Por Arturo González González
“Es perfectamente obvio que el mundo entero se va al infierno. La única oportunidad posible es que procuremos que no sea así”. Estas palabras fueron pronunciadas en 1967 por Robert Oppenheimer pocos días antes de morir. La guerra de Vietnam estaba en su apogeo y la Revolución Cultural china daba sus primeros pasos. No habían pasado cinco años desde la crisis de los misiles de Cuba, ni cuatro del asesinato de John F. Kennedy. El presidente estadounidense otorgó el premio Enrico Fermi al padre de la bomba atómica en 1963 para tratar de rehabilitarlo en la vida pública tras años de asedio del gobierno por su activismo contra el uso de las armas que él ayudó a crear. Pero Kennedy no pudo entregar el premio al físico porque las balas disparadas en Dallas, Texas se lo impidieron. Oppenheimer, hoy erigido en ídolo pop gracias a la película homónima de Christopher Nolan y sus 13 nominaciones al Oscar, sabía muy bien del peligro que la bomba atómica representaba para la humanidad. Y también sabía lo que la política estaba haciendo de la ciencia.
“Hasta nuestros días, la ciencia mantuvo su carácter universal, pero después de las investigaciones nucleares que permitieron la fabricación de la bomba atómica, se convirtió en un departamento secreto celosamente guardado por los estados. El sabio se ha transformado en prisionero de sus propios inventos, viéndose obligado a convertirlos en instrumentos de muerte”. Estas palabras de Jacques Pirenne, escritas en el último tomo de su monumental obra Las grandes corrientes de la historia, publicado cinco años después de la muerte de Oppenheimer, resumen muy bien el sentimiento que invadía al director del Laboratorio de Los Álamos y sus colegas. En una especie de acto de contrición, luego de conocer los efectos desastrosos de las bombas en Hiroshima y Nagasaki, Oppenheimer fundó en 1945 junto con Albert Einstein y otros especialistas el Boletín de Científicos Atómicos (BCA), una organización cuya misión es advertir de los riesgos existenciales que enfrenta la humanidad.
La semana pasada el BCA publicó su actualización anual del Reloj del Fin del Mundo, el instrumento simbólico que alerta sobre lo cerca que estamos de un desastre civilizacional. La hora es la misma que en 2023: 90 segundos antes de la medianoche, el momento más cercano al abismo desde que se creó el reloj. Frente a la terrible advertencia, tenemos dos opciones: quedarnos en el abordaje superficial de la hora marcada, o atender los riesgos que los científicos describen y su significado. Quienes se quedan en la superficie suelen adoptar dos posturas: la descalificación, por considerar absurdo el instrumento y su “medición”, o el sensacionalismo, con el fin de llamar la atención a través del miedo. Las dos posiciones, por más opuestas que parezcan, pueden conducir a lo mismo: la inmovilidad. Es muy probable que quien desdeña la advertencia haga tanto como quien se asusta momentáneamente, es decir, nada.
Te propongo que sigamos un camino diferente: el análisis. El reporte del BCA describe cuatro amenazas principales: nuclear, climática, biológica y tecnológica. Respecto a la primera, dice: “los programas de gasto nuclear en las tres mayores potencias nucleares (EEUU, Rusia y China) amenazan con desencadenar una carrera armamentista nuclear a tres bandas a medida que la arquitectura de control de armamentos del mundo colapsa”. Sí, los tratados sobre estas armas han ido expirando uno a uno. Además, al trinomio de las grandes potencias atómicas se han sumado otros actores como Norcorea, India, Pakistán e Irán, el cual está muy cerca de fabricar su propia bomba. Por si fuera poco, los focos de tensión, eventuales pretextos para una indeseable guerra nuclear, se multiplican: Ucrania, Palestina, Yemen, Corea y Taiwán, son los más notorios.
En torno al desafío medioambiental, el BCA menciona que “los esfuerzos actuales para reducir las emisiones de gases de efecto invernadero (GEI) son tremendamente insuficientes para evitar los peligrosos impactos humanos y económicos del cambio climático, que afectan desproporcionadamente a las personas más pobres del mundo”. Y esto es en parte porque en vez de que los países que más dañan al planeta cooperen para disminuir las emisiones, se enfrascan en pugnas de todo tipo. La fragmentación del mundo en bloques redunda en el distanciamiento, la desconfianza y la parálisis de organismos internacionales como la ONU.
Sobre las amenazas biológicas, el reporte señala: “la convergencia de herramientas emergentes de inteligencia artificial (IA) y tecnologías biológicas puede empoderar radicalmente a los individuos para hacer un mal uso de la biología. La preocupación es que los grandes modelos de lenguaje permitan a individuos que, de otro modo carecerían de conocimientos suficientes, identificar, adquirir y desplegar agentes biológicos que dañarían a un gran número de humanos, animales, plantas y otros elementos del medio ambiente”. Es decir que con las nuevas tecnologías cada vez es más fácil desarrollar armas biológicas, no sólo para los estados, sino también para agentes privados.
En cuanto a la IA, el reporte advierte que ésta “tiene un gran potencial para magnificar la desinformación y corromper el entorno informativo del que depende la democracia. Los esfuerzos de desinformación basados en la IA podrían ser un factor que impida que el mundo afronte eficazmente los riesgos nucleares, las pandemias y el cambio climático. Los usos militares de la IA se están acelerando”. Sobre este punto en particular escribí la semana pasada un texto bajo el título Falsificar la realidad, arma geopolítica, el cual te invito a leer si quieres profundizar en el tema.
Aunque el BCA aborda las cuatro amenazas por separado es evidente la convergencia que hay entre ellas. Este es el ciclo de las amenazas globales: el calentamiento global genera inestabilidad mundial por daños, migraciones y pugna por recursos; la inestabilidad eleva las tensiones geopolíticas entre potencias que refuerzan sus fronteras y se disputan los recursos; las tensiones elevan el gasto global en armas, que ya rebasa los 2 billones de dólares al año; las armas se sofistican y diversifican de forma cada vez más acelerada con las nuevas tecnologías; la IA potencia la probabilidad de pandemias inducidas, por error o por malicia, y, para completar el ciclo, la probabilidad de pandemias crece por el deterioro ambiental que provoca nuevas condiciones climáticas y propicia el contacto humano con especies silvestres que albergan patógenos para los que no tenemos defensas.
Sólo a partir de un enfoque holístico del ciclo es posible construir soluciones integrales y atender la última recomendación de Oppenheimer: “los pueblos de este mundo tienen que unirse; de lo contrario, perecerán”. La humanidad superó las amenazas de la Guerra Fría, ¿podremos superar los desafíos de nuestra época?