Por Arturo González González
México, en náhuatl, quiere decir “ombligo de la Luna”. México hoy puede convertirse en el ombligo de la nueva globalización. En el siglo XVII la Nueva España estuvo a punto de ser el centro de la primera globalización de la historia. Además de sus dominios en América, el Imperio español había conquistado las Filipinas, de importancia estratégica para la ruta hacia China. Durante unas décadas, la Nueva España fue el corazón del comercio interoceánico entre el Pacífico y el Atlántico. El Galeón de Manila salía del archipiélago filipino para atracar en el puerto de Acapulco, y de Veracruz zarpaba la nave que conectaba al virreinato con la metrópoli.
No obstante, el impulso autoritario e imperialista de la Monarquía Hispánica descarriló la oportunidad. Para no afectar a los españoles en América, la corona restringió el comercio con Asia limitando las importaciones desde ese continente. Y para proteger los intereses de los potentados en la península Ibérica, puso trabas a las importaciones de productos americanos… salvo el oro y la plata. Además, el Imperio español prohibió el comercio directo entre las colonias americanas, lo que, aunado a las otras restricciones, sofocó a la Nueva España.
El oro y, sobre todo, la plata, fueron extraídos a raudales para satisfacer la obsesión de los Habsburgo de una hegemonía mundial. Toneladas de metales preciosos se gastaron en la corte, el ejército y la armada para sostener las guerras hegemónicas libradas en Europa. Así como llegaba, el metal se iba a los principales centros de producción de Europa, en donde España adquiría los bienes necesarios para sostener su poderío militar y el boato de la corte. Luego, el numerario regresaba en préstamos otorgados por los bancos genoveses en una espiral de endeudamiento insostenible. El Imperio español nunca pudo construir un verdadero poder económico y, en su tropiezo, arrastró a la Nueva España.
Cuatro siglos después, en condiciones muy distintas, México tiene frente a sí el potencial de colocarse en el centro de una nueva globalización que se configura a partir del reacomodo de las cadenas de producción. Parte de las cadenas globales que definieron el sistema económico mundial en los últimos cuarenta años se transforma hoy en cadenas regionales. Este hecho por sí mismo representa oportunidades para México, las cuales se acrecientan si consideramos el marco de integración económica norteamericana que aporta el TMEC y la tradición industrial exportadora del país con sus activos institucionales, inmobiliarios y de talento humano.
Comencemos con el nearshoring. Una buena parte de los inversionistas de Estados Unidos puede confiar en México como segundo proveedor en caso de que las fallas geopolíticas trastoquen aún más las cadenas de suministro que inician en Asia. Esto ya está en marcha, como lo está la creación de nuevas cadenas de carácter regional. La oportunidad aquí es la captación de inversión estadounidense que busca satisfacer de bienes y servicios al gran mercado de EEUU.
Esta realidad es atractiva también para otros. Empresas europeas y asiáticas tienen en México una opción de primer orden para producir con los ojos puestos en el mercado de EEUU, algo que está pasando y que las tensiones geopolíticas entre la potencia americana y China afianzará en los próximos años. Para el capital chino, México será casi su única puerta de entrada a Norteamérica. Para el capital europeo, una alternativa rentable y atractiva.
También puede ocurrir a la inversa. Para el capital estadounidense resulta ventajoso invertir en México con el objetivo de exportar a la Unión Europea. ¿Por qué? Porque a diferencia de EEUU, nuestro país sí cuenta con tratado de libre comercio con la UE, lo cual abarata los costos arancelarios de los productos. En pocas palabras: para una empresa estadounidense es considerablemente más barato exportar a Europa desde México que desde EEUU.
El TMEC también es un imán para los empresarios latinoamericanos que, al instalar una compañía en México, pueden poner un pie en el mercado norteamericano. Pero no debemos perder de vista el potencial que por sí mismo tiene el mercado mexicano, de más de 130 millones de personas y contando. Para inversionistas extranjeros y nacionales no sólo la exportación es posible, también el crecimiento dentro de nuestro país en un mercado que se dinamiza cada vez más.
Por eso digo que México puede ser el ombligo de la nueva globalización. Pero, ojo, la oportunidad sólo será realidad si nuestro país sabe aprovecharla y aborda con claridad, persistencia y eficiencia los retos sociales, políticos y económicos que tiene enfrente.