La salida del Reino Unido de la Unión Europea es uno de esos acontecimientos que marcan el fin de una era y el comienza de otra. Es el punto final de 47 años de gradual integración económica y política entre la Gran Bretaña y el continente. Pero más allá de las consecuencias que tendrá para ambas partes, también se trata de un acontecimiento que ha servido para poner en entredicho a la democracia y, sobre todo, a sus instrumentos más directos. Y es que hay que recordar que esta historia de divorcio comenzó con un referéndum en el que la mayoría de los electores británicos votaron por la «independencia» de la Unión Europea. Fue un resultado inesperado, incluso para los promotores del llamado Brexit, a raíz del cual muchas voces se han sumado para criticar, incluso satanizar, este tipo de ejercicios democráticos. Pero es necesario que nos preguntemos si el problema está en los instrumentos de democracia participativa o directa, o en el uso que están haciendo de los mismos el populismo para impulsar su agenda con un fin distinto al del bien común. Es preciso preguntarnos si el problema está más relacionado con el populismo, siempre adepto a las soluciones simplistas y dicotómicas, que con la democracia misma. Y debemos hacernos estas preguntas por la relevancia que tienen las respuestas para este sistema político, incluso en contextos tan diferentes como el mexicano.
El caso en cuestión ofrece una lección que puede esclarecer ambas interrogantes. En los últimos años grupos nacionalistas han dirigido sus baterías contra la Unión Europea haciéndola responsable de buena parte de los problemas que enfrenta el Reino Unido. Y ciertamente podrían encontrarse dentro de las instituciones comunitarias decisiones equívocas que han redundado en consecuencias negativas para la sociedad. Por ejemplo, las fuertes restricciones promovidas desde Bruselas en el gasto social que achicaron los alcances de las estructuras del Estado de bienestar en varios países miembros, o la priorización de la disciplina financiera y el flujo de capital por encima de la inclusión de los sectores más marginados de la sociedad europea. Pero lo paradójico es que muchas de estas recetas neoliberales nacieron justamente en el Reino Unido en los años ochenta y, al final, la Unión Europea solo se hizo eco de las propuestas surgidas de una élite político-económica que acaparó los esquemas de toma de decisiones de las estructuras comunitarias. Es decir, estos grupos usaron a la Unión Europea para impulsar su agenda económica y cuando se percataron de las consecuencias, depositaron la culpa en ella, convirtiéndola en un chivo expiatorio, para lo que se valieron de medias verdades y mentiras completas.
Señalar solo los fallos que ha tenido la Unión Europea es dejar de lado otra parte importante de la realidad. La Europa comunitaria es el ejercicio de gobernanza internacional más relevante en la historia humana. Un ejercicio que surgió de la necesidad de encontrar un destino común para un continente que llevaba medio siglo sumido en las guerras más destructivas que jamás haya sufrido la humanidad. Y funcionó. Gracias a las comunidades y posteriormente a la Unión, apoyada fuertemente por Estados Unidos, Europa logró encontrar el camino a la paz, incluso en medio de las tensiones relacionadas con la Guerra Fría. Además, la eliminación de las fronteras nacionales para los ciudadanos de los países miembros brindó una oportunidad sin precedentes de movilidad laboral e intercambio cultural que ensanchó los horizontes de una generación entera. Esos mismos horizontes que hoy han sido achicados de nuevo para los jóvenes británicos que han pasado de sentirse parte de un cuasi estado continental a vivir en una isla, literal y metafóricamente, que sueña aún en sus sectores más conservadores con ese pasado imperial de una Gran Bretaña hegemónica. Un pasado que no volverá, aunque forme parte del ideario del populismo conservador británico, que ha avanzado mucho por el desdibujamiento de la izquierda y la ausencia de opciones democráticas.
La manera en la que se engañó a una parte del electorado para votar por la salida, y se desalentó a la otra para que no acudiera a votar, nos muestra claramente lo nocivo que puede llegar a ser el populismo para una sociedad. El populismo, que lo mismo actúa en la derecha que en la izquierda, enarbola la bandera de la protección del pueblo mientras por la espalda atenta contra él u opera para obtener ventajas particulares o gremiales. En México lo sabemos muy bien, porque lo hemos vivido, lo estamos viviendo ahora. Desde el populismo se polariza, se confunde, se descalifica, se miente, se tergiversa, se engaña. Se utilizan los mecanismos más nobles de la democracia participativa para justificar acciones absurdas como la cancelación de un aeropuerto. Se endeuda a un estado, como Coahuila, a espaldas de la ciudadanía, y se hipoteca su futuro por el pago de créditos de los que se desconoce el beneficio social. Se ofrecen soluciones tóxicas y simplistas, como la militarización, para problemas complejos, como la inseguridad. Se criminaliza a los niños con un operativo de revisión de sus pertenencias luego de un evento traumático, como la tragedia del Cervantes, que es mucho más complejo que la salida fácil que se propone. Se impulsa el linchamiento mediático de personas que no se ajustan a la ideología dominante o a los intereses de cualquiera de los partidos que se disputan el poder. Se distrae con temas irrelevantes, como la rifa de un avión. Se atenta contra las libertades en pro de una mayor vigilancia.
No es la democracia, es el populismo, y el uso que este hace de las estructuras políticas. Culpar a la democracia de las malas decisiones de los políticos del populismo es seguir abonando a la destrucción de la misma. Es allanarle el camino a la autocracia. Es justificar la necesidad de «hombres fuertes» de «mano dura» que vengan a «poner orden» en medio del «caos». Es cancelar las posibilidades de construir una sociedad mejor a partir de la participación informada de la ciudadanía. Es volver a entregar a uno, o unos cuantos, la responsabilidad y destino de la mayoría. Y ya sabemos en qué termina eso.