Cuando leemos o escuchamos el término “guerra mundial”, lo primero que se nos viene a la mente es el conflicto bélico que sacudió al orbe entero entre 1939 y 1945, y en el que participaron todas las grandes potencias de la época y unas dos docenas de países periféricos; es decir, la Segunda Guerra Mundial. Luego, quizás, pensamos en la Gran Guerra o Primera Guerra Mundial, la conflagración que se desarrolló entre 1914 y 1918 entre potencias imperialistas de Europa, principalmente. La magnitud descomunal e inusitada de ambos conflictos nos impide ver más allá del horizonte de horror y devastación de los 30 años más violentos en la historia de la humanidad. Y tiene cierta lógica: nunca antes el mundo había vivido guerras tan globales y sangrientas, con medios de destrucción tan potentes que apenas una generación anterior ni siquiera podía imaginar, y con efectos tan profundos y duraderos.
Pero, ¿qué pensarías si te dijera que la Primera Guerra Mundial en realidad no fue en realidad la primera guerra mundial de la historia? Sí, antes de dicha conflagración hubo otras que bien pudieran caber en la definición de guerra mundial. Un siglo antes de la Gran Guerra, a caballo entre los siglos XVIII y XIX, el Imperio británico y sus aliados libraron contra el Imperio francés y sus dominios una serie de conflictos de repercusiones globales conocidos como Guerras de la Coalición. Este enfrentamiento fue una especie de continuación ampliada de la Guerra de los Siete Años de 1756-1763, otra conflagración de carácter mundial que enfrentó también a los británicos con los franceses.
Y así como las dos guerras globales de la primera mitad del siglo XX marcaron el colofón de la hegemonía británica, en particular, y la hegemonía europea, en general, los conflictos del siglo XVIII y principios del XIX significaron el relevo de la hegemonía francesa por la británica en Europa, y el fin de la primacía financiera neerlandesa que fue reemplazada por la de los ingleses. Algo similar ocurrió en el siglo XVII con la Guerra de los Treinta Años, otro conflicto de alcance mundial, gracias a la cual los Países Bajos no sólo lograron deshacerse del yugo español, sino que también pudieron sustituir a la hegemonía hispánica para imponer la suya en Europa y los océanos que comenzaban a ser dominados por los europeos.
Hasta aquí podríamos concluir que las guerras mundiales son un fenómeno exclusivo de la llamada Edad Moderna… pero no es así. Y quiero remontarme dos milenios y medio para contar un poco de la que tal vez sea la auténtica primera guerra mundial de nuestra historia. La literatura histórica clásica las conoce como Guerras Médicas, aunque dicho nombre es impreciso. Y me parece relevante hablarte hoy de este conflicto porque justo en 2021 se cumplen 2,500 años del fin de este acontecimiento que marcó el comienzo de un cambio de era en el viejo mundo euroasiáticoafricano. Un cambio que tiene repercusiones incluso ahora, en nuestro mundo hiperglobalizado del siglo XXI.
El conflicto tuvo lugar principalmente entre los años 490 y 479 a. C., aunque sus antecedentes y secuelas abarcan desde 499 hasta 449, es decir, medio siglo de enfrentamientos, insidias y rivalidades. Se le conoció como Guerras Médicas porque los griegos, que se identificaban entonces como helenos, conocían a Persia como Media, que era el nombre de la potencia que regía antes de que los persas conquistaran todo el Próximo Oriente. Algo así como cuando en el siglo XX la mayoría seguía llamando Rusia a la Unión Soviética.
El Imperio persa estaba gobernado por la dinastía aqueménida y era la potencia indiscutible de la época. El “rey de reyes”, que al inicio de la conflagración era Darío I, no sólo era el gobernante más rico del mundo conocido, sino que también era el monarca que más tropas podía reunir. Bajo los aqueménidas, Persia era un imperio universal tricontinental dentro del cual vivían pueblos de muy diversa cultura en un territorio que abarcaba desde Egipto en África y Tracia en Europa, hasta los actuales Afganistán y Pakistán en Asia. Todos los pueblos estaban obligados a pagar un tributo anual al rey de reyes, ritual que está representado en la Puerta de Todas las Naciones de Persépolis, una de las capitales del imperio. Además de riquezas, tenían que aportar tropas cuando el monarca decidía emprender la guerra contra una nación sublevada o que pretendiera anexionar.
Y la guerra que los persas emprendieron contra los griegos tenían precisamente estas dos causas: castigar la sublevación de las ciudades helenas de la costa de Anatolia y el respaldo brindado a ellas por parte de algunas polis libres del Egeo, e incorporar al poderoso imperio todo el territorio de la Hélade. Cuando analizamos lo que era Grecia entonces encontramos un contraste muy importante en relación con Persia. Mientras el Imperio aqueménida era una unidad política sobrepuesta a una diversidad de culturas, la Hélade era un cúmulo de pequeños estados independientes que compartían una misma cultura. Y en esta pluralidad, cultural en el caso de Persia y política en el caso de Grecia, radica el carácter mundial de la guerra en cuestión. Se trató del enfrentamiento de decenas de pueblos bajo el dominio persa contra decenas de polis griegas independientes, aunque en cada uno de los bandos hubo defecciones y traiciones, por lo que no resulta extraño ver a mercenarios griegos peleando del lado de Persia o pueblos del Imperio persa actuando a favor del bando heleno.
La numeralia de la guerra no está clara todavía. Las fuentes varían mucho entre sí y van desde cifras verdaderamente fantásticas hasta números muy conservadores. Según los cálculos de estudiosos modernos, Persia habría podido movilizar hasta 300,000 soldados para intentar aplastar a unos griegos que apenas habrían logrado sumar una fuerza de no más de 40,000 efectivos. Una relación de 8 a 1. Esta diferencia abrumadora haría pensar a cualquier observador de la época que los helenos no tenían oportunidad alguna de salir bien librados del conflicto. Sin embargo, la coalición de ciudades griegas logró frenar al poderoso ejército persa y evitar así ser absorbida por el imperio.
