Esta semana que se cumplen 110 años del inicio de la Revolución Mexicana, un acontecimiento histórico que ha sido mitificado y sometido a todo tipo de manipulaciones ideológicas. Más allá de las obtusas visiones que predominan en la propaganda oficial y las simplificaciones que persisten en el imaginario popular, es necesario revisar este hecho como parte de un largo y complejo proceso de avances y retrocesos, de cambios y permanencias, que han llevado a México ser hoy lo que es. Desde cierto punto de vista crítico, esta guerra civil tantas veces sacralizada o demonizada puede ser considerada el inicio de una sucesión de acontecimientos socio-políticos que bien pudiésemos llamar “las cinco erres del México moderno.”
Revolución de 1910. Entre las distorsiones chovinistas y nostálgicas sobre este movimiento armado sobresale que se le considere como “la primera revolución del siglo XX”, cuando en verdad no lo es. Antes del estallido de noviembre de 1910 se dieron por lo menos otros dos en distintas partes del mundo: la revolución uruguaya de 1904, que acabó con el caudillismo rural predominante en la nación sudamericana, y la revolución rusa de 1905, que transformó la monarquía absoluta del zar en una monarquía constitucional. Es imposible desvincular lo sucedido en México a principios del siglo pasado de lo que acontecía en un mundo que vivía ya una globalización capitalista liderada entonces por el vastísimo Imperio Británico. El capitalismo global, al que México estaba vinculado de forma periférica, se encontraba sumido en una crisis de rentabilidad a largo plazo que terminó por mermar la legitimidad de regímenes autoritarios, como el de Porfirio Díaz, quien ensayó un proyecto de modernización del país que alcanzaba sus limitaciones políticas y económicas. México era un Estado muy desunido geográficamente, con enormes desigualdades, una población mayoritaria pobre y una ausencia de democracia que se convirtió en el catalizador de un grupo de hacendados, capataces y caudillos que movilizaron a una base social descontenta para demandar nuevas reglas del juego político y económico. Salvo acabar con el régimen porfirista, no había una ideología clara y única entre quienes se pusieron a la cabeza del movimiento armado, el cual derivó en una cruenta lucha caudillista que encontró en la Constitución de 1917 un primer paso para la institucionalización de un nuevo régimen que no terminó de consolidarse hasta finales de los años 20, cuando surgió el Estado corporativista aglutinado en el PNR-PRM-PRI.
Revuelta de 1968. Del autoritarismo unipersonal se pasó al autoritarismo partidista con un modelo económico desarrollista de economía mixta, es decir, capitalista pero con fuerte intervención del Estado. Dicho régimen cosechó ciertos éxitos, como la creación de instituciones propias de un estado de bienestar y un crecimiento económico sostenido basado en la exportación de materias primas, principalmente petróleo. No obstante, la expansión de las clases medias trajo consigo la exhibición de los límites del sistema. En medio de un clima mundial de protesta y manifestaciones contra la visión vertical del poder, en México surgió una revuelta juvenil que demandaba la ampliación de libertades civiles y políticas que fue reprimida de forma violenta varias veces, con Tlatelolco y el Jueves de Corpus de 1971 como tragedias emblemáticas. La intolerancia del régimen exhibía también sus debilidades.
Reforma de 1982. A la pérdida de legitimidad del sistema de partido de Estado se sumó una crisis que se tradujo en una fuerte reducción de las capacidades financieras. Al igual que los dos acontecimientos anteriores, no se pueden desligar las complicaciones económicas del país del contexto internacional de los 70 y principios de los 80: la ruptura de los acuerdos de Bretton Woods, la crisis petrolera mundial, la estanflación de los países desarrollados y la crisis de la deuda latinoamericana. La quiebra del Estado mexicano terminó por derruir la legitimidad del modelo político-económico y dio paso a un proceso de reforma neoliberal impulsado desde Washington y Londres que implicaba la venta de activos y empresas públicas, la disminución de la participación estatal en la economía, el establecimiento del binomio poder económico-poder político y la adopción del libre mercado como dogma en aras de una presunta modernización del país.
Rebelión de 1994. El mismo día de la entrada en vigor del Tratado de Libre Comercio, una de las medidas estrella de la reforma neoliberal, estalló en Chiapas la rebelión zapatista que vino a recordarnos las profundas desigualdades que prevalecen en México y a poner en entredicho el plan de desarrollo económico impulsado por Miguel de la Madrid y Carlos Salinas de Gortari. El EZLN colocó de manera enérgica en la agenda nacional las grandes limitaciones de la idea de progreso concebida por el Estado mexicano, un progreso del que eran excluidas, una vez más, las comunidades indígenas con sus tradiciones. El grito de “¡Ya basta!” resonó no sólo en la República, sino también en el mundo.
Regeneración de 2018. Con este contexto histórico y en medio de una severa crisis de inseguridad y descomposición social y política, en 2018 llegó al poder Andrés Manuel López Obrador, aupado por un movimiento que pretendía impulsar una “transformación” para “regenerar” la vida pública nacional, una promesa que encendió la esperanza de millones y provocó una alta expectativa. En su retórica propagandística, el presidente asume su gobierno como heredero de “tres grandes transformaciones del país”, entre ellas, la revolución de 1910. Lo cierto es que el triunfo de AMLO no puede entenderse sin la revuelta del 68, con la que el país tiene una deuda histórica debido a la represión ejercida por el Estado hegemonizado por el PRI, partido al que el hoy mandatario se afiliaría a mediados de los 70, es decir, en plena “guerra sucia”, y abandonaría a finales de los 80 para sumarse al izquierdista Frente Democrático Nacional de Cuauhtémoc Cárdenas, otro expriista, y fundar más tarde el PRD. AMLO ha puesto en el centro de sus objetivos acabar con cuatro décadas de reforma neoliberal y, aunque en su crítica a ésta comparte posición con el EZLN, el presidente ha marcado su distancia desde hace años con la rebelión zapatista con la que alguna vez llegó a simpatizar. Y es así como, tras dos años de gobierno, la pretendida regeneración se mantiene en la retórica oficial con algunos avances, muchos pendientes y en medio aún de una crisis de inseguridad sin precedentes a la que hoy se ha sumado una doble crisis sanitaria y económica por la pandemia.