la voluntad general, construir un entramado institucional supranacional (hoy Unión Europea) que permitiera evitar una nueva guerra y reconstruir a un continente devastado. ¿Qué implica pensar en la actual y siguiente generación, actuar conforme a la voluntad general? Por ejemplo, sustituir el modelo de generación de energía basado en petróleo por otro menos tóxico para el medio ambiente; fortalecer las instituciones públicas de salud para prevenir que los brotes epidémicos se conviertan en pandemias; destinar mayores recursos a la investigación y desarrollo científico para ampliar la capacidad de respuesta ante la propagación de enfermedades; mejorar sustancialmente el modelo educativo; combatir las causas estructurales de la pobreza; incorporar a la planeación de ciudades y metrópolis un enfoque de sostenibilidad y de inclusión y, en suma, fortalecer las instituciones del Estado para enfrentar con mayor éxito los problemas que aquejan a la sociedad de hoy pensando en la que viene. Tal vez estas ideas no sean populares en campañas y no sumen los votos de las mayorías, pero ¿quién diría que no son positivas para la voluntad general y las futuras generaciones? Sólo los que defienden la mediocridad política.