Otras globalizaciones. De los valles a la interacción de tres continentes

Por Arturo G. González

La globalización está en crisis. La globalización agoniza. Estas dos frases se repiten cada vez con mayor frecuencia en estos días de tensiones geopolíticas, incertidumbre económica, cambio climático acelerado, pandemia de Covid-19 y atasco de las cadenas de suministro. Pero la crisis no es de ahora. En los últimos años se han ido acumulando síntomas que nos indican que, desde hace tiempo, algo no marcha bien en el sistema mundial que lidera —¿ya podemos decir lideraba?— Estados Unidos. Hace unos días publiqué en El Siglo de Torreón el artículo Una globalización que agoniza, disponible en este mismo blog, en el que hablé sobre las causas, efectos, probables soluciones y sus posibles riesgos de los problemas que enfrenta el orden global, así que no abundaré ahora en ello. En esta ocasión me interesa poner el foco en un hecho sobre el que, creo, deberíamos ser más conscientes: la globalización, también conocida como mundialización, no es un fenómeno tan nuevo como creemos, y en otras épocas la humanidad ya ha vivido momentos de auge y declive de dicho fenómeno. Por lo tanto, tampoco es un proceso permanente, ya que, así como llega, puede irse.

Entendemos por globalización ese complejo proceso de interdependencia, comunicación y conexión a escala mundial que abarca múltiples ámbitos: económico, político, social, cultural, tecnológico y hasta religioso. La globalización se refleja en aspectos como el consumo, la vestimenta, los valores, el transporte, la movilidad internacional, la difusión cultural, los sistemas de producción, los acuerdos entre países, las creencias y hasta la forma de hablar. Pero hay que tener mucho cuidado de creer que la globalización está presente en todas las sociedades de la misma manera y con igual profundidad. Lo cierto es que, de forma directa o indirecta, los procesos de mundialización terminan impactando a las sociedades. Por ejemplo, pudiéramos pensar que un obrero del Sudeste asiático poco tiene que ver con un profesional de clase media de Europa Occidental o Norteamérica, hasta que nos damos cuenta de que la ropa que compra ese profesional está elaborada con la mano de obra del trabajador que se encuentra al otro lado del mundo, y que, para que esto ocurra, tiene que haber una ruta marítima comercial de transporte de mercancías, un esquema industrial integrado, etc. O que las decisiones que se toman en algunas de las grandes capitales financieras de Occidente repercuten en la economía de las familias de cualquier país del África subsahariana debido a la integración del sistema financiero internacional. En fin, que la globalización involucra a más miembros de los que se aprecian a simple vista.

El actual proceso de globalización comenzó a finales de los años 70 y principios de los 80 del siglo pasado, aunque sus orígenes pueden rastrearse hasta el final de la Segunda Guerra Mundial, cuando Estados Unidos asumió la hegemonía internacional con el fin de poner orden a su imagen y semejanza a un orbe de postguerra. Al principio sólo los estados del llamado Primer Mundo, las potencias capitalistas, se encontraban dentro de una globalización parcial. Cuando el bloque socialista liderado por la Unión Soviética decayó hasta hacer implosión a fines de los 80 y principios de los 90, la globalización se expandió a prácticamente todos los rincones del planeta. Si bien es cierto que este es el proceso de mundialización más amplio y profundo que ha vivido la humanidad hasta ahora, no es el primero. Aunque el tema no está exento de polémica, podemos rastrear las primeras manifestaciones de mundialización casi desde los primeros siglos de la civilización. Bajo esta óptica, es posible establecer una historia universal basada en los vaivenes que ha tenido la mundialización. Muy lejos del afán de ser exhaustivo, propongo aquí un relato en tres partes divididas en dos entregas que pudiera ayudarnos a entender el fenómeno globalizador desde otra perspectiva.

Mundialización en las cunas de la civilización

A mediados del tercer milenio antes de nuestra era los tres valles en donde surgió la civilización registraron procesos parecidos, que no iguales, de concentración de poder y riqueza. En el valle del Nilo se unificaron los nomos del delta y los principados de la cuenca media y alta bajo una sola monarquía para crear lo que los historiadores conocen como el Reino Antiguo de Egipto, con el que dio comienzo la larga historia dinástica de los faraones. En Mesopotamia, bañada por el Tigris y Éufrates, algunas ciudades-estado lograron establecer su hegemonía temporal hasta la conquista por parte de Sargón I de toda la región para establecer el Imperio acadio. En el Indo, un cúmulo de ciudades-estado florecieron por la misma época sin un poder centralizado, pero sí con rasgos comunes en su cultura. Estos tres ámbitos geográficos fueron poco a poco integrándose hasta concebir el primer sistema internacional de comercio del que tenemos noticia. Los intercambios ocurrían principalmente entre el reino egipcio y el Imperio acadio, y entre éste y las ciudades del Indo. Acad, con su capital Agadé, se situó en el centro de esta primera mundialización. No es difícil suponer que, durante este período de intenso intercambio de bienes, las ideas también circularon de ida y vuelta. Grandes inventos como la rueda, el bronce, la escritura, las ciudades, el Estado, los templos monumentales y los sistemas de riego de canales y represas, se difundieron con mayor facilidad durante esta primera mundialización. Gracias al comercio, llegaban al Imperio acadio alabastro, diorita y oro de Egipto; cobre del Sinaí, Chipre, Anatolia y Armenia; plata de los montes Tauros; cornalina y lapislázuli de Asia Central; clorita del sur de Irán; cobre, estaño y turquesa de la costa del mar Caspio; perlas y conchas del golfo Pérsico, y cornalina, marfil, talco y madera de las ciudades del valle del Indo.

