Por Arturo González González
Una sombra recorre el orbe, es la sombra del militarismo. El ensimismamiento político que vive México hace creer que muchos de nuestros problemas son exclusivos del país o que son más graves aquí que en cualquier sitio. También se suelen abordar dichos problemas como si el Estado mexicano fuera ajeno a tendencias globales. Esta mirada obtusa no sólo impide diagnosticar y trabajar adecuadamente para superar los lastres de la República, sino que abona a agudizar los problemas. La militarización de la seguridad y el militarismo en la política del país se insertan en una corriente mundial que, en su etapa más reciente, tiene por lo menos dos décadas.
Hay quienes desde el oficialismo niegan, por estulticia o conveniencia, la existencia de ambos fenómenos. Hay quienes desde la oposición los utilizan para golpear al gobierno en turno, sin confesar su parte de responsabilidad. Si militarización y militarismo han avanzado en México al grado de que hoy vemos a las fuerzas armadas en labores que antes eran de exclusiva competencia civil es porque las élites políticas y económicas se han adherido a esta tendencia global para defender sus intereses particulares y cortoplacistas. Al hacerlo, no sólo generan más problemas: minan la capacidad de resistencia democrática, tal y como ocurre en otras latitudes.
En el artículo De la militarización al militarismo (Nexos, noviembre 2020), Daira Arana y Lani Anaya establecen la diferencia entre militarización y militarismo. La militarización es la presencia de fuerzas castrenses o estrategias militares en tareas ajenas a la Defensa Nacional. Abarca desde el despliegue del ejército en labores de seguridad pública hasta la adopción de mandos y/o tácticas militares por parte de policías civiles. El militarismo es la incursión de elementos castrenses en la dinámica política y/o el uso de fuerzas militares por parte de grupos de poder para alcanzar sus objetivos. La militarización es una etapa previa al militarismo, tal y como hemos observado en México. Y esta tendencia es perceptible incluso en la incorporación de términos de la jerga castrense en el lenguaje cotidiano; el uso de la palabra guerra para referir a acciones del gobierno contra drogas, crimen, terrorismo y migración irregular es un ejemplo clásico.
Ni la militarización ni el militarismo son fenómenos nuevos. Los encontramos en las potencias imperialistas europeas y asiáticas de principios del siglo XX que hicieron colisión en las guerras mundiales. Y en la Guerra Fría, cuando EUA movilizó a parte de su sociedad para iniciar guerras como las de Corea y Vietnam, patrocinó golpes militares en América Latina para frenar al comunismo e incluso decretó una guerra contra las drogas dentro de su propio territorio. O cuando la URSS promovió o respaldó revoluciones armadas en varias partes del mundo a la par de que intervino directamente en países en donde el régimen comunista se tambaleaba. Con la desaparición del orden bipolar global la lógica militar pareció ceder… sólo para resurgir con mayor fuerza a inicios del presente siglo.
La nueva ola de militarización y militarismo comenzó en 2001, tras los atentados del 11 de septiembre. Los halcones de Washington afianzaron su control sobre la política exterior e interior y desplegaron una serie de medidas que dentro de EUA restringieron derechos humanos y libertades civiles, y fuera del país hicieron la guerra sin esforzarse en justificarla. La ambigua guerra contra el terrorismo sirvió de paraguas a las intervenciones en Irak, Afganistán, Libia y Siria, que dejaron una estela de desastre e inestabilidad. Si el objetivo era acabar con el terrorismo yihadista, éste sólo se incrementó cebándose principalmente sobre los estados que se pretendía “liberar”. La diplomacia perdió terreno frente a la lógica militar, la cual se incrementó tras la crisis de 2008 que evidenció aún más las contradicciones y desigualdades del sistema económico imperante.
La segunda década del siglo XXI dejó en claro el retorno a una nueva carrera armamentista con los incrementos sostenidos en los presupuestos militares hasta rebasar en 2020 los dos billones de dólares, cifra récord. El yihadismo pasó a segundo término frente al renovado duelo entre potencias que hasta no hace mucho eran socias. La llegada de Donald Trump al poder imprimió una dinámica bélica a la economía al declarar la guerra comercial y tecnológica contra China, que de principal socio comercial pasó a ser primer rival geopolítico. El conflicto de Rusia y Ucrania y la amenaza de China sobre Taiwán son sólo dos casos más de cómo el belicismo está acaparando las dinámicas internacionales y nacionales.
Mientras tanto, fenómenos como la inestabilidad política, la delincuencia organizada, la migración y el calentamiento global son abordados cada vez más como problemas de seguridad nacional, susceptibles de ser enfrentados bajo ópticas militares o, incluso, armando a una población sometida a productos culturales altamente belicistas que llevan a normalizar la lógica de guerra. Prueba de ello son la multiplicación de muros y el despliegue de tropas en las fronteras, la proliferación de cuarteles en zonas de extracción de recursos naturales, el despliegue de tropas para frenar protestas y el uso de ejércitos y guardias nacionales militarizadas frente al hampa.
La desconfianza en la política civil ha abierto la puerta a posturas cada vez más extremistas que usan sin empacho un lenguaje militarista para combatir lo mismo a la inmigración que a la delincuencia. En América Latina las fuerzas armadas ganan espacios en medio de la encarnizada lucha política, el franco deterioro de las instituciones civiles, el incremento del crimen organizado y el creciente desencanto hacia la democracia. El ejército asume funciones de policía y las policías se reestructuran como fuerzas paramilitares bajo mandos castrenses. Se usa a la tropa para reprimir o amenazar a la disidencia. Se les entregan a las organizaciones militares las tareas de administración, control y legislación de las instituciones civiles. Y se normaliza la postulación de militares en activo o en retiro como candidatos a puestos de elección popular.
En México, la nueva militarización comenzó en el sexenio de Zedillo con la Policía Federal Preventiva creada con elementos castrenses para romper la huelga de la UNAM; se afianzó con el despliegue militar ordenado por Calderón en su intento por ganar la legitimidad que no obtuvo en las urnas, y se mantuvo con la Gendarmería de Peña y el cuestionable papel del Ejército en casos como Ayotzinapa. Ahora con López la militarización se ha transformado en militarismo, con unas fuerzas armadas penetrando peligrosamente el Estado civil. Bajo esta óptica, México es un eslabón más de la internacional militarista que ensombrece el futuro de la democracia.