Imaginemos por un momento que creemos completamente lo que dicen el presidente, los gobernadores y los alcaldes en sus discursos sobre sus informes de gobierno. ¿Acaso no creeríamos que vivimos en el mejor país, estado y municipio? ¿Acaso no pensaríamos que no tiene sentido criticar o quejarse de la administración pública en los tres órdenes de gobierno porque todo lo que hacen está bien y, además, lo hacen con la mejor de las intenciones? ¿Acaso no deberíamos sentirnos profundamente agradecidos de tener a las mejores autoridades de la historia, con la salvedad, claro, de que las anteriores lo fueron y las que vienen también lo serán debido a nuestra credulidad absoluta en la retórica oficial? De vuelta a la realidad, lo cierto es que la visión de quienes gobiernan suele estar divorciada de lo que vive la mayoría de la población y de los problemas a los que se enfrentan el país, el estado y el municipio. ¿Por qué?
¿Por qué cuesta tanto al presidente, los gobernadores y alcaldes reconocer lo que para miles o millones de familias es un desastre, como la salud y seguridad públicas en todo el país? ¿Por qué quienes ayer desde la oposición cuestionaban agriamente los errores del gobierno emanado de un partido que no es el suyo, hoy se niegan a reconocer esos mismos errores u otros cometidos por su gobierno? ¿Por qué, por ejemplo, la militarización de la seguridad pública era un error mayúsculo en sexenios anteriores y hoy es una estrategia que no sólo debe mantenerse, sino que incluso debe ampliarse? ¿Por qué antes no era válido en un municipio o estado argumentar la falta de recursos para atender los problemas principales de la comunidad y hoy es la única explicación posible para las limitaciones de una administración, por mencionar otro ejemplo? ¿Qué pasa en el tránsito de la oposición al oficialismo y de ésta a aquélla? Contrario a lo que pudiera creerse desde una mirada superficial, la respuesta dista mucho de ser sencilla.
Para algunos la mayor responsabilidad del divorcio entre discurso oficial y realidad está en los políticos. Y no les faltará razón para pensarlo. Son ellos quienes asumen actitudes que rozan o rebasan el engaño, la mentira, el desdén y hasta el cinismo. Y esto tiene que ver con un ejercicio personalista de la actividad política, en donde se le da excesiva importancia a la construcción de una imagen pública que tiende a ser más ficticia que real. En campaña, los candidatos prometen todo, por más inviable o estúpida que resulte su promesa. Quien aspira a un cargo de elección popular se proyecta la mayoría de las veces como una figura casi mesiánica que puede resolver todos y cada uno de los problemas de la población a la que pretende gobernar o representar. Pero una vez en el cargo, comienzan los pretextos, las omisiones, los repartos de culpas y, en pocas palabras, se les engorda la vista alimentada de una general falta de escrúpulos. Y en México, como en otros países, existe un defecto social que propicia la degeneración del orgullo, una conducta que en principio es sana para cualquier ser humano, pero que puede tomar rutas indeseables en la política. Por ejemplo, ¿cuántos gobernantes no asumen una posición ególatra y megalómana desde su cargo público para ningunear o atacar a quienes cuestionan a su gobierno? En esa egolatría y megalomanía llegan al punto de creer que todo se trata de ellos, y no es difícil verlos desarrollar delirios de grandeza atribuyéndose por completo lo supuestamente bueno que ocurre durante sus gestiones.
No obstante, la responsabilidad de los políticos en el gran divorcio del que hablamos es sólo una parte del problema. Hay que anotar también que en los partidos políticos se observa un escaso compromiso con las instituciones democráticas y una deficiente formación ética de sus cuadros. Por encima de la construcción de bases sólidas para un proyecto institucional duradero, se privilegia cada vez más la acción populista, el relumbrón, la estridencia, la ocurrencia, la franca provocación. La sustancia se deja de lado mientras se debilitan las capacidades del Estado, y la República se convierte en mera carroña para buitres. Un claro ejemplo de ello es la cada vez más despiadada disputa electoral en la que se hace uso de todo tipo de artimañas y, en caso de no ganar los comicios, descalificaciones al proceso con tal de no asumir la propia responsabilidad, sin importar el desgaste que esto implica para la democracia y su credibilidad y prestigio frente a la ciudadanía.
Con todo lo cierto que pueda ser lo descrito arriba, la ecuación sigue incompleta si no analizamos una importante cuestión: ¿por qué los políticos y sus partidos actúan así? Y la respuesta más sincera que podemos darnos es: porque pueden. Existe un entorno social que permite, y hasta alienta, que estos comportamientos egocéntricos, megalómanos, anti-institucionales y antiéticos ocurran. En un extremo del espectro tenemos a quienes poco o nada les importan los asuntos políticos, que les da igual quién gobierne y lo que haga, ya sea esto por desinterés, apatía, descreimiento o nihilismo irreflexivo. En el otro extremo están aquellos que hacen mucho ruido en el ágora virtual, montándose en la primera ola de tendencia que se les atraviesa para no quedarse atrás y tratar de poner su sello, aunque sea efímero, en eso que en el argot de las redes se llama “el tren del mame”. Lo cierto es que, tanto en una posición como en la otra, poco o nada pasa. Porque para el que se mantiene ajeno, lo que sucede en la vida pública es irrelevante y no merece la pena intentar cambio alguno; y para el que todo es motivo de forzada burla o indignación de pose, al final nada resulta mejorable, porque cuando todo es ocasión de ruidoso escándalo, nada termina siéndolo.
En medio de los extremos están quienes se interesan de manera genuina por el devenir de las instituciones, pero suelen ser pocos y los mismos —el llamado círculo rojo— como para que haya un cambio sustancial. Por eso no es de extrañar que prolifere el gatopardismo político en México: cada sexenio o trienio mucho cambia en apariencia, pero muy poco en esencia. Y dos explicaciones a este vicio sociopolítico las podemos encontrar, sí, en la deficiente formación cívica de los ciudadanos, pero sobre todo en los límites de un modelo democrático de dudosa representatividad en donde el valor de intercambio material se sobrepone al interés común, como si de un negocio se tratase, que impide una vinculación sólida, productiva y comprometida entre gobierno y sociedad. No sólo es que los gobiernos deban estar más cerca de la ciudadanía, sino que la ciudadanía debe estar más dentro de los gobiernos. Sólo así podríamos terminar con la fantasía del discurso oficial dentro de un sistema democrático.