La democracia no es un evangelio

Por Arturo González González

La democracia es el mejor sistema político y la culminación de un proceso histórico a la que todos los estados, tarde o temprano, deben llegar. Esta es la premisa del liberalismo político en Occidente que, cuando habla de democracia se refiere casi de forma exclusiva a los sistemas representativos en los que los ciudadanos convertidos en electores eligen, de entre una oferta de partidos políticos, a quienes los representan en los órganos legislativos y ejecutivos. Cualquier otro modelo democrático entra en el terreno de lo sospechoso. Sin embargo, desde el mundo extraoccidental, la democracia se define de otros modos y con otras prácticas que, a los ojos de las potencias liberales, rayan en el autoritarismo o conforman autocracias consumadas. Para quienes no comparten la visión de Washington, Londres, Bruselas et al, la representativa es un tipo de democracia basada en una tradición histórica propia del espacio europeo y americano que no tiene arraigo fuera de ahí y que, por lo tanto, no debe ser vendida como una fórmula para el orbe entero.

Este choque de visiones marca uno de los grandes dilemas de nuestro tiempo: la supervivencia de la democracia, sus límites espaciotemporales y las amenazas que se ciernen sobre ella. Y este fue precisamente el detonante, al menos en el discurso, de la cumbre virtual que el presidente de Estados Unidos, Joseph R. Biden, convocó la semana pasada y a la que sólo invitó a 110 estados con criterios poco claros en su selección. Pero, más allá de la polémica sobre por qué Brasil, Filipinas y Polonia, cuyos gobiernos han emprendido un ataque sistemático contra las instituciones democráticas, fueron invitados, mientras Bolivia, China y Hungría no, aunque se asumen como democracias (iliberales o populares), y sobre la ausencia de resultados de la cumbre, lo importante es revisar los trasfondos geopolíticos que existen en las motivaciones de Biden, la visión que hay detrás de ellas y las deficiencias y contradicciones de la misma. Porque para ningún observador debe pasar desapercibido que mientras Washington ha aislado o asfixiado a regímenes que considera autoritarios, aunque hayan sido electos democráticamente, ha patrocinado dictaduras militares que ejercen abiertamente la represión contra sectores sociales. Tampoco podemos obviar el hecho de que al mismo tiempo que la potencia americana critica la falta de libertad de expresión dentro de China y Rusia, mantiene su persecución contra Julian Assange por revelar secretos de la inteligencia y diplomacia estadounidenses.

Desde antes y, sobre todo, después de la Segunda Guerra Mundial, Estados Unidos se asumió como el paladín de la libertad y la democracia en el mundo para dar un soporte ideológico a su hegemonía global y construir un bloque liberal frente al fascismo en Italia y al nacionalsocialismo de Alemania, pero con mayor énfasis frente al bloque comunista liderado por la Unión Soviética que, por cierto, abrazaba el ideario de una democracia popular. Hoy parecería estar ocurriendo lo mismo, con un presidente Biden armando un nuevo club de demócratas liberales frente a los nuevos —y no tan nuevos— autoritarismos. Pero esta es una lectura superficial que deja de lado el contexto histórico. En el exterior, Estados Unidos primero venció al fascismo y al nacionalsocialismo en 1945 con la ayuda de la Unión Soviética, que derrotó a la Alemania Nazi en el frente oriental; posteriormente doblegó al comunismo con una estrategia de desgaste que culminó con el colapso de la URSS en 1991. En el interior, Washington contuvo el avance del comunismo entre el sector obrero y de los grupos filonazis entre la población integrista blanca con un gran pacto entre clases que dio forma al Estado social o, mejor conocido en Europa como Estado de bienestar. Olvidar el soporte que hizo posible el mejor momento del sistema democrático liberal significa convertir a la democracia en un evangelio, una “buena nueva” en la que hay que creer a ciegas.

Para evitar un viraje hacia la izquierda radical o la extrema derecha en sus países, la clase capitalista norteamericana y europea occidental tuvo que hacer concesiones a la clase trabajadora que se tradujeron en mejores salarios y prestaciones. El Estado social fue una condición necesaria para ganar la guerra y cortar las alas a los radicalismos. No obstante, una vez conjuradas, al menos en apariencia, las amenazas comunista y fascista, los capitalistas comenzaron a presionar para que los gobiernos flexibilizaran los mercados laborales y las normas fiscales y financieras para incrementar la rentabilidad del capital. La crisis de los años 70 ofreció el marco perfecto para que los grandes capitalistas convencieran a los gobiernos de la necesidad de aplicar reformas para liberar al capital de sus ataduras. Así es como surge el neoliberalismo y la globalización producto de él, una integración económica de alcance mundial que permite a las empresas trasnacionales obtener mejores rendimientos a partir de la disminución de los costos productivos, en detrimento de los beneficios alcanzados por las clases trabajadoras. El neoliberalismo significó, de forma implícita, el fin del pacto interclases que había llevado a las sociedades occidentales al período de mayor bienestar de su historia.

Las consecuencias político sociales de 40 años de globalización neoliberal están a la vista: deterioro de la calidad de vida de las clases medias; lumpenización de un proletariado que queda a merced de las adicciones, la delincuencia y el extremismo; exaltación del individualismo y fractura de los tejidos sociales; disminución de las capacidades del Estado para resolver la creciente demanda de la población; pérdida de legitimidad de un sistema democrático representativo que ya no genera confianza. Es decir: las causas del deterioro de la democracia liberal en Estados Unidos, Europa y otras partes del mundo tienen menos que ver con los ataques de China y Rusia que con las decisiones tomadas por los gobiernos de las potencias occidentales en las últimas cuatro décadas. Si el presidente Biden quiere en verdad fortalecer el sistema democrático liberal, tendría que comenzar en casa planteando un nuevo pacto adecuado a la realidad de nuestro tiempo. Quedarse en la defensa retórica de los beneficios de la democracia liberal frente a otros regímenes será como asumir una posición evangelizadora entre poblaciones que poseen un desarrollo histórico distinto con referentes culturales e idiosincráticos, a veces, diametralmente diferentes. Además, están las incoherencias en las que cae cada vez con mayor frecuencia Washington, satanizando, por ejemplo, al autoritario Irán, una república teocrática, mientras apoya a Arabia Saudí, una represiva monarquía absoluta. Biden tiene razón: la democracia no es un accidente, pero tampoco un evangelio.

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Arturo G. González

Soy adicto a saber y descubrir algo nuevo todos los días. Me obsesiono con tratar de entender el mundo y la época que me tocó vivir. No puedo escapar a la necesidad de comprender por qué nuestra civilización es como es, y para ello leo noticias, opiniones, artículos de análisis y libros; escucho música y veo cine. Creo que el pasado vive en el presente, y que el presente es la pieza clave del futuro. Te invito a este viaje de pensamiento y descubrimiento cotidiano. Esta es mi visión del mundo.