México llega a la elección más compleja de su historia en medio de un clima enrarecido y con una generación política que ha hecho de la mediocridad su sello. La democracia se ha convertido en un espectáculo grotesco, similar al de las hienas peleando por carroña, que se ha tornado trágico por la violencia política y la disfuncionalidad institucional que ha sembrado de cadáveres el suelo de la República, ya sea por el crimen o por las pandemias que azotan al país. Quienes desde uno u otro bando se disputan el poder por el poder mismo, sin auténtica visión ni proyecto de Estado, se acusan mutuamente de ser un peligro para la democracia. Y lo hacen muchas veces desde el cinismo de querer demostrar quién le ha hecho más daño al país cuando les ha tocado ser gobierno.
Para entender la crisis democrática que vive México, es necesario salir del círculo tóxico de los falsos contrastes que plantean tanto opositores como oficialistas. Porque para quienes el lopezobradorismo tiene la culpa de todo, basta con votar por los candidatos de oposición para salvar a la democracia y al país, como si los partidos de ayer hubieran demostrado tener la capacidad y disposición de hacer bien las cosas. Mientras, quienes defienden la idea de que la responsabilidad del desastre que es México está en los que gobernaron antes, repiten que para superar todos los males basta con votar en pro de la supuesta transformación del país, como si en las filas del grupo que hoy controla la República no hubiera oportunistas de los gobiernos del pasado ni se estuvieran cometiendo errores garrafales. La ruta que hay que seguir para analizar los riegos de nuestra malograda democracia es diferente y comienza por definir qué democracia tenemos en México.
En el papel, la democracia mexicana es de tipo liberal, es decir, representativa y pluripartidista. A través del sufragio universal los electores eligen a sus representantes en los poderes Legislativo y Ejecutivo, quienes, con mandato constitucional, toman decisiones en nombre de todo el cuerpo ciudadano. A raíz de las exigencias de sectores opositores —de izquierda y derecha— al oficialismo priista, el otrora dominante presidencialismo del partido de Estado comenzó a ceder el control de las elecciones para dejarlo en manos de instituciones autónomas como los institutos electorales nacional y estatales y los tribunales judiciales especializados en materia electoral. Con este esquema de vigilancia y contrapesos, pensado para la realidad democrática mexicana, se avanzó algo en garantizar la equidad en los comicios y disminuir, que no desaparecer, el riesgo del fraude. No es exagerado decir que sin la creación de este esquema la alternancia no habría llegado en 2000 ni en 2018.
No obstante, la desconfianza ha persistido en el juego electoral producto del control que siguen ejerciendo los gobiernos estatales en las elecciones locales y parte de las federales, y de la falta de responsabilidad de la mayoría de los partidos y sus candidatos que, cuando no les favorece el voto, tienden a descalificar el resultado y a las autoridades electorales, muchas veces sin preocuparse por presentar pruebas reales ni contundentes. Es así como los partidos han ido teniendo una creciente injerencia en los institutos y, a través de reformas legales, han incrementado los candados y la vigilancia para, supuestamente, eliminar la posibilidad de la trampa, lo cual nos ha llevado al absurdo de que los partidos que en el congreso aprueban normas electorales más duras son los mismos que las burlan o rompen en las campañas y comicios. El proceso electoral actual es una clara muestra de ello.
Con solo tener que resolver la anterior disfuncionalidad descrita sería suficiente para preocuparnos y ocuparnos por el destino de la democracia mexicana. Pero hay otros problemas, algunos más graves y complejos. Uno de ellos es la violencia política que se manifiesta no sólo en las expresiones de odio en el espacio público y virtual, sino sobre todo en los asesinatos de funcionarios y candidatos. En lo que va del proceso electoral ya son casi 90 los políticos asesinados, de los cuales poco más de un tercio son aspirantes, en su mayoría opositores al partido gobernante en sus estados. El dato por sí mismo es alarmante, pero lo es aún más la normalización de esta violencia, una más de la serie de violencias que se reproducen todos los días a lo largo y ancho del país desde hace lustros y con todo y militarización de la seguridad pública o, tal vez, tendríamos que comenzar a analizar qué tanto debido a ella. ¿Cómo aspirar a tener una democracia sana en un estado en el que se asesina con tal facilidad a un candidato? Hemos normalizado el crimen a un grado de estupidez suicida.
Pero la polarización que promueven los partidos desvía el interés que estos casos de violencia deberían despertar en sociedad y gobierno y nos encierra en su lucha absurda de poder por el poder. La polarización es grave no sólo porque alienta y justifica la violencia contra el adversario y el crítico, sino porque oculta la gran pantomima de la alternancia, el cambio y la transformación. Debajo de la disputa encarnizada y sin escrúpulos de los partidos hay tendencias que se mantienen desde hace sexenios: la corrupción, la inseguridad, la demagogia, la desigualdad, la pobreza, el clientelismo, el favoritismo económico, la degradación de las instituciones civiles y el empoderamiento de las instituciones castrenses. El gatopardismo es otro sello de la política mexicana.
El cuadro se cierra con una realidad cada vez más evidente: ante la ausencia de principios ideológicos claros y proyectos de Estado reales y viables, los partidos se centran en la mercantilización electoral. Todas las alianzas hoy son pragmáticas y cortoplacistas; lo que importa es sacar al otro del poder para ponerse uno, a como dé lugar. No se debate para construir, se descalifica para destruir. Y lo que queda, hay que repartírselo. Es la rapiña abierta. Se compran lealtades, votos, estructuras, liderazgos. Se reparten candidaturas a profesionales del ridículo o se entregan como patrimonio familiar. Se crean partidos como membretes para arrancar una tajada al erario y vender los usos al mejor postor. Y en medio de todo, la farsa del voto útil, con el que candidato y partido que lo promueven se descaran en su ineptitud para decirnos: “no tengo nada que ofrecer, salvo que no votes por el contrario”. El discurso de los opositores en esta elección es salvar a México y a la democracia del populismo. El discurso de los oficialistas es terminar de derrotar al neoliberalismo prianista conservador. Ambos sólo ven la paja en el ojo ajeno, y no la enorme viga del propio que comparten: en realidad poco o nada les importa el futuro del país. Es la generación de la mediocridad política que ha puesto en escena una democracia de lodo y sangre. Tendrán los ciudadanos que reponerse a dicha mediocridad.