Por Arturo González González
En medio de la efervescencia de las llamadas inteligencias artificiales generativas procesadoras de lenguaje natural (ChatGPT, DeepMind, etc.), debemos reflexionar sobre los miedos y deseos que proyectamos sobre la tecnología. De la perspectiva más pesimista cuestionemos por qué creemos que las máquinas terminarán un día por sustituir o, incluso, someter a los seres humanos. De la visión más optimista preguntemos por qué pensamos que las máquinas liberarán a la humanidad de todo trabajo físico e intelectual para entrar en una era de felicidad colectiva. Es necesario un debate más profundo que supere la barrera de los miedos y deseos y que considere las realidades que han hecho posible el desarrollo tecnológico.
Es muy común que los partidarios de la idea de máquinas superiores a humanos confundan causas con consecuencias. Y esto tiene que ver con la maquinización de la naturaleza y el ser humano, rastreable desde los antiguos filósofos griegos hasta los “tecnofilósofos” de hoy. Pero las máquinas son producto de la naturaleza, más específicamente de la naturaleza humana, y no al revés. Equiparar a un sujeto creador con su creación es un error epistemológico básico. La naturaleza no humana es anterior a la humana como la realidad humana es previa a la tecnológica. La humanidad forma parte de la naturaleza, como las máquinas pertenecen al horizonte de lo humano. Lo humano es sólo una parte de un todo natural más amplio, como lo tecnológico es sólo un ámbito de un todo humano más extenso. Por lo tanto, pensar que el todo puede ser suplantado por una de sus partes es un camino que lleva al fracaso. Los seres humanos no sustituyen ni sustituirán a la naturaleza, como la tecnología nunca hará lo propio con los seres humanos. Dicho de una forma simple: las personas no somos máquinas, ni en cuerpo ni en mente. Somos entidades naturales mucho más complejas que aún no terminamos de entender. La máquina más sofisticada que existe no ha alcanzado el grado de complejidad de una persona. Todo lo que ocurre con la máquina es perfectamente explicable, mientras que en nuestra humanidad aún hay misterios por resolver.
La homologación de máquinas con personas parte de una visión limitada de la dimensión humana. Quienes asumen que el cuerpo y el cerebro humanos son máquinas sólo están considerado aspectos de su funcionalidad. Ver a un androide moverse podrá confundir a alguien que crea que en realidad se trata de una persona, como se puede confundir en una discusión superficial a una inteligencia artificial con una humana. La confusión deriva de una observación parcial de la persona: sus procesos funcionales. Dentro del organismo humano ocurren miles de millones de procesos químicos, físicos, eléctricos, biológicos, emocionales, psíquicos, etc. que no ocurren en un robot. Una máquina puede hacer cálculos muy complejos en un tiempo y precisión infinitamente superiores a los de un cerebro humano, o, incluso, elaborar una pintura a partir del análisis de patrones de millones de obras de arte; pero esto es sólo una pequeña parte de lo que ocurre con una persona. ¿Puede una máquina experimentar una sensación a partir de la experiencia del crujido de una rama en medio de un bosque y, desde ahí, generar una idea, como tantas han generado los seres humanos en su contacto sensible con una realidad que no puede explicarse con palabras o cálculos matemáticos? Porque no todo lo que ocurre con nosotros es objetivo, existe una realidad subjetiva que muchas veces se traduce en intuición. Esta es una diferencia sustancial entre máquinas y humanos. Las máquinas carecen de subjetividad, son entes objetivos creados por seres que poseen la doble dimensión objetiva y subjetiva. Una persona puede experimentar en medio del desierto nocturno y desde su realidad subjetiva la sensación de algo que llama divinidad y luego construir un concepto objetivo de Dios; la máquina sólo puede procesar dicho concepto, su significado y significantes, es decir, la parte lógica.
Por su parte, quienes promueven el optimismo tecnológico también suelen cometer errores que, en este caso, son consecuencia de la falta de comprensión de los procesos históricos. Una proyección simplista común de los tecnoptimistas es que las máquinas un día permitirán a la humanidad entera despojarse de la necesidad del trabajo para dedicarse sólo a aquello que les provoca placer sin preocuparse por tener que ganarse el sustento. Pero esta proyección pasa por alto que el desarrollo tecnológico acelerado es producto de condiciones históricas específicas y que el capital con el que se produce es una construcción de relaciones sociales, económicas y políticas. Aunque la primera máquina de vapor se inventó en Alejandría en el siglo I, no fue sino hasta el siglo XVIII que tuvo una aplicación social práctica, y esto se debe a que el sistema económico burgués de la Europa Occidental de la Edad Moderna era propicio para la búsqueda de una mayor rentabilidad de capital prescindiendo de mano de obra artesanal e impulsando la producción masiva de bienes de consumo. En contraste, el Imperio romano de la Antigüedad sustentaba la prosperidad de las clases altas en la utilización generalizada de mano de obra esclava o servil que, de ser liberada por las máquinas, hubiera ocasionado un profundo desequilibrio en una sociedad dominada por terratenientes y potentados.
Además, lo que ocurre hoy con la aceleración tecnológica dista demasiado de ese futuro prometedor del que hablan los partidarios del entusiasmo irreflexivo. La automatización de procesos productivos en aras de la mayor rentabilidad del capital provoca el reemplazo de grandes cantidades de fuerza laboral humana que no encuentra acomodo en un sistema que tiende a la acumulación de riqueza en manos de quienes se encuentran a la cabeza de las empresas que impulsan la revolución tecnológica. No existe un reparto de beneficios que permita garantizar la subsistencia de aquellas personas que son sustituidas por las máquinas o que se encuentran al margen del sistema económico como productores, mas no como consumidores. Plantear un escenario de prosperidad para todos como producto de los avances técnicos implicaría, por ejemplo, pensar en redistribuir los beneficios económicos de la oligarquía global tecnocrática vía impuestos para que los estados eviten la ampliación de la brecha de la desigualdad y la pauperización de la sociedad. Hasta el momento, los gigantes tecnológicos no han dado visos claros y consistentes de estar dispuestos a renunciar a sus privilegios de acumulación de capital con todo y que buena parte de los avances de los que se benefician son producto de la investigación pagada con recursos públicos en las últimas décadas del siglo XX. También ahí no estamos observando con atención. Hay varios libros que abonan al debate, uno muy reciente que recomiendo es Máquinas filosóficas (Dardo Scavino, Anagrama, 2022).