Que el presidente de Estados Unidos, Donald Trump, reconozca abiertamente que intentó minimizar varias veces la gravedad de la pandemia de COVID-19 para “no crear pánico”, sólo es menos grave al hecho de que no es el único que ha mentido. Otros gobiernos han intentado engañar al público en el contexto de la propagación del coronavirus SARS-CoV2 que hasta hoy ha dejado casi 30 millones de casos confirmados, casi un millón de muertos de manera oficial y un profundo daño en las economías y sociedades de buena parte del orbe. Dado el desastre que ha causado la mala gestión generalizada de la pandemia y la evidencia de que el intento de engaño de los gobiernos no ha contribuido a aminorar el problema, sino al contrario, el argumento de Trump suena más a un pretexto para intentar justificarse. Pero no es la primera vez que sucede, por supuesto. En otros momentos, los gobiernos han tratado de ocultar o minimizar los estragos de epidemias y pandemias bajo distintos argumentos. Tal es el caso de lo acontecido hace 100 años con la mal llamada “influenza española”, considerada la primera pandemia global de la historia. Tal parece que muy poco hemos aprendido a lo largo de las décadas.
La de 1918 fue una pandemia que azotó a prácticamente todo el mundo y que fue provocada por un virus en ese entonces desconocido, pero que hoy conocemos muy bien: el virus de la influenza AH1N1. Es el mismo que volvió a golpear en 1977, con origen en la Unión Soviética, y en 2009, cuando México fue uno de los países más afectados. Aunque está muy arraigado en la sociedad, el nombre de “influenza española” es incorrecto y detrás de él se esconde la mentira y la censura que se propagó en ese tiempo a la par del propio virus. El primer brote de la gripe no fue en España, sino en EEUU, en un fuerte militar de Kansas, específicamente, y ocurrió en marzo, poco antes de la llegada de la primavera. El mundo, principalmente Europa, se encontraba inmerso en la Gran Guerra, hoy conocida como Primera Guerra Mundial, y EEUU estaba por cumplir un año de haber entrado en el conflicto. En medio del silencio oficial, durante los dos meses siguientes al primer brote el virus se propagó entre las fuerzas acuarteladas en otros estados. Las tropas estadounidenses enviadas a reforzar el bando aliado en Francia llevaron el virus consigo, mismo que se propagó por todos los frentes de batalla afectando a los dos bandos por igual.
Pese a las numerosas pérdidas humanas, los gobiernos de los países involucrados en la guerra decidieron ocultar la información de los múltiples brotes por razones “estratégicas”: no mostrar debilidad frente al contrario y evitar la desmoralización de los solados y civiles. De los ejércitos en movimiento el virus saltó al resto de la sociedad, que se encontraba indefensa e ignorante de la gravedad de lo que estaba ocurriendo con la enfermedad. Al final, se calcula que la pandemia cobró la vida de más de 20 millones de personas en todo el mundo, una cifra superior a las muertes ocasionadas por la guerra. No es difícil intuir que la mentira y la censura tuvieron mucho que ver con la rapidez de propagación del virus y con la incapacidad de gobiernos y población para hacerle frente. La mentira derivó en catástrofe. El único país que difundió de manera más abierta lo que ocurría con la pandemia fue España, que asumió una postura neutral en la guerra y, por lo tanto, su gobierno no mostraba interés en restringir la información, que fue retomada después por otros periódicos del mundo. Esto provocó que a la influenza se le pusiera el apodo de “dama española” o “gripe española”, nombre con el cual hasta ahora se le identifica.
Cien años después de estos sucesos, la pandemia de COVID-19 se presenta en un contexto parecido al de 1918, de alta competencia entre estados, suma desconfianza entre gobiernos y entre éstos y la sociedad. No son pocos los mandatarios que, como Trump, minimizaron reiteradamente la gravedad de la propagación del coronavirus o mintieron abiertamente sobre ella, empezando por el régimen de China, sobre el que pesan fuertes señalamientos internos y externos por su falta de acción oportuna para informar a la opinión pública internacional, contener el brote y evitar su diseminación por todo el mundo. Entre los mandatarios que desdeñaron o difundieron mentiras está el de México, Andrés Manuel López Obrador, cuyos dichos y ocurrencias sobre la pandemia han quedado registrados en las “mañaneras” y hoy operan en contra de su propio gobierno al exhibir la mala gestión política aplicada para contener la enfermedad. En algún momento, cuando la evidencia impedía seguir minimizando el problema, el subsecretario de Salud, Hugo López-Gatell, planteó que alcanzar los 60,000 muertos en México sería un escenario catastrófico. Pero la situación ha ido a peor y hoy ya son 70,000 decesos en el registro oficial, y varios estudios hablan de que son varias decenas de miles más. De igual forma, Trump llegó a plantear un escenario de no más de 100,000 muertos… hoy en EEUU ya están muy cerca de los 200,000, también de manera oficial. En un supuesto afán de “no causar pánico”, la mentira de muchos gobiernos del mundo ha provocado una catástrofe. Y en un apunte para el contraste, los estados que mejor gestión han hecho de la pandemia, que son la excepción y en su mayoría están gobernados por mujeres, comenzaron por establecer una línea clara, oportuna y uniforme de comunicación pública, acotando el ruido, la confusión y las ocurrencias. Ojalá que esta tragedia nos sirva a todos para aprender algo de lo bien que se hizo en algunas otras latitudes, en momentos en donde las rivalidades, competencias, carreras precipitadas por conseguir primero la vacuna y todas las desinformaciones que pululan opacan a la colaboración, la prudencia, el esfuerzo y liderazgo político que algunos sí están asumiendo en beneficio de sus pueblos y el mundo.