La guerra se resolvió en un puñado de batallas cuyos nombres resuenan hoy todavía bajo un aire de heroísmo desde la perspectiva de Occidente: Maratón, Termópilas, Salamina, Platea y Mícala. Estos combates, unos terrestres y otros navales, han servido de argumento para libros históricos y de ficción, así como películas de distintos alcances; obras permeadas en su mayoría por la visión occidental que gusta colocar en la Grecia clásica el origen de su civilización. Uno de los asuntos más recurrentes es el triunfo improbable de las fuerzas helénicas frente al ejército más poderoso del momento. Y para explicarlo hay numerosas causas posibles y conjuntas más allá de la versión racista que apunta a una superioridad del hombre griego sobre el persa.
Lo primero que hay que considerar es la geografía. Para las tropas de los aqueménidas la invasión implicó adentrarse en un teatro de operaciones atípico: mar, estrechos, bahías angostas, costas escarpadas, terrenos montañosos y aislados, pasos de difícil acceso… es decir, un espacio al que no estaban habituados en sus guerras de conquista que en su mayoría se realizaron por tierra y sobre planicies y valles. Otro aspecto importante es la dificultad de movilizar un ejército tan grande, preparado para los espacios abiertos, en una geografía tan compleja que neutralizaba la ventaja numérica. Un hecho que no se puede soslayar es que muchos de los componentes de la armada y el ejército eran obligados a pelear, es decir, que no lo hacían por convicción, además de que las tácticas utilizadas presentaban una desventaja considerable frente a la mayor flexibilidad de las fuerzas griegas, más fáciles de manejar, conocedoras de la región y mejor armadas en general.
Un punto que aún hoy se discute es la relevancia que tuvo para cada uno de los bandos esta guerra. Se suele decir que mientras para los helenos se trató de un asunto de vida o muerte como cultura, para los persas fue sólo una más de sus aventuras de conquista. Es decir, para los griegos fue un gran triunfo que les permitió fortalecer su confianza y afianzar su dominio en el Mediterráneo, mas no su unidad; para los persas fue una dolorosa derrota, sí, pero que no comprometió en el corto y mediano plazo la existencia del imperio, que sobrevivió un siglo y medio todavía. Incluso, los aqueménidas buscaron nuevas formas de incidir y desestabilizar a las polis comprando voluntades y metiendo discordia en las instituciones locales e internacionales de los helenos (¿te suena?). A la luz de lo ocurrido a partir del año 430 a. C., con la fratricida Guerra del Peloponeso, parece que estas estrategias dieron más frutos que la invasión y el sometimiento.
Sin embargo, la trascendencia de esta guerra mundial está dada por las tendencias que creó y los procesos que aceleró. En primer lugar, buena parte del éxito de la estrategia de defensa griega recayó en el liderazgo de Atenas y, en particular, en la visión democrática de Temístocles. Él comprendió que la única manera que había de salvar a los atenienses era con una flota poderosa que fuera impulsada por ciudadanos libres y no por esclavos que bien pudieran traicionar a la causa a cambio de libertad. Para ello, Temístocles promovió un paquete de reformas que concedieran más derechos al pueblo bajo de Atenas. En suma, la democracia, sistema político de reciente creación, demostró en ese momento ser efectiva no sólo en lo político, sino también en lo militar… aunque varias décadas después entraría en decadencia (¿te suena, otra vez?).
En segundo término, el Imperio persa encontró con las Guerras Médicas los límites de su expansión continua que iniciara Ciro a mediados del siglo VI a. C. Después de la derrota frente a los griegos, los reyes persas se concentraron más en mantener cohesionado al imperio que en incorporar nuevos territorios. Los dominios de los aqueménidas ya no podían crecer más, puesto eran demasiado grandes para la época: poco más de 5 millones de km2, en los que habitaban cerca de 20 millones de personas. No había forma de mantener el control y la cohesión de un imperio tan vasto y diverso. Persia había logrado unir a todos los pueblos de Oriente Medio, un anhelo que persiguieron los acadios, babilonios, hititas, egipcios y asirios antes que ellos, pero las fuerzas centrífugas eran demasiadas.
En tercer lugar, las Guerras Médicas significaron una movilización de recursos y personal nunca antes vista en el mundo antiguo. A partir de entonces, la guerra adquirió una dimensión diferente y una importancia mayor como forma de superar las contradicciones de unas sociedades estatales que cada vez rivalizaban más por la obtención de recursos naturales, el control de rutas comerciales y la sustracción de tributos sobre poblaciones cautivas. El viejo mundo se estaba haciendo “pequeño” en medio de un proceso de creciente interconexión y contacto entre potencias y pueblos.
Y como cuarto aspecto —y quizás el más importante—, el conflicto entre griegos y persas representó el comienzo del cambio de eje político y económico internacional, que había estado desde hace dos milenios en el Próximo Oriente, y que ahora comenzaba a moverse hacia el Mediterráneo, en su extremo occidental, y hacia China en su extremo oriental. Una tendencia que se afianzaría con el surgimiento del poderío imperial romano, de un lado, y con la eclosión del Imperio chino Han en el siglo II a. C. Si revisamos todas las guerras mundiales ocurridas desde entonces, encontraremos que éstas ocurren como ciclo de causa-efecto de todas las transiciones hegemónicas y los cambios de centro y eje del sistema mundial. ¿Cuál otra guerra mundial recuerdas? ¿Crees que viviremos en esta generación un nuevo conflicto de esta escala?