Por Arturo González González
Un general desquiciado de la Fuerza Aérea de EEUU ordena un ataque preventivo nuclear con aviones B-52 contra blancos estratégicos de la URSS. Cuando el presidente estadounidense se entera de la situación, convoca al consejo de guerra y al embajador soviético para tratar de evitar una guerra nuclear. El plan es ayudar a los soviéticos a derribar los B-52, a menos de que logren dar con el código secreto para frenar la orden de ataque. Pero un avión no recibe el mensaje y escapa a los radares soviéticos. Continúa con su misión. La situación es más grave: la URSS posee un arma terrible, la Máquina del Fin del Mundo, la cual se activa de forma automática inmediatamente después de sufrir un ataque nuclear. El dispositivo tiene la capacidad de destruir el planeta y fue creado para disuadir a EEUU. Pero… “la Máquina del Fin del Mundo pierde su sentido de ser si uno la mantiene en secreto. ¿Por qué no se lo dijeron al resto del mundo?”, pregunta el presidente. El embajador responde: “íbamos a anunciarlo en el congreso del partido, el lunes”.
Este es el argumento de Dr. Insólito o: cómo aprendí a dejar de preocuparme y amar la bomba, cinta de Stanley Kubrick que exhibe en clave de comedia negra los absurdos de la carrera armamentista nuclear de la Guerra Fría. La película se estrenó en 1964, dos años después de la crisis de los misiles de Cuba, casi 20 años desde el primer bombardeo atómico de la historia, y apenas tres años después de la detonación de la Bomba del Zar, el arma nuclear más potente que se haya probado. Little Boy y Fat Man tuvieron un rendimiento de 16 y 21 kilotones, respectivamente, y mataron en conjunto a unos 220,000 personas en Hiroshima y Nagasaki. La Bomba del Zar alcanzó los 50 megatones, es decir, entre 2,300 y 3,200 veces más energía que las arrojadas por EEUU sobre Japón. Con esta prueba, la URSS intentaba compensar la desventaja en la que aún se encontraba respecto a su rival americano. En 1961 los soviéticos contaban con un arsenal nuclear de 2,471 unidades, mientras que los estadounidenses poseían 22,229 ojivas, es decir, casi diez veces más. Moscú tenía que demostrar que, aunque no poseía tantas, sus armas eran más potentes.
La única forma de mantener el equilibrio en un mundo con fuerzas armadas capaces de destruir países enteros era bajo los principios de la disuasión y la destrucción mutua asegurada. Ninguna de las dos potencias nucleares se atrevería a atacar a su oponente a sabiendas de que podía sufrir el mismo daño. Para que esos principios funcionen, es necesario que los competidores demuestren una capacidad destructiva similar, para lo cual es requisito indispensable que ambos cuenten con la información que permita comprobar dicha capacidad. Para EEUU, el equilibrio se puso en peligro en octubre de 1962 con el arriesgado movimiento de Nikita Jrushchov, líder de la URSS, quien ordenó en secreto el despliegue de misiles nucleares en Cuba, a 160 kilómetros de Florida. La respuesta de John F. Kennedy, presidente de EEUU, fue ordenar un bloqueo naval a la isla, poner en evidencia la jugada de Jrushchov en la ONU y negociar en privado el retiro de misiles estadounidenses de Turquía a cambio del retiro de los misiles soviéticos de Cuba. Se conjuró la catástrofe y el mundo recuperó el aliento.
La amarga realidad de 1962 y la ácida ficción de Dr. Insólito pusieron de relieve la importancia de la advertencia de los científicos involucrados en el Proyecto Manhattan, entre ellos, Robert Oppenheimer, protagonista de la más reciente película de Christopher Nolan. La cinta Oppenheimer muestra las contradicciones y tribulaciones de un científico brillante que cobra conciencia del extraordinario peligro que conlleva su creación. El síndrome de Frankenstein. Al comenzar su trabajo al frente del proyecto, Oppenheimer creía que era mejor que EEUU tuviera el arma antes que la Alemania Nazi, que desarrollaba un programa análogo. Una vez cumplida la misión de la ciencia, la política hizo el resto. Berlín cayó antes de que Washington pudiera usar la bomba, así que Japón, que resistía en el Pacífico, quedó como único blanco. El presidente Harry S. Truman no sólo quería aniquilar la moral de los japoneses, deseaba lanzar un mensaje a su próximo rival: la URSS.
Tras Hiroshima y Nagasaki, Oppenheimer y otros científicos propusieron que en vez de seguir experimentando con fórmulas para armas más potentes, como la de hidrógeno, se buscara construir un esquema internacional de control de energía atómica. Sabían lo que venía: una carrera armamentista nuclear. Pero no fueron escuchados. Los soviéticos tardaron sólo 4 años en tener su propia bomba atómica, y en medio de la alarma, en EEUU se desató la cacería de brujas del macartismo contra todos aquellos que fueran sospechosos de comunismo, colaboracionismo con la URSS o espionaje para Moscú. Los estadounidenses detonaron su primera bomba H en 1952; los soviéticos, un año después. La carrera más desquiciada de la historia estaba en auge. Oppenheimer, padre de la bomba atómica, había tenido razón y ahora era un obstáculo para los planes nucleares de Washington. El gobierno sometió a su Prometeo a un proceso inquisitorial para desacreditarlo.
El mensaje trasciende la película. Tras la crisis de 1962, soviéticos y estadounidenses lograron mantener a raya el riesgo de una conflagración nuclear gracias a tres realidades objetivas: 1) la ausencia de una guerra directa entre las dos superpotencias; 2) la construcción de una arquitectura de tratados para poner límites a las armas nucleares, y 3) la incapacidad técnica de crear un arma nuclear con la eficiencia suficiente para dar un primer golpe que desarticule la capacidad de reacción del enemigo. Este último punto es vital. Si no puedo atacarte sin que puedas responder igual o más fuerte, mejor no te ataco. Tras la caída de la URSS, pareció que el mundo entraba a una era en la que el temor a las armas nucleares sería un asunto del pasado. Pero las cosas han cambiado para mal en los últimos diez años.
Rusia posee hoy el arsenal nuclear más grande del mundo. Rusia está inmersa en una guerra directa contra Ucrania, e indirecta contra la OTAN que lidera EEUU, con riesgo de escalar a un choque frontal. La arquitectura para limitar las armas nucleares ha desaparecido, Moscú suspendió en febrero el último tratado que quedaba en pie. Las fuerzas armadas rusas han perfeccionado sus armas nucleares tácticas y estratégicas al grado de contar hoy con la capacidad de superar la barrera del primer golpe. Se trata de misiles hipersónicos, difíciles de detectar, fáciles de maniobrar, y con la capacidad de portar varias ojivas nucleares, también maniobrables. China y EEUU desarrollan ya sus propios programas de modernización con un ojo puesto en Moscú. Estamos frente a una nueva carrera armamentista nuclear, mucho más peligrosa y absurda que la que denunciaron Kubrick y Oppenheimer.