De crisis climáticas y colapsos civilizatorios

Por Arturo González González

La noticia se difundió como una de tantas. Y como una de tantas se perdió en el océano de información en el que conviven por igual trivialidad y seriedad. La semana pasada se superó dos veces el récord de temperatura media diaria del planeta. El lunes 3 de julio se alcanzaron los 16.9 º C, con lo que se rompió la marca de 16.8 º C del 14 de agosto de 2016. Sólo pasó un día para que el récord volviera a ser superado: el martes 4 de julio se rebasaron los 17 º C de temperatura media diaria global. La Tierra nunca había estado tan caliente desde que se tiene registro. Veníamos ya de por sí del mes de junio más cálido, en el cual varias ciudades del mundo rompieron sus récords de calor una y hasta dos veces en cuestión de días. La comunidad científica coincide en que estas temperaturas son consecuencia de un cambio climático de magnitudes no observadas en por lo menos cinco milenios. Aunque nos moleste reconocerlo, el calentamiento global ya no es un futuro probable, es un presente tangible. 

Con todo y la evidencia, hay quienes mantienen posturas negacionistas. La posición más extrema es la de quienes rechazan toda evidencia científica y aseguran, sin pruebas, que “el calentamiento global es una mentira producto de una conspiración”. Luego están quienes, si bien reconocen la existencia de datos que apuntan a alteraciones climáticas, rechazan la responsabilidad del sistema intensivo de producción y consumo surgido a raíz de la Revolución Industrial. Y estos son los mismos que minimizan los efectos de dichas alteraciones climáticas y que, también contra la evidencia científica, rechazan que los fenómenos meteorológicos se están intensificando. “Siempre ha habido desastres naturales”, es una frase común de estos practicantes del negacionismo. Lo que no ven es que nunca antes se habían registrado con la frecuencia y la fuerza de ahora.

Una pregunta válida es ¿qué tanto impactará en la forma de vida humana el cambio climático? La historia nos da algunas claves. En la primera mitad del siglo XII a. C., la civilización de la Edad del Bronce colapsó en el mar Egeo, el Mediterráneo Oriental, Asia Menor, el valle del Nilo y Mesopotamia. En un lapso menor a una centuria, los principados micénicos desaparecieron, el Imperio Hitita se desintegró, el Imperio Nuevo Egipcio entró en decadencia y la Dinastía Casita de Babilonia fue derrocada. Eran las civilizaciones más complejas del mundo conocido. En su libro 1177 a. C. El año en que la civilización se derrumbó, el historiador Eric H. Cline dibuja el cuadro de las causas del colapso. Establece que no fue un factor único, sino una serie de acontecimientos y fenómenos que provocaron un efecto dominó en una compleja red de sociedades ya de suyo complejas e interdependientes dentro de una incipiente mundialización. El cuadro causal de la catástrofe está conformado por alteraciones en las rutas comerciales internacionales, rebeliones internas, invasiones, sismos y… un cambio climático que provocó sequías y hambrunas. Otros estudiosos sugieren también el brote pandémico de una enfermedad parecida a la viruela que habría matado al faraón Ramsés V. 

Viajemos ahora a mediados del siglo VI d. C., cuando el mundo antiguo terminó de desmoronarse entre la cuenca del Mediterráneo y el norte del subcontinente indio. En A la sombra de las espadas. La batalla por el imperio global y el fin del mundo antiguo, el escritor Tom Holland narra la concatenación de infortunios que azotaron al orbe civilizado en aquellos años: una pandemia de peste bubónica, guerras internacionales, revueltas internas, invasiones, sismos y, sí, trastornos climatológicos motivados por potentes erupciones volcánicas que oscurecieron y enfriaron durante meses el hemisferio norte causando pérdidas de cosechas y una hambruna generalizada, incluso en sitios tan lejanos como Teotihuacán, centro de una civilización mesoamericana que sucumbió por esos años en una realidad ajena. El desastre en el viejo continente fue tal que, en menos de 100 años, el Imperio de los Gupta en la India desapareció; su vecino, el Imperio Persa Sasánida, sucumbió desgastado ante las huestes de Mahoma, y el Imperio Romano de Oriente entró en una decadencia de la que ya no se repondría. Similar a lo ocurrido 18 siglos antes, causas multifactoriales, entre las que se encontraba el cambio climático, llevaron a un mundo a su extinción… sólo para que sobre sus ruinas surgiera otro.

Si avanzamos otros siete siglos nos topamos con un escenario que, sin repetirse, rima con los dos mencionados. La gran crisis del siglo XIV muestra también un cuadro de acontecimientos múltiples vinculados. La peste negra se extendió por Europa, Asia y África y mató a decenas de millones de personas. Las guerras entre reinos y ciudades-estado se multiplicaron. Las rutas comerciales que habían florecido bajo el dominio de los kanes mongoles se interrumpieron. También una crisis climática enmarcó todos estos desastres, acompañados de hambrunas y movimientos masivos de población. En Europa, el sistema feudal entró en crisis, al igual que las estructuras político-religiosas que le servían de soporte ideológico. En el norte de África y Asia la civilización musulmana entró en declive, el Sultanato de Delhi se fragmentó y la Dinastía Yuan de China, fundada por el Kublai Kan, sucumbió en medio de revueltas. Fue el fin del mundo medieval y el inicio de la etapa de transición hacia lo que conocemos como mundo moderno. 

En los tres casos que he mencionado, el cambio climático, factor de peso, se manifestó en un descenso abrupto de las temperaturas sin intervención del ser humano. Fueron procesos estrictamente naturales. La crisis climática de hoy es muy diferente: hay un calentamiento sin precedentes motivado por las actividades productivas y consumistas de las sociedades humanas, principalmente las más ricas. Pero hay un elemento común que debemos tomar en cuenta: los cambios climáticos, en conjunto con otros factores, tienen el potencial de desequilibrar sistemas sociales e internacionales complejos al grado de llevarlos a la ruina con efectos catastróficos de los que cuesta mucho trabajo reponerse. Hay quien dirá que las civilizaciones mundializadas del pasado no contaban con las herramientas y capacidades que nuestra civilización global posee para hacer frente a la crisis climática que nosotros mismos hemos provocado. Pero también debemos reconocer que la magnitud del desafío hoy es mucho mayor y alcanza, por primera vez, al orbe entero en una complejidad que supera a la de cualquier civilización anterior. Y no podemos obviar lo que ha observado el arqueólogo Ken Dark, estudioso de los colapsos del pasado: “Cuanto más complejo es un sistema, más fácil es que se desmorone”. La pregunta central, entonces, es: ¿estamos haciendo lo suficiente para mitigar este desmoronamiento?

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Arturo G. González

Soy adicto a saber y descubrir algo nuevo todos los días. Me obsesiono con tratar de entender el mundo y la época que me tocó vivir. No puedo escapar a la necesidad de comprender por qué nuestra civilización es como es, y para ello leo noticias, opiniones, artículos de análisis y libros; escucho música y veo cine. Creo que el pasado vive en el presente, y que el presente es la pieza clave del futuro. Te invito a este viaje de pensamiento y descubrimiento cotidiano. Esta es mi visión del mundo.