Un milenio después, alrededor de los siglos XIV y XIII a. C., nuevas potencias aparecieron y nuevos espacios geográficos entraron en la mancha de la civilización tras varios períodos de altibajos marcados por guerras, invasiones, inundaciones y sequías, para converger en un proceso de renovada mundialización. Es la época del Imperio Nuevo en Egipto y su férrea rivalidad con el Imperio hitita de Anatolia. Ambos imperios constituían las superpotencias de un mundo civilizado que comenzaba a expandirse lo mismo que a atraer pueblos de distintas procedencias de la periferia. En el mar Egeo y la actual Grecia, los principados heládicos florecían mientras abrían rutas comerciales y entraban en contacto con el valle del Nilo y Asia Menor. Mientras tanto, en Mesopotamia surgía un nuevo poder: Asiria, el cual desarrollaría en el milenio siguiente un temible imperio militar. Este mundo de encuentros y desencuentros vio nacer, por ejemplo, el primer tratado de paz internacional que se conoce, suscrito por el faraón egipcio Ramsés II y el monarca hitita Hatussili en 1259 a. C. Pero este orbe integrado e interconectado, como el anterior, sucumbió producto de un cúmulo de catástrofes que van desde sequías y crisis económicas hasta disturbios políticos, guerras e invasiones.

Tuvo que transcurrir casi otro milenio, aproximadamente, para volver a ver una interconexión de carácter mundial. Entre los siglos V y III a. C. el espacio continuo de civilización abarcaba desde el Mediterráneo oriental hasta el norte de la India y parte de China. Esta época fue bautizada por Karl Jaspers como era Axial, durante la cual surgen los sistemas filosóficos y religiosos paradigmáticos de la humanidad, una forma de pensamiento que marcaría un parteaguas en la historia. Desde los filósofos griegos, base del pensamiento científico occidental, hasta los profetas de Israel, que asentaron la religión judía y prepararon el camino para el cristianismo y el Islam de siglos posteriores, pasando por el zoroastrismo de Persia, el brahmanismo, jainismo y budismo en la India y el confucianismo y taoísmo en China. Todas estas ideas emergieron o se afianzaron en un lapso no mayor de 300 años, es decir, el mismo tiempo que ha transcurrido de la Ilustración a nuestros días. Esta mundialización repotenciada, que se caracteriza por el surgimiento de corrientes dicotómicas como el individualismo frente al universalismo y el pensamiento científico frente a las religiones de salvación, llega a su culmen a finales del siglo IV a. C. con la conquista del Imperio persa por parte de Alejandro y el nacimiento del Imperio Maurya en la India. En estos tiempos el griego común (koiné) podía escucharse lo mismo en el sur de Italia que en la cuenca del Indo, y el centro de este nuevo mundo estaría durante todo el siglo III a. C. en Alejandría, la ciudad egipcia de los ptolomeos, herederos de Alejandro, en donde se creó la primera institución dedicado exclusivamente al conocimiento: el Museo, en cuya biblioteca se buscaba albergar toda la sabiduría del mundo. Difícil encontrar en aquella época una pretensión más global que ésta. Pero en los extremos de este orbe integrado, dos potencias se preparaban para conquistar y modelar un nuevo mundo: Roma en Occidente y China en Oriente, conectadas por la Ruta de la Seda. De esta nueva integración y sus consecuencias te contaré en la siguiente entrega.  

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Arturo G. González

Soy adicto a saber y descubrir algo nuevo todos los días. Me obsesiono con tratar de entender el mundo y la época que me tocó vivir. No puedo escapar a la necesidad de comprender por qué nuestra civilización es como es, y para ello leo noticias, opiniones, artículos de análisis y libros; escucho música y veo cine. Creo que el pasado vive en el presente, y que el presente es la pieza clave del futuro. Te invito a este viaje de pensamiento y descubrimiento cotidiano. Esta es mi visión del mundo.